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– ¿Por qué estás haciendo esto, Elizabeth? Creía que Jack no te caía bien.

Me mira brevemente a través del espejo y veo que una punzada de dolor cruza fugazmente sus ojos.

– Ana, preferiría que mantuvieras la boca cerrada.

– Pero no puedes hacer esto. Esto no está bien.

– Que te calles -me dice, pero noto que está incómoda.

– ¿Te está presionando de algún modo? -le pregunto. Sus ojos vuelven a encontrarse con los míos un instante y pisa con brusquedad el freno, lo que me lanza hacia delante con tanta fuerza que mi cara golpea el reposacabezas que tengo enfrente.

– He dicho que te calles -repite-. Y te sugiero que te pongas el cinturón.

En ese momento entiendo que así es. Él tiene algo horrible contra ella, tanto que Elizabeth está dispuesta a hacer esto por él. Me pregunto qué podrá ser. ¿Robo a la empresa? ¿Algo de su vida privada? ¿Algo sexual? Me estremezco al pensarlo. Christian dice que ninguna de las ayudantes de Jack quiso hablar. Tal vez todas se encuentren en la misma situación que Elizabeth. Por eso quiso follarme a mí también. La bilis se me sube a la garganta del asco que siento solo de pensarlo.

Elizabeth se aleja del centro de Seattle y enfila por las colinas hacia el este. Poco después estamos conduciendo por calles residenciales. Veo uno de los letreros de la calle: SOUTH IRVING STREET. De repente hace un giro brusco a la izquierda hacia una calle desierta con un desvencijado parque infantil a un lado y un gran aparcamiento de cemento al otro, flanqueado al fondo por una hilera de edificios bajos de ladrillo aparentemente vacíos. Elizabeth entra en el aparcamiento y se detiene delante del último de los edificios de ladrillo.

Ella se vuelve hacia mí.

– Ha llegado la hora -susurra.

Se me eriza el vello y el miedo y la adrenalina me recorren el cuerpo.

– No tienes que hacer esto -le susurro en respuesta. Su boca se convierte en una fina línea y sale del coche.

Esto es por Mia. Esto es por Mia, repito en mi mente. Por favor, que esté bien. Por favor, que esté bien.

– Sal -ordena Elizabeth abriendo la puerta de un tirón.

Mierda. Cuando bajo me tiemblan tanto las piernas que no sé si voy a poder mantenerme en pie. La brisa fresca de última hora de la tarde me trae el olor del otoño que ya casi está aquí y el aroma polvoriento y terroso de los edificios abandonados.

– Bueno, bueno… Mira lo que tenemos aquí. -Jack sale de un umbral estrecho y cubierto con tablas que hay a la izquierda del edificio. Tiene el pelo corto. Se ha quitado los pendientes y lleva traje. ¿Traje? Viene caminando hacia mí despidiendo arrogancia y odio por todos los poros. El corazón empieza a latirme más rápido.

– ¿Dónde está Mia? -balbuceo con la boca tan seca que casi no puedo pronunciar las palabras.

– Lo primero es lo primero, zorra -responde Jack, parándose delante de mí. Su desprecio es más que evidente-. ¿El dinero?

Elizabeth está comprobando las bolsas del maletero.

– Aquí hay un montón de billetes -dice asombrada abriendo y cerrando las cremalleras de las bolsas.

– ¿Y su teléfono?

– Lo tiré a la basura.

– Bien -contesta Jack, y sin previo aviso se vuelve hacia mí y me da un bofetón muy fuerte en la cara con el dorso de la mano. El golpe, feroz e injustificado, me tira al suelo. Mi cabeza golpea contra el cemento con un sonido aterrador. El dolor estalla dentro de mi cabeza, los ojos se me llenan de lágrimas y se me emborrona la visión. La impresión por el impacto resuena en mi interior y desata un dolor insoportable que me late dentro del cráneo.

Dejo escapar un grito silencioso por el sufrimiento y el terror. Oh, no… Pequeño Bip. Después Jack se acerca a mí y me da una patada rápida y rabiosa en las costillas que me deja sin aire en los pulmones por la fuerza del golpe. Cierro los ojos con fuerza para evitar las náuseas y el dolor y para intentar conseguir un poco de aire. Pequeño Bip, pequeño Bip… Oh, mi pequeño Bip…

– ¡Esto es por Seattle Independent Publishing, zorra! -me grita Jack.

Levanto las piernas para hacerme una bola, anticipando el siguiente golpe. No. No. No.

– ¡Jack! -chilla Elizabeth-. Aquí no. ¡A plena luz del día no, por Dios!

Él se detiene.

– ¡Esta puta se lo merece! -gruñe en dirección a Elizabeth. Y eso me da un precioso segundo para echar la mano hacia atrás y sacar la pistola de la cintura de los pantalones. Le apunto temblorosa, aprieto el gatillo y disparo. La bala le da justo por encima de la rodilla y cae delante de mí, aullando de dolor, agarrándose el muslo mientras los dedos se le llenan se sangre.

– ¡Joder! -chilla Jack. Me giro para enfrentarme a Elizabeth, que me está mirando con horror y levantando las manos por encima de la cabeza. La veo borrosa… La oscuridad se cierra sobre mí. Mierda… La veo como al final de un túnel. La oscuridad la está engullendo; me está engullendo. Desde lejos oigo que se desata el infierno. Chirridos de ruedas… Frenos… Puertas… Gritos… Gente corriendo… Pasos. Se me cae el arma de la mano.

– ¡Ana! -Es la voz de Christian… La voz de Christian… La voz de Christian llena de dolor… Mia… Salva a Mia.

– ¡ANA!

Oscuridad… Paz.

23

Solo hay dolor. La cabeza, el pecho… Un dolor que quema. El costado, el brazo. Dolor. Dolor y palabras susurradas en la penumbra. ¿Dónde estoy? Aunque lo intento, no puedo abrir los ojos. Las palabras en susurros se van volviendo más claras, un faro en medio de la oscuridad.

– Tiene una contusión en las costillas, señor Grey, y una fractura en el cráneo, justo bajo el nacimiento del pelo, pero sus constantes vitales son estables y fuertes.

– ¿Por qué sigue inconsciente?

– La señora Grey ha sufrido un fuerte golpe en la cabeza. Pero su actividad cerebral es normal y no hay inflamación. Se despertará cuando esté preparada para ello. Solo dele un poco de tiempo.

– ¿Y el bebé? -Sus palabras suenan angustiadas, ahogadas.

– El bebé está bien, señor Grey.

– Oh, gracias a Dios. -Su respuesta es como una letanía… una oración-. Oh, gracias a Dios.

Oh, Dios mío. Está preocupado por el bebé… ¿El bebé?… Pequeño Bip. Claro. Mi pequeño Bip. Intento en vano mover la mano hasta mi vientre, pero nada se mueve, nada me responde.

«¿Y el bebé?… Oh, gracias a Dios.»

Pequeño Bip está a salvo.

«¿Y el bebé?… Oh, gracias a Dios.»

Se preocupa por el bebé.

«¿Y el bebé?… Oh, gracias a Dios.»

Quiere al bebé. Oh, gracias a Dios. Me relajo y vuelve la inconsciencia alejándome del dolor.

Todo pesa y me duele: las extremidades, la cabeza, los párpados… nada se mueve. Mis ojos y mi boca están totalmente cerrados y no quieren abrirse, lo que me deja ciega, muda y dolorida. Según voy cruzando la niebla hasta la superficie, la consciencia se va acercando pero queda justo fuera de mi alcance, como una seductora sirena.

– No la voy a dejar sola.

¡Christian! Está aquí… Intento con todas mis fuerzas despertarme. Su voz no es más que un susurro cansado y agónico.

– Christian, tienes que dormir.

– No, papá, quiero estar aquí cuando despierte.

– Yo me quedaré con ella. Es lo menos que puedo hacer después de que haya salvado a mi hija.

¡Mia!

– ¿Cómo está Mia?

– Grogui, asustada y enfadada. Van a pasar unas cuantas horas antes de que se le pase completamente el efecto del Rohypnol.

– Dios…

– Lo sé. Me siento un imbécil por haber cedido en lo de su seguridad. Me avisaste, pero Mia es muy obstinada. Si no fuera por Ana…

– Todos creíamos que Hyde estaba fuera de circulación. Y la loca de mi mujer… ¿Por qué no me lo dijo? -La voz de Christian está llena de angustia.

– Christian, cálmate. Ana es una joven extraordinaria. Ha sido increíblemente valiente.