– Basta -me dice, y yo recuerdo que acabo de prometerme a mí misma que no le iba a presionar para que me dé información-. Y no me hagas un mohín -añade-. Vamos. Deja que te seque el pelo.
Y sé que con eso el tema está zanjado.
Después de vestirme con pantalones de chándal y una camiseta, me siento entre las piernas de Christian mientras me seca el pelo.
– ¿Te dijo Clark algo más mientras yo estaba inconsciente?
– No que yo recuerde.
– Oí alguna de tus conversaciones.
Deja de cepillarme el pelo.
– ¿Ah, sí? -me pregunta en un tono despreocupado.
– Sí, con mi padre, con tu padre, con el detective Clark… Y con tu madre.
– ¿Y con Kate?
– ¿Kate estuvo allí?
– Sí, brevemente. Está furiosa contigo.
Me giro en su regazo.
– Deja ya ese rollo de «todo el mundo está enfadado contigo, Ana», ¿vale?
– Solo te digo la verdad -responde Christian, divertido por mi arrebato.
– Sí, fue algo imprudente, pero ya lo sabes, tu hermana estaba en peligro.
Su expresión se vuelve seria.
– Sí, cierto. -Apaga el secador y lo deja en la cama a su lado. Me coge la barbilla-. Gracias -me dice sorprendiéndome-. Pero ni una sola imprudencia más. La próxima vez te azotaré hasta que ya no lo puedas soportar más.
Doy un respingo.
– ¡No te atreverás!
– Sí me atreveré. -Está serio. Madre mía. Muy serio-. Y tengo el permiso de tu padrastro. -Sonríe burlón. Está bromeando. ¿O no? Me lanzo contra él y él se gira, así que ambos caemos sobre la cama, yo entre sus brazos. Cuando aterrizamos siento el dolor de las costillas y hago una mueca.
Christian se queda pálido.
– ¡Haz el favor de comportarte! -me reprende y veo que por un momento está enfadado.
– Lo siento -murmuro acariciándole la mejilla.
Me acaricia la mano con la nariz y le da un beso suave.
– Ana, es que nunca te preocupas por tu propia seguridad. -Me levanta un poco el dobladillo de la camiseta y coloca los dedos sobre mi vientre. Yo dejo de respirar-. Y ahora ya no se trata solo de ti -susurra, y recorre con las yemas de los dedos la cintura de los pantalones del chándal, acariciándome la piel. El deseo explota en mi sangre, inesperado, caliente y fuerte. Doy un respingo y Christian se pone tenso, detiene el movimiento de sus dedos y me mira. Sube la mano y me coloca un mechón de pelo tras la oreja.
– No -susurra.
¿Qué?
– No me mires así. He visto los hematomas. Y la respuesta es no. -Su voz es firme y me da un beso en la frente.
Me retuerzo.
– Christian -gimoteo.
– No. A la cama -me ordena y se sienta.
– ¿A la cama?
– Necesitas descansar.
– Te necesito a ti.
Cierra los ojos y niega con la cabeza, como si le estuviera costando un gran esfuerzo. Cuando vuelve a abrirlos, los ojos le brillan por la resolución.
– Haz lo que te he dicho, Ana.
Estoy tentada de quitarme la ropa, pero recuerdo los hematomas y sé que así no conseguiré convencerle.
Asiento a regañadientes.
– Vale -concedo, pero hago un mohín deliberadamente exagerado.
Él sonríe divertido.
– Te traeré algo de comer.
– ¿Vas a cocinar tú? -No me lo puedo creer.
Se ríe.
– Voy a calentar algo. La señora Jones ha estado ocupada.
– Christian, yo lo haré. Estoy bien. Si tengo ganas de sexo, seguro que puedo cocinar… -Me siento con dificultad, intentando ocultar el dolor que me provocan las costillas.
– ¡A la cama! -Los ojos de Christian centellean y señala la almohada.
– Ven conmigo -susurro deseando llevar algo más seductor que pantalones de chándal y una camiseta.
– Ana, métete en la cama. Ahora.
Le miro con el ceño fruncido, me levanto y dejo caer al suelo los pantalones de una forma muy poco ceremoniosa, sin dejar de mirarle todo el tiempo. Sus labios se curvan divertidos mientras aparta la colcha.
– Ya has oído a la doctora Singh. Ha dicho que descanses. -Su voz es más suave. Me meto en la cama y cruzo los brazos, frustrada-. Quédate ahí -dice. Está disfrutando de esto, es evidente.
Yo frunzo el ceño aún más.
El estofado de pollo de la señora Jones es, sin duda, uno de mis platos favoritos. Christian come conmigo, sentado con las piernas cruzadas en medio de la cama.
– Lo has calentado muy bien -le digo con una sonrisa burlona y él me la devuelve. Estoy llena y me está entrando sueño. ¿Sería ese su plan?
– Pareces cansada. -Me recoge la bandeja.
– Lo estoy.
– Bien. Duerme. -Me da un beso-. Tengo que hacer unas cosas de trabajo. Las haré aquí, si no te importa.
Asiento mientras libro una batalla perdida contra mis párpados. No tenía ni idea de que el estofado de pollo podía ser tan agotador.
Está oscureciendo cuando me despierto. Una luz rosa pálido inunda la habitación. Christian está sentado en el sillón mirándome, con los ojos grises iluminados por la luz. Tiene unos papeles en la mano y la cara cenicienta.
¡Oh, Dios mío!
– ¿Qué ocurre? -le pregunto sentándome bruscamente e ignorando la protesta de mis costillas.
– Welch acaba de irse.
Oh, mierda…
– ¿Y?
– Yo viví con ese cabrón -susurra.
– ¿Que viviste? ¿Con Jack?
Asiente con los ojos como platos.
– ¿Estáis emparentados?
– No, Dios mío, no.
Me giro, aparto la colcha y le invito a venir a la cama a mi lado. Para mi sorpresa, no lo duda un segundo. Se quita los zapatos y se mete en la cama junto a mí. Rodeándome con un brazo se acurruca y apoya la cabeza en mi regazo. Estoy asombrada. ¿Qué es esto?
– No lo entiendo -murmuro acariciándole el pelo y mirándole. Christian cierra los ojos y arruga la frente, como si se esforzara por recordar.
– Después de que me encontraran con la puta adicta al crack y antes de irme a vivir con Carrick y Grace, estuve un tiempo bajo la custodia del estado de Michigan. Viví en una casa de acogida. Pero no recuerdo nada de entonces.
La mente me va a mil por hora. ¿Una casa de acogida? Eso es nuevo para los dos.
– ¿Cuánto tiempo? -le susurro.
– Dos meses o así. Yo no recuerdo nada.
– ¿Has hablado con tu madre y con tu padre de ello?
– No.
– Tal vez deberías. Quizá ellos podrían ayudarte con esas lagunas.
Me abraza con fuerza.
– Mira. -Me pasa los papeles que tiene en la mano, que resultan ser dos fotografías. Estiro el brazo y enciendo la lamparilla para poder examinarlas con detalle. La primera es de una casa bastante antigua con una puerta principal amarilla y una gran ventana con un tejado a dos aguas. Tiene un porche y un pequeño patio delantero. Es una casa sin nada especial.
La segunda foto es de una familia, a primera vista una familia normal de clase media: un hombre con su esposa, diría yo, y sus hijos. Los dos adultos llevan unas vulgares camisetas azules que han soportado mucho lavados. Deben de tener unos cuarenta y tantos. La mujer tiene el pelo rubio recogido y el hombre lleva el pelo cortado a cepillo muy corto. Los dos sonríen cálidamente a la cámara. El hombre rodea con el brazo los hombros de una niña adolescente con expresión hosca. Observo a los niños: dos chicos, gemelos idénticos, de unos doce años, ambos con el pelo rubio y sonriendo ampliamente a la cámara. Hay otro niño más joven con el pelo rubio rojizo, que frunce el ceño. Y detrás de él, un niño pequeño con el pelo cobrizo y los ojos grises muy abiertos, asustado, vestido con ropa desigual y agarrando una mantita de niño sucia.
Joder.
– Eres tú -susurro y noto el corazón en la garganta. Sé que Christian tenía cuatro años cuando murió su madre. Pero ese niño parece más pequeño. Debió de sufrir una malnutrición grave. Reprimo un sollozo y noto que se me llenan los ojos de lágrimas. Oh, mi dulce Cincuenta…