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– Grey Publishing tiene un autor en la lista de los más vendidos del New York Times; las ventas de Boyce Fox son fenomenales. Además, el negocio de los e-books ha estallado y por fin tengo a mi alrededor al equipo que quería.

– Y estás ganando dinero en estos tiempos tan difíciles -añade Christian con orgullo-. Pero… me gustaría que estuvieras descalza, embarazada y en la cocina.

Me echo un poco hacia atrás para poder verle la cara. Él me mira a los ojos con los suyos brillantes.

– Eso también me gusta a mí -murmuro. Él me da un beso con la mano todavía sobre mi vientre.

Al ver que está de buen humor, decido sacar un tema delicado.

– ¿Has pensado en mi sugerencia?

Se queda muy quieto.

– Ana, la respuesta es no.

– Pero Ella es un nombre muy bonito.

– No le voy a poner a mi hija el nombre de mi madre. No. Fin de la discusión.

– ¿Estás seguro?

– Sí. -Me coge la barbilla y me mira con sinceridad y despidiendo irritación por todos los poros-. Ana, déjalo ya. No quiero que mi hija tenga nada que ver con mi pasado.

– Vale. Lo siento. -Mierda… No quiero que se enfade.

– Eso está mejor. Deja de intentar arreglarlo -murmura-. Has conseguido que admita que la quería y me has arrastrado hasta su tumba. Ya basta.

Oh, no. Me muevo en su regazo para quedar a horcajadas sobre él y le cojo la cabeza con las manos.

– Lo siento. Mucho. No te enfades conmigo, por favor. -Le doy un beso en los labios y después otro en la comisura de la boca. Tras un momento él señala la otra comisura y yo sonrío y se la beso también. Seguidamente señala su nariz. Le beso ahí. Ahora sonríe y me pone la mano en la espalda.

– Oh, señora Grey… ¿Qué voy a hacer contigo?

– Seguro que ya se te ocurrirá algo -le digo.

Sonríe y girándose de repente, me tumba y me aprieta contra la manta.

– ¿Y si se me ocurre ahora? -susurra con una sonrisa perversa.

– ¡Christian! -exclamo.

De pronto oímos un grito agudo de Ted. Christian se levanta con la agilidad de una pantera y corre al lugar de donde ha surgido el sonido. Yo le sigo a un paso más tranquilo. En el fondo no estoy tan preocupada como él; no era un grito de esos que me haría subir las escaleras de dos en dos para ver qué ha ocurrido.

Christian coge a Teddy en brazos. Nuestro hijo está llorando inconsolablemente y señalando al suelo donde se ven los restos del polo fundiéndose hasta formar un pequeño charco en la hierba.

– Se le ha caído -dice Sophie en un tono triste-. Le habría dado el mío, pero ya me lo había terminado.

– Oh, Sophie, cariño, no te preocupes -le digo acariciándole el pelo.

– ¡Mami! -Ted llora y me tiende los brazos. Christian le suelta a regañadientes y yo extiendo los brazos para cogerle.

– Ya está, ya está.

– ¡Pooo! -solloza.

– Lo sé, cariño. Vamos a buscar a la señora Taylor a ver si tiene otro. -Le doy un beso en la cabeza… Oh, qué bien huele. Huele a mi bebé.

– Pooo -repite sorbiendo por la nariz. Le cojo la mano y le beso los dedos pegajosos.

– Tus deditos saben a polo.

Ted deja de llorar y se mira la mano.

– Métete los dedos en la boca.

Hace lo que le he dicho.

– Pooo.

– Sí. Polo.

Sonríe. Mi pequeño temperamental, igual que su padre. Bueno, al menos él tiene una excusa: solo tiene dos años.

– ¿Vamos a ver a la señora Taylor? -Él asiente y sonríe con su preciosa sonrisa de bebé-. ¿Quieres que papi te lleve? -Niega con la cabeza y me rodea el cuello con los brazos, abrazándome con fuerza y con la cara pegada a mi garganta-. Creo que papi quiere probar el polo también -le susurro a Ted al oído. Ted me mira frunciendo el ceño y después se mira la mano y se la tiende a Christian. Su padre sonríe y se mete los dedos de Ted en la boca.

– Mmm… Qué rico.

Ted ríe y levanta los brazos para que le coja Christian, que me sonríe y coge a Ted, acomodándoselo contra la cadera.

– Sophie, ¿dónde está Gail?

– Estaba en la casa grande.

Miro a Christian. Su sonrisa se ha vuelto agridulce y me pregunto qué estará pensando.

– Eres muy buena con él -murmura.

– ¿Con este enano? -Le alboroto el pelo a Ted-. Solo es porque os tengo bien cogida la medida a los hombres Grey. -Le sonrío a mi marido.

Ríe.

– Cierto, señora Grey.

Teddy se revuelve para que Christian le suelte. Ahora quiere andar, mi pequeño cabezota. Le cojo una mano y su padre la otra y entre los dos vamos columpiando a Teddy hasta la casa. Sophie va dando saltitos delante de nosotros.

Saludo con la mano a Taylor que, en uno de sus poco habituales días libres, está delante del garaje, vestido con vaqueros y una camiseta sin mangas, haciéndole unos ajustes a una vieja moto.

Me paro fuera de la habitación de Ted y escucho cómo Christian le lee:

– ¡Soy el Lorax! Y hablo con los árboles…

Cuando me asomo, Teddy está casi dormido y Christian sigue leyendo. Levanta la vista cuando abro la puerta y cierra el libro. Se acerca el dedo a los labios y apaga el monitor para bebés que hay junto a la cuna de Ted. Arropa a Ted, le acaricia la mejilla y después se incorpora y viene andando de puntillas hasta donde yo estoy sin hacer ruido. Es difícil no reírse al verle.

Fuera, en el pasillo, Christian me atrae hacia sí y me abraza.

– Dios, le quiero mucho, pero dormido es como mejor está -murmura contra mis labios.

– No podría estar más de acuerdo.

Me mira con ojos tiernos.

– Casi no me puedo creer que lleve con nosotros dos años.

– Lo sé… -Le doy un beso y durante un momento me siento transportada al día del nacimiento de Ted: la cesárea de emergencia, la agobiante ansiedad de Christian, la serenidad firme de la doctora Greene cuando mi pequeño Bip tenía dificultades para salir. Me estremezco por dentro al recordarlo.

– Señora Grey, lleva de parto quince horas. Sus contracciones se han ralentizado a pesar de la oxitocina. Tenemos que hacer una cesárea; hay sufrimiento fetal. -La doctora Greene es firme.

– ¡Ya era hora, joder! -gruñe Christian.

La doctora Greene le ignora.

– Christian, cállate. -Le aprieto la mano. Mi voz es baja y débil y todo está borroso: las paredes, las máquinas, la gente con bata verde… Solo quiero dormir. Pero tengo que hacer algo importante primero… Oh, sí.

– Quería que naciera por parto natural.

– Señora Grey, por favor. Tenemos que hacer una cesárea.

– Por favor, Ana -suplica Christian.

– ¿Podré dormir entonces?

– Sí, nena, sí -dice Christian casi en un sollozo y me da un beso en la frente.

– Quiero ver a mi pequeño Bip.

– Lo verás.

– Está bien -susurro.

– Por fin… -murmura la doctora Greene-. Enfermera, llame al anestesista. Doctor Miller, prepárese para una cesárea. Señora Grey, vamos a llevarla al quirófano.

– ¿Al quirófano? -preguntamos Christian y yo a la vez.

– Sí. Ahora.

Y de repente nos movemos. Las luces del techo son manchas borrosas y al final se convierten en una larga línea brillante mientras me llevan corriendo por el pasillo.

– Señor Grey, tendrá que ponerse un uniforme.

– ¿Qué?

– Ahora, señor Grey.

Me aprieta la mano y me suelta.

– ¡Christian! -le llamo porque siento pánico.

Cruzamos otro par de puertas y al poco tiempo una enfermera está colocando una pantalla por encima de mi pecho. La puerta se abre y se cierra y de repente hay mucha gente en la habitación. Hay mucho ruido… Quiero irme a casa.