Unos ojos azul luminoso, claros y avergonzados, se encuentran con los míos y me dejan petrificado. Son de un color de lo más extraordinario, un azul empolvado cándido, y durante un momento horrible me siento como si pudieran ver a través de mí. Me siento… expuesto. Qué desconcertante. Tiene la cara pequeña y dulce y se está ruborizando con un inocente rosa pálido. Me pregunto un segundo si toda su piel será así, tan impecable, y qué tal estará sonrosada y caliente después de un golpe con una caña. Joder. Freno en seco mis díscolos pensamientos, alarmado por la dirección que están tomando. Pero ¿qué coño estás pensando, Grey? Esta chica es demasiado joven. Me mira con la boca abierta y yo vuelvo a poner los ojos en blanco. Sí, sí, nena, no es más que una cara bonita y no hay belleza debajo de la piel. Me gustaría hacer desaparecer de esos grandes ojos azules esa mirada de admiración sin reservas.
Ha llegado la hora del espectáculo, Grey. Vamos a divertirnos un poco.
– Señorita Kavanagh. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?
Otra vez ese rubor. Ahora que ya he recuperado la compostura y el control, la observo. Es bastante atractiva, dentro del tipo desgarbado: menuda y pálida, con una melena color caoba que apenas puede contener la goma de pelo que lleva. Una chica morena… Sí, es atractiva. Le tiendo la mano y ella balbucea una disculpa mortificada mientras me la estrecha con su mano pequeña. Tiene la piel fresca y suave, pero su apretón de manos es sorprendentemente firme.
– La señorita Kavanagh está indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Grey. -Habla en voz baja con una musicalidad vacilante y parpadea como loca agitando las pestañas sobre esos grandes ojos azules.
Incapaz de mantener al margen de mi voz la diversión que siento al recordar su algo menos que elegante entrada en el despacho, le pregunto quién es.
– Anastasia Steele. Estudio literatura inglesa con Kate… digo… Katherine… digo… la señorita Kavanagh, en la Estatal de Washington.
Un ratón de biblioteca nervioso y tímido, ¿eh? Parece exactamente eso; va vestida de una manera espantosa, ocultando su complexión delgada bajo un jersey sin forma y una discreta falda plisada marrón. Dios, ¿es que no tiene gusto para vestir? Mira mi despacho nerviosamente. Lo está observando todo menos a mí, noto con una ironía divertida.
¿Cómo puede ser periodista esta chica? No tiene ni una pizca de determinación en el cuerpo. Está tan encantadoramente ruborizada, tan dócil, tan cándida… tan sumisa. Niego con la cabeza, asombrado por la línea que están siguiendo mis pensamientos. Le digo alguna cosa tópica y le pido que se siente. Después noto que su mirada penetrante observa los cuadros del despacho. Antes de que me dé cuenta, me encuentro explicándole de dónde vienen.
– Un artista de aquí. Trouton.
– Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario -dice distraída, perdida en el arte exquisito y la técnica perfecta de mis cuadros. Su perfil es delicado (la nariz respingona y los labios suaves y carnosos) y sus palabras han expresado exactamente lo que yo siento al mirar el cuadro: «Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario». Una observación muy inteligente. La señorita Steele es lista.
Murmuro algo para expresar que estoy de acuerdo y vuelve a aparecer en su piel ese rubor. Me siento frente a ella e intento dominar mis pensamientos.
Ella saca un papel arrugado y una grabadora digital de un bolso demasiado grande. ¿Una grabadora digital? ¿Eso no va con cintas VHS? Dios… Es muy torpe y deja caer dos veces el aparato sobre mi mesa de café Bauhaus. Es obvio que no ha hecho esto nunca antes, pero por alguna razón que no logro comprender, todo esto me parece divertido. Normalmente esa torpeza me irritaría sobremanera, pero ahora tengo que esconder una sonrisa tras mi dedo índice y contenerme para no colocar el aparato sobre la mesa yo mismo.
Mientras ella se va poniendo más nerviosa por momentos, se me ocurre que yo podría mejorar sus habilidades motoras con la ayuda de una fusta de montar. Bien utilizada puede domar hasta a la más asustadiza. Ese pensamiento hace que me revuelva en la silla. Ella me mira y se muerde el labio carnoso. ¡Joder! ¿Cómo he podido no fijarme antes en esa boca?
– Pe… Perdón. No suelo utilizarla.
Está claro, nena, pienso irónicamente, pero ahora mismo no me importa una mierda porque no puedo apartar los ojos de tu boca.
– Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Steele. -Yo también necesito un momento para controlar estos pensamientos rebeldes. Grey… Para ahora mismo.
– ¿Le importa que grabe sus respuestas? -me pregunta con expresión expectante e inocente.
Estoy a punto de echarme a reír. Oh, Dios mío…
– ¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora? -Parpadea y sus ojos se ven muy grandes y perdidos durante un momento. Siento una punzada de culpa que me resulta extraña. Deja de ser tan gilipollas, Grey-. No, no me importa -murmuro porque no quiero ser el responsable de esa mirada.
– ¿Le explicó Kate… digo… la señorita Kavanagh para dónde era la entrevista?
– Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año. -Y no sé por qué demonios he accedido a hacer eso. Sam, de relaciones públicas, me ha dicho que es un honor y el departamento de ciencias medioambientales de Vancouver necesita la publicidad para conseguir financiación adicional y complementar la beca que les he dado.
La señorita Steele parpadea, solo grandes ojos azules de nuevo, como si mis palabras la hubieran sorprendido. Joder, ¡me mira con desaprobación! ¿Es que no ha hecho ninguna investigación para la entrevista? Debería saberlo. Pensar eso me enfría un poco la sangre. Es… molesto. No es lo que espero de alguien a quien le dedico parte de mi tiempo.
– Bien. Tengo algunas preguntas, señor Grey. -Se coloca un mechón de pelo tras la oreja, y eso me distrae de mi irritación.
– Sí, creo que debería preguntarme algo -murmuro con sequedad. Vamos a hacer que se retuerza un poco. Ella se retuerce como si hubiera oído mis pensamientos, pero consigue recobrar la compostura, se sienta erguida y cuadra sus delgados hombros. Se inclina y pulsa el botón de la grabadora y después frunce el ceño al mirar sus notas arrugadas.
– Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué se debe su éxito?
¡Oh, Dios! ¿No puedes hacer nada mejor que eso? Qué pregunta más aburrida. Ni una pizca de originalidad. Qué decepcionante. Le recito de memoria mi respuesta habitual sobre la gente excepcional que trabaja para mí, gente en la que confío (en la medida en que yo puedo confiar en alguien) y a la que pago bien bla, bla, bla… Pero, señorita Steele, la verdad es que soy un puto genio en lo que hago. Para mí está chupado: compro empresas con problemas y que están mal gestionadas y las rehabilito o, si están hundidas del todo, les extraigo los activos útiles y los vendo al mejor postor. Es cuestión simplemente de saber cuál es la diferencia entre las dos, y eso invariablemente depende de la gente que está a cargo. Para tener éxito en un negocio se necesita buena gente, y yo sé juzgar a las personas mejor que la mayoría.
– Quizá solo ha tenido suerte -dice en voz baja.
¿Suerte? Me recorre el cuerpo un estremecimiento irritado. ¿Suerte? Esto no tiene nada que ver con la suerte, señorita Steele. Parece apocada y tímida, pero ese comentario… Nunca me ha preguntado nadie si he tenido suerte. Trabajar duro, escoger a las personas adecuadas, vigilarlas de cerca, cuestionarlas si es preciso y, si no se aplican a la tarea, librarme de ellas sin miramientos. Eso es lo que yo hago, y lo hago bien. ¡Y eso no tiene nada que ver con la suerte! Mierda… En un alarde de erudición, le cito las palabras de mi industrial americano favorito.