Ella se sonroja y yo me siento fatal.
– En estos momentos financio una investigación sobre rotación de cultivos y ciencia del suelo. -Eso es cierto, por lo menos.
– ¿Forma parte de su plan para alimentar al mundo? -En sus labios aparece una media sonrisa.
– Algo así -murmuro. ¿Se está riendo de mí? Oh, me encantaría quitarle eso de la cabeza si es lo que pretende. Pero ¿cómo empezar? Tal vez con una cena en vez de la entrevista habitual. Eso sí que sería una novedad: llevar a cenar a un proyecto de sumisa…
Llegamos a donde están las bridas, que están clasificadas por tamaños y colores. Mis dedos recorren los paquetes distraídamente. Podría pedirle que salgamos a cenar. ¿Como si fuera una cita? ¿Aceptaría? Cuando la miro, ella se está observando los dedos entrelazados. No puede mirarme… Prometedor. Escojo las bridas más largas. Son las que más posibilidades tienen: pueden sujetar dos muñecas o dos tobillos a la vez.
– Estas me irán bien -murmuro y ella vuelve a sonrojarse.
– ¿Algo más? -pregunta apresuradamente. O está siendo muy eficiente o está deseando que me vaya de la tienda, una de dos, no sabría decirlo.
– Quisiera cinta adhesiva.
– ¿Está decorando su casa?
Reprimo una risa.
– No, no estoy decorándola. -Hace un siglo que no cojo una brocha. Pensarlo me hace sonreír; tengo gente para ocuparse de toda esa mierda.
– Por aquí -murmura y parece disgustada-. La cinta para pintar está en el pasillo de la decoración.
Vamos, Grey. No tienes mucho tiempo. Entabla una conversación.
– ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? -Ya sé la respuesta, claro. A diferencia del resto de la gente, yo investigo de antemano. Vuelve a ruborizarse… Dios, qué tímida es esta chica. No tengo ninguna oportunidad de conseguir lo que quiero. Se gira rápidamente y camina por el pasillo hacia la sección de decoración. Yo la sigo encantado. Pero ¿qué soy, un puto perro faldero?
– Cuatro años -murmura cuando llegamos a donde está la cinta. Se agacha y coge dos rollos, cada uno de un ancho diferente.
– Me llevaré esta -digo. La más ancha es mucho mejor como mordaza. Al pasármela, las puntas de nuestros dedos se rozan brevemente. Ese contacto tiene un efecto en mi entrepierna. ¡Joder!
Ella palidece.
– ¿Algo más? -Su voz es ronca y entrecortada.
Dios, yo le causo el mismo efecto que el que ella tiene sobre mí. Tal vez sí…
– Un poco de cuerda.
– Por aquí. -Cruza el pasillo, lo que me da otra oportunidad de apreciar su bonito culo-. ¿Qué tipo de cuerda busca? Tenemos de fibra sintética, de fibra natural, de cáñamo, de cable…
Mierda… para. Gruño en mi interior intentando apartar la imagen de ella atada y suspendida del techo del cuarto de juegos.
– Cinco metros de la de fibra natural, por favor. -Es más gruesa y deja peores marcas si tiras de ella… es mi cuerda preferida.
Veo que sus dedos tiemblan, pero mide los cinco metros con eficacia, saca un cúter del bolsillo derecho, corta la cuerda con un gesto rápido, la enrolla y la anuda con un nudo corredizo. Impresionante…
– ¿Iba usted a las scouts?
– Las actividades en grupo no son lo mío, señor Grey.
– ¿Qué es lo suyo, Anastasia? -Mi mirada se encuentra con la suya y sus iris se dilatan mientras la miro fijamente. ¡Sí!
– Los libros -susurra.
– ¿Qué tipo de libros?
– Bueno, lo normal. Los clásicos. Sobre todo literatura inglesa.
¿Literatura inglesa? Las Brontë y Austen, seguro. Esas novelas románticas llenas de corazones y flores. Joder. Eso no es bueno.
– ¿Necesita algo más?
– No lo sé. ¿Qué me recomendaría? -Quiero ver su reacción.
– ¿De bricolaje? -me pregunta sorprendida.
Estoy a punto de soltar una carcajada. Oh, nena, el bricolaje no es lo mío. Asiento aguantándome la risa. Sus ojos me recorren el cuerpo y yo me pongo tenso. ¡Me está dando un repaso! Joder…
– Un mono de trabajo -dice.
Es lo más inesperado que he oído salir de esa boca dulce y respondona desde la pregunta sobre si era gay.
– No querrá que se le estropee la ropa… -dice señalando mis vaqueros y sonrojándose una vez más.
No puedo resistirme.
– Siempre puedo quitármela.
– Ya. -Ella se pone escarlata y mira al suelo.
– Me llevaré un mono de trabajo. No vaya a ser que se me estropee la ropa-murmuro para sacarla de su apuro.
Sin decir nada se gira y cruza el pasillo. Yo sigo su seductora estela una vez más.
– ¿Necesita algo más? -me pregunta sin aliento mientras me pasa un mono azul. Está cohibida; sigue mirando al suelo y se ha ruborizado. Dios, las cosas que me provoca…
– ¿Cómo va el artículo? -le pregunto deseando que se relaje un poco.
Levanta la vista y me dedica una breve sonrisa relajada. Por fin.
– No estoy escribiéndolo yo, sino Katherine. La señorita Kavanagh, mi compañera de piso. Está muy contenta. Es la responsable de la revista y se quedó destrozada por no haber podido hacerle la entrevista personalmente.
Es la frase más larga que me ha dicho desde que nos conocimos y está hablando de otra persona, no de sí misma. Interesante.
Antes de que pueda decir nada, ella añade:
– Lo único que le preocupa es que no tiene ninguna foto suya original.
La tenaz señorita Kavanagh quiere fotografías. Publicidad, ¿eh? Puedo hacerlo. Y eso me permitirá pasar más tiempo con la deliciosa señorita Steele.
– ¿Qué tipo de fotografías quiere?
Ella me mira un momento y después niega con la cabeza.
– Bueno, voy a estar por aquí. Quizá mañana… -Puedo quedarme en Portland. Trabajar desde un hotel. Una habitación en el Heathman quizá. Necesitaré que venga Taylor y me traiga el ordenador y ropa. También puede venir Elliot… A menos que esté por ahí tirándose a alguien, que es lo que suele hacer los fines de semana.
– ¿Estaría dispuesto a hacer una sesión de fotos? -No puede ocultar su sorpresa.
Asiento brevemente. Le sorprendería saber lo que haría para pasar más tiempo con usted, señorita Steele… De hecho me sorprende incluso a mí.
– Kate estará encantada… si encontramos a un fotógrafo. -Sonríe y su cara se ilumina como un atardecer de verano. Dios, es impresionante.
– Dígame algo mañana. -Saco mi tarjeta de la cartera-. Mi tarjeta. Está mi número de móvil. Tiene que llamarme antes de las diez de la mañana. -Si no me llama, volveré a Seattle y me olvidaré de esta aventura estúpida. Pensar eso me deprime.
– Muy bien. -Sigue sonriendo.
– ¡Ana! -Ambos nos volvemos cuando un hombre joven, vestido de forma cara pero informal, aparece en un extremo del pasillo. No deja de sonreírle a la señorita Anastasia Steele. ¿Quién coño es este gilipollas?
– Discúlpeme un momento, señor Grey. -Se acerca a él y el cabrón la envuelve en un abrazo de oso. Se me hiela la sangre. Es una respuesta primitiva. Quita tus putas zarpas de ella. Mis manos se convierten en puños y solo me aplaco un poco al ver que ella no hace nada para devolverle el abrazo.
Se enfrascan en una conversación en susurros. Mierda, tal vez la información de Welch no era correcta. Tal vez ese tío sea su novio. Tiene la edad apropiada y no puede apartar los ojos de ella. La mantiene agarrada pero se separa un poco para mirarla, examinándola, y después le apoya el brazo con confianza sobre los hombros. Parece un gesto casual, pero sé que está reivindicando su lugar y transmitiéndome que me retire. Ella parece avergonzada y cambia el peso de un pie al otro.
Mierda. Debería irme. Entonces ella le dice algo y él se aparta, tocándole el brazo, no la mano. Está claro que no están unidos. Bien.
– Paul, te presento a Christian Grey. Señor Grey, este es Paul Clayton, el hermano del dueño de la tienda. -Me dedica una mirada extraña que no comprendo y continúa-: Conozco a Paul desde que trabajo aquí, aunque no nos vemos muy a menudo. Ha vuelto de Princeton, donde estudia administración de empresas.