En la primera galería Christian mira distraído unas fotografías eróticas chupando la patilla de sus gafas de aviador. Son obra de Florence D’Elle; mujeres desnudas en diferentes posturas.
– No es lo que tenía en mente -digo. Me hacen pensar en la caja de fotografías que encontré en el armario de Christian (ahora nuestro armario). Me pregunto si llegó a destruirlas.
– Yo tampoco -dice Christian sonriéndome. Me coge la mano y pasamos al siguiente artista. Sin darme cuenta me encuentro preguntándome si debería dejarle que me hiciera fotos.
La siguiente exposición es de una pintora especializada en naturalezas muertas: frutas y verduras muy detalladas y con unos colores impresionantes.
– Me gustan esos -digo señalando tres cuadros con pimientos-. Me recuerdan a ti cortando verduras en mi apartamento. -Río. La comisura de la boca de Christian se eleva cuando intenta, sin éxito, ocultar su diversión.
– Creo que lo hice bastante bien -murmura-. Solo soy un poco lento, eso es todo. -Me abraza-. Además, me estabas distrayendo. ¿Y dónde los pondrías?
– ¿Qué?
Christian me acaricia la oreja con la nariz.
– Los cuadros… ¿Dónde los pondrías? -Me muerde el lóbulo de la oreja y la sensación me llega hasta la entrepierna.
– En la cocina -respondo.
– Mmm. Buena idea, señora Grey.
Miro el precio. Cinco mil euros cada uno. ¡Madre mía!
– ¡Son carísimos! -exclamo.
– ¿Y qué? -Vuelve a acariciarme-. Acostúmbrate, Ana. -Me suelta y se acerca al mostrador, donde una mujer joven vestida completamente de blanco le mira con la boca abierta. Estoy a punto de poner los ojos en blanco, pero prefiero centrar mi atención en los cuadros. Cinco mil euros, vaya…
Acabamos de terminar de comer y nos estamos relajando con el café en el Hotel Le Saint Paul. La vista de la campiña circundante es magnífica. Viñas y campos de girasoles forman un mosaico en la llanura salpicado aquí y allá por bonitas granjas francesas. Hace un día precioso, así que desde donde estamos se puede ver hasta el mar, que brilla en el horizonte. Christian interrumpe mis pensamientos.
– Me has preguntado por qué te trenzo el pelo -dice. Su tono me alarma. Parece… culpable.
– Sí. -Oh, mierda.
– La puta adicta al crack me dejaba jugar con su pelo, creo. Pero no sé si es un recuerdo o un sueño.
Oh, su madre biológica.
Me mira, pero su expresión es impenetrable. El corazón se me queda atravesado en la garganta. ¿Qué puedo decir cuando me cuenta cosas como esa?
– Me gusta que juegues con mi pelo -digo con tono vacilante.
Él me mira inseguro.
– ¿Ah, sí?
– Sí. -Es verdad. Le cojo la mano-. Creo que querías a tu madre biológica, Christian.
Él abre mucho los ojos y se me queda mirando impasible, sin decir nada.
Maldita sea, ¿me he pasado? Di algo, Cincuenta, por favor… Pero sigue tozudamente callado, mirándome con esos ojos grises insondables mientras el silencio se cierne sobre nosotros. Parece perdido.
Mira mi mano agarrando la suya y frunce el ceño.
– Di algo -le pido en un susurro porque no puedo soportar el silencio ni un segundo más.
Niega con la cabeza y suspira.
– Vámonos. -Me suelta la mano y se pone de pie con expresión hosca. ¿Me he pasado de la raya? No tengo ni idea. Se me cae el alma a los pies y no sé si decir algo más o dejarlo estar. Me decido por esto último y le sigo hacia la salida del restaurante obedientemente.
En una de las preciosas callejuelas estrechas me coge la mano.
– ¿Adónde quieres ir?
¡Oh, habla! Y no está furioso conmigo… Gracias a Dios. Suspiro aliviada y me encojo de hombros.
– Me alegro de que todavía me hables.
– Ya sabes que no me gusta hablar de toda esa mierda. Es pasado. Se acabó -responde en voz baja.
No, Christian, no se acabó. Ese pensamiento me pone triste y por primera vez me pregunto si acabará alguna vez. Siempre será Cincuenta Sombras… Mi Cincuenta Sombras. ¿Quiero que cambie? No, la verdad es que no. Solo quiero que se sienta querido. Le miro a hurtadillas y admiro su belleza cautivadora… Y es mío. No solo estoy encandilada por el atractivo de su preciosa cara y de su cuerpo; es lo que hay debajo de la perfección, su alma frágil y herida, lo que me atrae, lo que me acerca a él.
Me mira de esa forma medio divertida medio precavida y absolutamente sexy y me rodea los hombros con el brazo. Después caminamos entre los turistas hacia el lugar donde Philippe/Gaston ha aparcado el espacioso Mercedes. Vuelvo a meter la mano en el bolsillo de atrás de los pantalones cortos de Christian, encantada de que no esté enfadado. ¿Qué niño de cuatro años no quiere a su madre, por muy mala madre que sea? Suspiro profundamente y lo abrazo más fuerte. Sé que detrás de nosotros va el equipo de seguridad y me pregunto distraídamente si habrán comido.
Christian se para delante de una pequeña joyería y mira el escaparate y después a mí. Me coge la mano libre y me pasa el pulgar por la marca roja de las esposas, que ya está desapareciendo, y la mira fijamente.
– No me duele -le aseguro. Se retuerce para que saque la otra mano de su bolsillo, me coge también esa mano y la gira para examinarme la muñeca. El reloj Omega de platino que me regaló en el desayuno de nuestra primera mañana en Londres oculta la marca. La inscripción todavía me emociona.
Anastasia
Tú eres mi «más»
Mi amor, mi vida
Christian
A pesar de todo, de todas sus sombras, mi marido es un romántico. Observo las leves marcas de mis muñecas. Pero también puede ser un poco salvaje a veces. Me suelta la mano izquierda y me coge la barbilla con los dedos para levantármela y analizar mi expresión con ojos preocupados.
– No me duelen -repito.
Se lleva mi mano a los labios y me da un suave beso de disculpa en la parte interna de la muñeca.
– Ven -dice, y entramos en la tienda.
– Póntela. -Christian tiene abierta la pulsera de platino que acaba de comprar. Es exquisita, muy bellamente trabajada, con una filigrana con forma de flores abstractas con pequeños diamantes en el centro. Me la pone en la muñeca. Es ancha y dura y oculta la marca roja. Y le ha costado treinta mil euros, creo, aunque no he conseguido seguir la conversación en francés con la dependienta. Nunca he llevado nada tan caro-. Así está mejor -murmura.
– ¿Mejor? -susurro mirándole a los ojos grises, consciente de que la dependienta delgada como un palo nos mira celosa y con cara de desaprobación.
– Ya sabes por qué lo digo -me explica Christian inseguro.
– No necesito esto. -Sacudo la muñeca y la pulsera se mueve. Un rayo de la luz de la tarde que entra por el escaparate de la joyería se refleja en los diamantes, que despiden brillantes arcoíris y llenan de color las paredes de la tienda.
– Yo sí -dice con total sinceridad.
¿Por qué? ¿Por qué necesita esto? ¿Acaso se siente culpable? ¿Por qué? ¿Por las marcas? ¿Por su madre biológica? ¿Por no contármelo? Oh, Cincuenta…
– No, Christian, tú tampoco lo necesitas. Ya me has dado tantas cosas… Esta luna de miel tan mágica: Londres, París, la Costa Azul… Y a ti. Soy una chica con mucha suerte -le digo en un susurro y sus ojos se llenan de ternura.