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Me desperezo buscando a Christian instintivamente, pero no está. ¡Mierda! Me despierto de golpe y miro ansiosa por el camarote. Christian me está observando desde el silloncito tapizado que hay junto a la cama. Se agacha y deja algo en el suelo. Después se acerca y se tumba en la cama conmigo. Lleva unos vaqueros cortados y una camiseta gris.

– No te asustes. Todo está bien -me dice con voz suave y tranquilizadora, como si hablara con un animal acorralado.

Con ternura me aparta el pelo de la cara y yo me calmo al instante. Veo que intenta ocultar su propia preocupación, pero no lo consigue.

– Has estado tan nerviosa estos últimos días… -me dice con mirada seria.

– Estoy bien, Christian. -Le ofrezco la mejor de mis sonrisas porque no quiero que sepa lo preocupada que estoy por el incendio. Los dolorosos recuerdos sobre cómo me sentí cuando Charlie Tango fue saboteado y Christian desapareció (el enorme vacío, el dolor indescriptible) siguen encontrando la forma de salir a la superficie; esos recuerdos me persiguen y se aferran a mi corazón. Sin dejar de sonreír trato de reprimirlos-. ¿Estabas observándome mientras dormía?

– Sí -responde-. Estabas hablando.

– ¿Ah, sí?

Mierda. ¿Y qué decía?

– Estás preocupada -añade con la mirada llena de angustia. ¿No puedo ocultarle nada a este hombre? Se inclina y me besa entre las cejas-. Cuando frunces el ceño, te sale una V justo aquí. Es un sitio suave para darte un beso. No te preocupes, nena, yo te cuidaré.

– No estoy preocupada por mí. Es por ti -reconozco a regañadientes-. ¿Quién te cuida a ti?

– Yo soy lo bastante mayor y lo bastante feo para cuidarme solo. -Sonríe indulgente-. Ven. Levántate. Hay algo que quiero que hagamos antes de volver a casa. -Me sonríe con una sonrisa amplia de niño grande que dice «sí, es verdad que solo tengo veintiocho» y me da un azote. Doy un respingo, sorprendida, y de repente me doy cuenta de que hoy volvemos a Seattle y me invade la melancolía. No quiero irme. Me ha encantado estar con él las veinticuatro horas todos los días y todavía no estoy preparada para compartirlo con sus empresas y su familia. Hemos tenido una luna de miel perfecta, con algún que otro altibajo, tengo que admitir, pero eso es normal en una pareja recién casada, ¿no?

Pero Christian no puede contener su entusiasmo infantil y, a pesar de mis oscuros pensamientos, acaba contagiándome. Cuando se levanta con agilidad de la cama le sigo intrigada. ¿Qué tendrá en mente?

Christian me ata la llave a la muñeca.

– ¿Quieres que conduzca yo?

– Sí. -Christian me sonríe-. ¿Te la he apretado demasiado?

– No, está bien. ¿Por eso llevas chaleco salvavidas? -pregunto arqueando una ceja.

– Sí.

No puedo evitar reírme.

– Veo que tiene mucha confianza en mis habilidades como conductora, señor Grey.

– La misma de siempre, señora Grey.

– Vale, no me des lecciones.

Christian levanta las manos en un gesto defensivo, pero está sonriendo.

– No me atrevería.

– Sí, sí te atreverías y sí lo haces. Y aquí no podemos aparcar y ponernos a discutir en la acera.

– Cuánta razón tiene, señora Grey. ¿Nos vamos a quedar aquí todo el día hablando de tu capacidad de conducción o nos vamos a divertir un rato?

– Cuánta razón tiene, señor Grey.

Cojo el manillar de la moto de agua y me subo. Christian sube detrás de mí y empuja con la pierna para alejarnos del yate. Taylor y dos de los tripulantes nos miran divertidos. Mientras avanzamos flotando, Christian me rodea con los brazos y aprieta sus muslos contra los míos. Sí, eso es lo que a mí me gusta de este medio de transporte… Meto la llave en el contacto y pulso el botón de encendido. El motor cobra vida con un rugido.

– ¿Preparado? -le grito a Christian por encima del ruido.

– Todo lo que puedo estar -dice con la boca cerca de mi oído.

Aprieto el acelerador con suavidad y la moto se aleja del Fair Lady demasiado tranquilamente para mi gusto. Christian me abraza más fuerte. Acelero un poco más y salimos disparados hacia delante. Me quedo sorprendida y encantada de que no nos quedemos parados al poco tiempo.

– ¡Uau! -grita Christian desde detrás de mí y la euforia en su voz es evidente. Pasamos a toda velocidad junto al yate en dirección a mar abierto. Estamos anclados frente a Saint-Laurent-du-Var y Niza. El aeropuerto de Niza Costa Azul se ve en la distancia y parece construido en medio del Mediterráneo. He oído el ruido de los aviones al aterrizar desde que llegamos anoche. Y ahora quiero echar un vistazo más de cerca.

Vamos a toda velocidad hacia allí, saltando sobre las olas. Me encanta y estoy emocionada por que Christian me haya dejado conducir. Todas las preocupaciones que he sentido los últimos dos días desaparecen mientras surcamos el agua hacia el aeropuerto.

– La próxima vez que hagamos esto, tendremos dos motos de agua -me grita Christian. Sonrío al pensar en hacer una carrera con él; suena emocionante.

Mientras cruzamos el fresco mar azul en dirección a lo que parece el final de una pista de aterrizaje, el estruendo de un jet que pasa justo por encima de nuestras cabezas preparándose para aterrizar me sobresalta. Suena tan alto que me entra el pánico y giro bruscamente a la vez que aprieto el acelerador pensando que es el freno.

– ¡Ana! -grita Christian, pero es demasiado tarde. Salgo volando por encima de la moto con los brazos y las piernas sacudiéndose en el aire, arrastrando a Christian conmigo y aterrizando con una salpicadura espectacular.

Entro en el mar cristalino gritando y trago una buena cantidad de agua del Mediterráneo. El agua está fría a esta distancia de la costa, pero salgo de nuevo a la superficie en un segundo gracias al chaleco salvavidas. Tosiendo y escupiendo me quito el agua salada de los ojos y busco a Christian a mi alrededor. Ya está nadando hacia mí. La moto de agua flota inofensiva a unos metros de nosotros con el motor en silencio.

– ¿Estás bien? -Sus ojos están llenos de pánico cuando llega hasta mí.

– Sí -digo con la voz quebrada por la euforia. ¿Ves, Christian? Esto es lo peor que te puede pasar con una moto de agua. Me acerca a su cuerpo para abrazarme y después me coge la cabeza entre las manos para examinar mi cara de cerca-. ¿Ves? No ha sido para tanto -le digo sonriendo en el agua.

Por fin él también me sonríe, claramente aliviado.

– No, supongo que no. Pero estoy mojado -gruñe en un tono juguetón.

– Yo también estoy mojada.

– A mí me gustas mojada -afirma con una mirada lujuriosa.

– ¡Christian! -le regaño tratando de fingir justa indignación. Él sonríe, guapísimo, y después se acerca y me da un beso apasionado. Cuando se aparta, estoy sin aliento.

– Vamos. Volvamos. Ahora tenemos que ducharnos. Esta vez conduzco yo.

Haraganeamos en la sala de espera de primera clase de British Airways en el aeropuerto de Heathrow a las afueras de Londres, esperando el vuelo de conexión que nos llevará de vuelta a Seattle. Christian está enfrascado en el Financial Times. Yo saco su cámara porque me apetece hacerle unas cuantas fotos. Está tan sexy con su camisa de lino blanca de marca, los vaqueros y las gafas de aviador colgando de la abertura de la camisa… El flash de la cámara le sorprende. Parpadea un par de veces y me sonríe con su sonrisa tímida.

– ¿Qué tal está, señora Grey? -me pregunta.

– Triste por volver a casa -le digo-. Me gusta tenerte para mí sola.

Me coge la mano y se la lleva a los labios para darme un suave beso en los nudillos.