– A mí también.
– ¿Pero? -le pregunto porque he oído esa palabra al final de su frase, aunque no ha llegado a pronunciarla.
Frunce el ceño.
– ¿Pero? -repite con aire de falsedad. Ladeo la cabeza y le miro con la expresión de «dímelo» que he ido perfeccionando durante los dos últimos días. Suspira y deja el periódico.
– Quiero que cojan a ese pirómano para que podamos vivir nuestra vida en paz.
– Ah. -Me parece lógico, pero me sorprende su sinceridad.
– Voy a hacer que me traigan las pelotas de Welch en una bandeja si permite que vuelva a pasar algo como esto.
Un escalofrío me recorre la espalda al oír su tono amenazador. Me mira impasible y no sé si está intentando ser frívolo. Hago lo único que se me ocurre para rebajar la repentina tensión que hay entre nosotros: levanto la cámara y le saco otra foto.
– Vamos, bella durmiente, ya hemos llegado -me susurra Christian.
– Mmm… -murmuro sin ganas de abandonar el sensual sueño que estaba teniendo: Christian y yo sobre un mantel de picnic en Kew Gardens.
Estoy tan cansada… Viajar es agotador, incluso en primera clase. Llevamos más de dieciocho horas de viaje. Estoy tan exhausta que he perdido la cuenta. Oigo que abren mi puerta y que Christian se inclina sobre mí. Me desabrocha el cinturón y me coge en brazos, me despierta del todo.
– Oye, que puedo andar -protesto todavía medio dormida.
Él ríe.
– Tengo que cruzar el umbral contigo en brazos.
Le rodeo el cuello con los míos.
– ¿Y me vas a subir en brazos los treinta pisos? -le desafío con una sonrisa.
– Señora Grey, me alegra comunicarle que ha engordado un poco.
– ¿Qué?
Sonríe.
– Así que, si no te importa, cogeremos el ascensor. -Entorna los ojos, aunque sé que está bromeando.
Taylor abre la puerta del vestíbulo del Escala y sonríe.
– Bienvenidos a casa, señor y señora Grey.
– Gracias, Taylor -le dice Christian.
Le dedico a Taylor una breve sonrisa y veo que vuelve al Audi, donde Sawyer espera tras el volante.
– ¿Dices en serio lo de que he engordado? -pregunto mirando fijamente a Christian.
Su sonrisa se hace más amplia y me acerca más a su pecho mientras me lleva por el vestíbulo.
– Un poco, pero no mucho -me asegura pero su cara se oscurece de repente.
– ¿Qué pasa? -Intento mantener la alarma de mi voz bajo control.
– Has recuperado el peso que perdiste cuando me dejaste -dice en voz baja mientras llama al ascensor. Una expresión lúgubre cruza por su cara.
Esa angustia repentina y sorprendente me llega al corazón.
– Oye… -Le cojo la cara con las manos y deslizo los dedos entre su pelo, acercándolo a mí-. Si no me hubiera ido, ¿estarías aquí, así, ahora?
Sus ojos se funden y toman el color de una nube de tormenta. Sonríe con su sonrisa tímida, mi sonrisa favorita.
– No -reconoce y entra en el ascensor conmigo aún en brazos. Se inclina y me da un beso suave-. No, señora Grey, no. Pero sabría que puedo mantenerte segura porque tú no me desafiarías.
Parece vagamente arrepentido… ¡Mierda!
– Me gusta desafiarte -aventuro poniéndole a prueba.
– Lo sé. Y eso me hace sentir tan… feliz. -Me sonríe a pesar de su desconcierto.
Oh, gracias a Dios.
– ¿Aunque esté gorda?
Ríe.
– Aunque estés gorda.
Me besa de nuevo, más apasionadamente esta vez, y yo cierro las manos en su pelo, apretándole contra mí. Nuestras lenguas se entrelazan en un baile lento y sensual. Cuando el ascensor suena y se para en el ático, los dos estamos sin aliento.
– Muy feliz -murmura.
Su sonrisa es más sombría ahora y sus ojos entornados ocultan una promesa lasciva. Sacude la cabeza para recuperar la compostura y me lleva hasta el vestíbulo.
– Bienvenida a casa, señora Grey. -Vuelve a besarme, más castamente, y me dedica la sonrisa patentada de Christian Grey con todos sus gigavatios. Los ojos le bailan de alegría.
– Bienvenido a casa, señor Grey. -Yo también sonrío con el corazón lleno de felicidad.
Creía que Christian me iba a bajar aquí, pero no. Me lleva a través del vestíbulo, por el pasillo hasta el salón, y después me deposita sobre la isla de la cocina, donde me quedo sentada con las piernas colgando. Coge dos copas de champán del armario de la cocina y una botella de champán frío de la nevera: Bollinger, nuestro favorito. Abre con destreza la botella sin derramar una gota, vierte el champán rosa pálido en las copas y me pasa una. Coge la otra, me abre las piernas y se acerca para quedarse de pie entre ellas.
– Por nosotros, señora Grey.
– Por nosotros, señor Grey -susurro consciente de mi sonrisa tímida. Brindamos y le doy un sorbo.
– Sé que estás cansada -me dice acariciándome la nariz con la suya-. Pero tengo muchas ganas de ir a la cama… y no para dormir. -Me besa la comisura de los labios-. Es nuestra primera noche aquí y ahora eres mía de verdad… -Su voz se va apagando mientras empieza a besarme la garganta. Es por la noche en Seattle y estoy exhausta, pero el deseo empieza a despertarse en mi vientre.
Christian duerme plácidamente a mi lado mientras yo observo las franjas rosas y doradas del nuevo amanecer entrando por las enormes ventanas. Tiene el brazo cubriéndome los pechos y yo intento acompasar mi respiración con la suya para volver a dormirme, pero es imposible. Estoy completamente despierta; mi reloj interno lleva la hora de Greenwich y la mente me va a mil por hora.
Han pasado tantas cosas en las últimas tres semanas (más bien en los últimos tres meses) que me siento como en una nube. Aquí estoy ahora, la señora de Christian Grey, casada con el millonario más delicioso, sexy, filántropo y absurdamente rico que pueda encontrar una mujer. ¿Cómo ha podido pasar todo tan rápido?
Me giro para ponerme de lado y poder mirarle. Sé que él me observa mientras duermo, pero yo no suelo tener oportunidad de hacer lo mismo. Se ve joven y despreocupado cuando duerme, con las largas pestañas rozándole las mejillas, un principio de barba cubriéndole la mandíbula y sus labios bien definidos un poco separados; está relajado y respira profundamente. Quiero besarle, meter mi lengua entre esos labios, rozarle con los dedos esa barba que ya pincha. Tengo que esforzarme para reprimir la necesidad de tocarle y perturbarle el sueño. Mmm… Podría morderle y chuparle el lóbulo de la oreja. Mi subconsciente me mira por encima de las gafas porque la he distraído en su lectura de las obras completas de Charles Dickens y me reprende mentalmente: Deja en paz al pobre hombre, Ana.
Regreso al trabajo el lunes. Nos queda el día de hoy para volver a adaptarnos a la rutina. Va a ser raro no ver a Christian durante todo el día después de pasar casi todo el tiempo juntos durante las últimas tres semanas. Me tumbo de nuevo y miro al techo. Alguien podría pensar que pasar tanto tiempo juntos tiene que ser asfixiante, pero no es nuestro caso. He sido feliz todos y cada uno de los minutos que he compartido con él, incluso cuando hemos discutido. Todos… excepto cuando nos enteramos del incendio en las oficinas de la empresa.
Se me hiela la sangre. ¿Quién podría querer hacer daño a Christian? Mi mente vuelve a intentar resolver el misterio. ¿Alguien del trabajo? ¿Una ex? ¿Un empleado descontento? No tengo ni idea y Christian no dice una palabra al respecto; solo me desvela la mínima información posible con la excusa de protegerme. Suspiro. Mi caballero de la brillante armadura blanca y negra siempre intentando protegerme. ¿Cómo voy a conseguir que se abra un poco más?
Se mueve y yo me quedo muy quieta porque no quiero despertarle, pero mi buena intención tiene el efecto opuesto. ¡Mierda! Dos ojos grises me miran fijamente.
– ¿Qué ocurre?
– Nada. Vuelve a dormirte. -Trato de sonreír con tranquilidad. Él se estira, se frota la cara y me sonríe.