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Christian me lleva hasta el hotel, cruza el vestíbulo y después sale a la calle. Sigue en silencio, pensativo e irritado, y todo es por mi culpa. Taylor y su equipo nos siguen.

– ¿Adónde vamos? -le pregunto tímidamente mirándole.

– Volvemos al barco. -No me mira al decirlo.

No tengo ni idea de qué hora es. Deben de ser las cinco o las seis de la tarde, creo. Cuando llegamos al puerto, Christian me lleva al muelle en el que están amarradas la lancha motora y la moto acuática del Fair Lady. Mientras Christian suelta las amarras de la moto de agua, yo le paso mi mochila a Taylor. Le miro nerviosa, pero, igual que Christian, su expresión no revela nada. Me sonrojo pensando en lo que ha visto en la playa.

– Póngase esto, señora Grey. -Taylor me pasa un chaleco salvavidas desde la lancha motora y yo me lo pongo obediente. ¿Por qué soy la única que lleva chaleco? Christian y Taylor intercambian una mirada. Vaya, ¿está enfadado también con Taylor? Después Christian comprueba las cintas de mi chaleco y me aprieta más la central.

– Así está mejor -murmura resentido, todavía sin mirarme. Mierda.

Sube con agilidad a la moto de agua y me tiende la mano para ayudarme a subir. Agarrándole con fuerza, consigo sentarme detrás de él sin caerme al agua. Taylor y los gemelos suben a la lancha. Christian empuja con el pie la moto para separarla del muelle y esta se aleja flotando suavemente.

– Agárrate -me ordena y yo le rodeo con los brazos. Esta es mi parte favorita de los viajes en moto acuática. Le abrazo fuerte, con la nariz pegada a su espalda, recordando que hubo un tiempo en que no toleraba que le tocara así. Huele bien… a Christian y a mar. ¡Perdóname, Christian, por favor!

Él se pone tenso.

– Prepárate -dice, pero esta vez su tono es más suave. Le doy un beso en la espalda, apoyo la mejilla contra él y miro hacia el muelle, donde se ha congregado un grupo de turistas para ver el espectáculo.

Christian gira la llave en el contacto y la moto cobra vida con un rugido. Con un giro del acelerador, la moto da un salto hacia delante y sale del puerto deportivo a toda velocidad, cruzando el agua oscura y fría hacia el puerto de yates donde está anclado el Fair Lady. Me agarro más fuerte a Christian. Me encanta esto… ¡es tan emocionante! Sujetándome de esta forma noto todos los músculos del delgado cuerpo de Christian.

Taylor va a nuestro lado en la lancha. Christian le mira y luego acelera de nuevo. Salimos como una bala hacia delante, saltando sobre la superficie del agua como un guijarro lanzado con precisión experta. Taylor niega con la cabeza con una exasperación resignada y se dirige directamente al barco, pero Christian pasa como una centella junto al Fair Lady y sigue hacia mar abierto.

El agua del mar nos salpica, el viento cálido me golpea la cara y me despeina la coleta, haciendo que mechones de mi pelo vuelen por todas partes. Esto es realmente divertido. Tal vez la emoción del viaje en la moto acuática mejore el humor de Christian. No puedo verle la cara, pero sé que se lo está pasando bien; libre, sin preocupaciones, actuando como una persona de su edad por una vez.

Gira el manillar para trazar un enorme semicírculo y yo contemplo la costa: los barcos en el puerto deportivo y el mosaico de amarillo, blanco y color de arena de las oficinas y apartamentos con las irregulares montañas al fondo. Es algo muy desorganizado, nada que ver con los bloques siempre iguales a los que estoy acostumbrada, pero también muy pintoresco. Christian me mira por encima del hombro y veo la sombra de una sonrisa jugueteando en sus labios.

– ¿Otra vez? -me grita por encima del sonido del motor.

Asiento entusiasmada. Me responde con una sonrisa deslumbrante. Gira el acelerador otra vez y le da una vuelta al Fair Lady a toda velocidad para después volver a mar abierto… y yo creo que me ha perdonado.

– Te ha cogido el sol -me dice Christian con suavidad mientras me desata el chaleco. Ansiosa, intento adivinar cuál es su actual estado de ánimo. Estamos en cubierta a bordo del yate y uno de los camareros del barco aguarda de pie en silencio cerca, esperando para recoger el chaleco. Christian se lo pasa.

– ¿Necesita algo más, señor? -le pregunta el joven. Me encanta su acento francés. Christian lo mira, se quita las gafas y se las cuelga del cuello de la camiseta.

– ¿Quieres algo de beber? -me pregunta.

– ¿Lo necesito?

Él ladea la cabeza.

– ¿Por qué me preguntas eso? -Ha formulado la pregunta en voz baja.

– Ya sabes por qué.

Frunce el ceño como si estuviera sopesando algo en su mente.

Oh, ¿qué estará pensando?

– Dos gin-tonics, por favor. Y frutos secos y aceitunas -le dice al camarero, que asiente y desaparece rápidamente.

– ¿Crees que te voy a castigar? -La voz de Christian es suave como la seda.

– ¿Quieres castigarme?

– Sí.

– ¿Cómo?

– Ya pensaré algo. Tal vez después de tomarnos esas copas. -Eso es una amenaza sensual. Trago saliva y la diosa que llevo dentro entorna un poco los ojos en su tumbona, donde está intentando coger unos rayos con un reflector plateado desplegado junto a su cuello.

Christian frunce el ceño una vez más.

– ¿Quieres que te castigue?

Pero ¿cómo lo sabe?

– Depende -murmuro sonrojándome.

– ¿De qué? -Él oculta una sonrisa.

– De si quieres hacerme daño o no.

Aprieta los labios hasta formar una dura línea, todo rastro de humor olvidado. Se inclina y me da un beso en la frente.

– Anastasia, eres mi mujer, no mi sumisa. Nunca voy a querer hacerte daño. Deberías saberlo a estas alturas. Pero… no te quites la ropa en público. No quiero verte desnuda en la prensa amarilla. Y tú tampoco quieres. Además, estoy seguro de que a tu madre y a Ray tampoco les haría gracia.

¡Oh, Ray! Dios mío, Ray padece del corazón. ¿En qué estaría pensando? Me reprendo mentalmente.

Aparece el camarero con las bebidas y los aperitivos, que coloca en la mesa de teca.

– Siéntate -ordena Christian.

Hago lo que me dice y me acomodo en una silla de tijera. Christian se sienta a mi lado y me pasa un gin-tonic.

– Salud, señora Grey.

– Salud, señor Grey. -Le doy un sorbo a la copa, que me sienta de maravilla. Esto quita la sed y está frío y delicioso. Cuando miro a Christian, veo que me observa. Ahora mismo es imposible saber de qué humor está. Es muy frustrante… No sé si sigue enfadado conmigo, por eso despliego mi técnica de distracción patentada-. ¿De quién es este barco? -le pregunto.

– De un noble británico. Sir no sé qué. Su bisabuelo empezó con una tienda de comestibles. Su hija está casada con uno de los príncipes herederos de Europa.

Oh.

– ¿Inmensamente rico?

Christian de repente se muestra receloso.

– Sí.

– Como tú -murmuro.

– Sí.

Oh.

– Y como tú -susurra Christian y se mete una aceituna en la boca. Yo parpadeo rápidamente. Acaba de venirme a la mente una imagen de él con el esmoquin y el chaleco plateado; sus ojos estaban llenos de sinceridad al mirarme durante la ceremonia de matrimonio y decir esas palabras: «Todo lo que era mío, es nuestro ahora». Su voz recitando los votos resuena en mi memoria con total claridad.

¿Todo mío?

– Es raro. Pasar de nada a… -Hago un gesto con la mano para abarcar la opulencia de lo que me rodea-. A todo.