– Te acostumbrarás.
– No creo que me acostumbre nunca.
Taylor aparece en cubierta.
– Señor, tiene una llamada.
Christian frunce el ceño pero coge la BlackBerry que le está tendiendo.
– Grey -dice y se levanta de donde está sentado para quedarse de pie en la proa del barco.
Me pongo a mirar al mar y desconecto de su conversación con Ros -creo-, su número dos. Soy rica… asquerosamente rica. Y no he hecho nada para ganar ese dinero… solo casarme con un hombre rico. Me estremezco cuando mi mente vuelve a nuestra conversación sobre acuerdos prematrimoniales. Fue el domingo después de su cumpleaños. Estábamos todos sentados a la mesa de la cocina, disfrutando de un desayuno sin prisa. Elliot, Kate, Grace y yo estábamos debatiendo sobre los méritos del beicon en comparación con los de las salchichas mientras Carrick y Christian leían el periódico del domingo…
– Mirad esto -chilla Mia poniendo su ordenador en la mesa de la cocina delante de nosotros-. Hay un cotilleo en la página web del Seattle Nooz sobre tu compromiso, Christian.
– ¿Ya? -pregunta Grace sorprendida, luego frunce los labios cuando algo claramente desagradable le cruza por la mente.
Christian frunce el ceño.
Mia lee la columna en voz alta: «Ha llegado el rumor a la redacción de The Nooz de que al soltero más deseado de Seattle, Christian Grey, al fin le han echado el lazo y que ya suenan campanas de boda. Pero ¿quién es la más que afortunada elegida? The Nooz está tras su pista. ¡Seguro que ya estará leyendo el monstruoso acuerdo prematrimonial que tendrá que firmar!».
Mia suelta una risita, pero se pone seria bruscamente cuando Christian la fulmina con la mirada. Se hace el silencio y la temperatura en la cocina de los Grey cae por debajo de cero.
¡Oh, no! ¿Un acuerdo prematrimonial? Ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Trago saliva y siento que toda la sangre ha abandonado mi cara. ¡Tierra, trágame ahora mismo, por favor! Christian se revuelve incómodo en su silla y yo le miro con aprensión.
– No -me dice.
– Christian… -intenta Carrick.
– No voy a discutir esto otra vez -le responde a Carrick, que me mira nervioso y abre la boca para decir algo-. ¡Nada de acuerdos prematrimoniales! -dice Christian casi gritando y vuelve a su periódico, enfadado, ignorando a todos los demás de la mesa. Todos me miran a mí, después a él… y por fin a cualquier sitio que no sea a nosotros dos.
– Christian -digo en un susurro-. Firmaré lo que tú o el señor Grey queráis que firme. -Bueno, tampoco iba a ser la primera vez que me hiciera firmar algo.
Christian levanta la vista y me mira.
– ¡No! -grita.
Yo me pongo pálida una vez más.
– Es para protegerte.
– Christian, Ana… Creo que deberías discutir esto en privado -nos aconseja Grace. Mira a Carrick y a Mia. Oh, vaya, parece que ellos también van a tener problemas…
– Ana, esto no es por ti -intenta tranquilizarme Carrick-. Y por favor, llámame Carrick.
Christian le dedica una mirada glacial a su padre con los ojos entornados y a mí se me cae el alma a los pies. Demonios… Está furioso.
De repente, sin previo aviso, todo el mundo empieza a hablar alegremente y Mia y Kate se levantan de un salto para recoger la mesa.
– Yo sin duda prefiero las salchichas -exclama Elliot.
Me quedo mirando mis dedos entrelazados. Mierda. Espero que los señores Grey no crean que soy una cazafortunas. Christian extiende la mano y me agarra suavemente las dos manos con la suya.
– Para.
¿Cómo puede saber lo que estoy pensando?
– Ignora a mi padre -dice Christian con la voz tan baja que solo yo puedo oírle-. Está muy molesto por lo de Elena. Lo que ha dicho iba dirigido a mí. Ojala mi madre hubiera mantenido la boca cerrada.
Sé que Christian todavía está resentido tras su charla de anoche con Carrick sobre Elena.
– Tiene razón, Christian. Tú eres muy rico y yo no aporto nada a este matrimonio excepto mis préstamos para la universidad.
Christian me mira con los ojos sombríos.
– Anastasia, si me dejas te lo puedes llevar todo. Ya me has dejado una vez. Ya sé lo que se siente.
Oh, maldita sea…
– Eso no tiene nada que ver con esto -le susurro conmovida por la intensidad de sus palabras-. Pero… puede que seas tú el que quiera dejarme. -Solo de pensarlo me pongo enferma.
Él ríe entre dientes y niega con la cabeza, indignado.
– Christian, yo puedo hacer algo excepcionalmente estúpido y tú… -Bajo la vista otra vez hacia mis manos entrelazadas, siento una punzada de dolor y no puedo acabar la frase. Perder a Christian… Joder.
– Basta. Déjalo ya. Este tema está zanjado, Ana. No vamos a hablar de él ni un minuto más. Nada de acuerdo prematrimonial. Ni ahora… ni nunca. -Me lanza una mirada definitiva que dice claramente «olvídalo ahora mismo» y que consigue que me calle. Después se vuelve hacia Grace-. Mamá, ¿podemos celebrar la boda aquí?
No ha vuelto a mencionarlo. De hecho, en cada oportunidad que tiene no deja de repetirme hasta dónde llega su riqueza… y que también es mía. Me estremezco al recordar la locura de compras con Caroline Acton -la asesora personal de compras de Neiman Marcus- a la que me empujó Christian para prepararme para la luna de miel. Solo el biquini ya costó quinientos cuarenta dólares. Y es bonito, pero vamos a ver… ¡es una cantidad de dinero ridícula por cuatro trozos de tela triangulares!
– Te acostumbrarás. -Christian interrumpe mis pensamientos cuando vuelve a ocupar su sitio.
– ¿Me acostumbraré a qué?
– Al dinero -responde poniendo los ojos en blanco.
Oh, Cincuenta, tal vez con el tiempo. Empujo el platito con almendras saladas y anacardos hacia él.
– Su aperitivo, señor -digo con la cara más seria que puedo lograr, intentando incluir algo de humor en la conversación después de mis sombríos pensamientos y la metedura de pata del biquini.
Sonríe pícaro.
– Me gustaría que el aperitivo fueras tú. -Coge una almendra y los ojos le brillan perversos mientras disfruta de su ocurrencia. Se humedece los labios-. Bebe. Nos vamos a la cama.
¿Qué?
– Bebe -me dice y veo que se le están oscureciendo los ojos.
Oh, Dios mío. La mirada que me acaba de dedicar sería suficiente para provocar el calentamiento global por sí sola. Cojo mi copa de gin-tonic y me la bebo de un trago sin apartar mis ojos de él. Se queda con la boca abierta y alcanzo a ver la punta de su lengua entre los dientes. Me sonríe lascivo. En un movimiento fluido se pone de pie y se inclina delante de mí, apoyando las manos en los brazos de la silla.
– Te voy a convertir en un ejemplo. Vamos. No vayas al baño a hacer pis -me susurra al oído.
Doy un respingo. ¿Que no vaya a hacer pis? Qué grosero. Mi subconsciente, alarmada, levanta la vista del libro (Obras completas de Charles Dickens, volumen 1).
– No es lo que piensas. -Christian sonríe juguetón y me tiende la mano-. Confía en mí.
Está increíblemente sexy, ¿cómo podría resistirme?
– Está bien. -Le cojo la mano. La verdad es que le confiaría mi vida. ¿Qué habrá planeado? El corazón empieza a latirme con fuerza por la anticipación.
Me lleva por la cubierta y a través de las puertas al salón principal, lleno de lujo en todos sus detalles, después por el estrecho pasillo, cruzando el comedor y bajando por las escaleras hasta el camarote principal.
Han limpiado el camarote y hecho la cama. Es una habitación preciosa. Tiene dos ojos de buey, uno a babor y otro a estribor, y está decorado con elegancia y gusto con muebles de madera oscura de nogal, paredes de color crema y complementos rojos y dorados.
Christian me suelta la mano, se saca la camiseta por la cabeza y la tira a una silla. Después deja a un lado las chanclas y se quita los pantalones y el bañador en un solo movimiento. Oh, madre mía… ¿Me voy a cansar alguna vez de verle desnudo? Es guapísimo y todo mío. Le brilla la piel (a él también le ha cogido el sol), y el pelo, que ahora lleva más largo, le cae sobre la frente. Soy una chica con mucha, mucha suerte.