– Claro -me dice Christian sonriendo-. Es tu cumpleaños. Podemos hacer lo que tú quieras.
¡Oh! Su tono me hace girarme para mirarle. Sus ojos se han oscurecido.
– ¿Lo que yo quiera?
– Lo que tú quieras.
¿Cuántas promesas se pueden encerrar en solo cuatro palabras?
– Bueno, quiero conducir.
– Entonces conduce, nena. -Me sonríe y yo también le respondo con una sonrisa.
Mi coche es tan fácil de manejar que parece que estoy en un sueño. Cuando llegamos a la interestatal 5 piso el acelerador, lo que hace que salgamos disparados hacia atrás en los asientos.
– Tranquila, nena -me advierte Christian.
Mientras conducimos de vuelta a Portland se me ocurre una idea.
– ¿Tienes algún plan para comer? -le pregunto a Christian.
– No. ¿Tienes hambre? -Parece esperanzado.
– Sí.
– ¿Adónde quieres ir? Es tu día, Ana.
– Ya lo sé…
Me dirijo a las cercanías de la galería donde José exhibe sus obras y aparco justo en la entrada del restaurante Le Picotin, adonde fuimos después de la exposición de José.
Christian sonríe.
– Por un momento he creído que me ibas a llevar a aquel bar horrible desde el que me llamaste borracha aquella vez…
– ¿Y por qué iba a hacer eso?
– Para comprobar si las azaleas todavía están vivas -dice con ironía arqueando una ceja.
Me sonrojo.
– ¡No me lo recuerdes! De todas formas, después me llevaste a tu habitación del hotel… -le digo sonriendo.
– La mejor decisión que he tomado -dice con una mirada tierna y cálida.
– Sí, cierto. -Me acerco y le doy un beso.
– ¿Crees que ese gilipollas soberbio seguirá sirviendo las mesas? -me pregunta Christian.
– ¿Soberbio? A mí no me pareció mal.
– Estaba intentando impresionarte.
– Bueno, pues lo consiguió.
Christian tuerce la boca con una mueca de fingido disgusto.
– ¿Vamos a comprobarlo? -le sugiero.
– Usted primero, señora Grey.
Después de comer y de un pequeño rodeo hasta el Heathman para recoger el portátil de Christian, volvemos al hospital. Paso la tarde con Ray, leyéndole en voz alta los manuscritos que he recibido. Lo único que me acompaña es el sonido de las máquinas que le mantienen con vida, conmigo. Ahora que sé que está mejorando ya puedo respirar con más facilidad y relajarme. Tengo esperanza. Solo necesita tiempo para ponerse bien. Me pregunto si debería volver a intentar llamar a mi madre, pero decido que mejor más tarde. Le cojo la mano con delicadeza a Ray mientras le leo y se la aprieto de vez en cuando como para desearle que se mejore. Sus dedos son suaves y cálidos. Todavía tiene la marca donde llevaba la alianza, después de todo este tiempo…
Una hora o dos más tarde, he perdido la noción del tiempo, levanto la vista y veo a Christian con el portátil en la mano a los pies de la cama de Ray junto a la enfermera Kellie.
– Es hora de irse, Ana.
Oh. Le aprieto fuerte la mano a Ray. No quiero dejarle.
– Quiero que comas algo. Vamos. Es tarde. -El tono de Christian es contundente.
– Y yo voy a asear al señor Steele -dice la enfermera Kellie.
– Vale -claudico-. Volveré mañana por la mañana.
Le doy un beso a Ray en la mejilla y siento bajo los labios un principio de barba poco habitual en él. No me gusta. Sigue mejorando, papá. Te quiero.
– He pensado que podemos cenar abajo. En una sala privada -dice Christian con un brillo en los ojos cuando abre la puerta de la suite.
– ¿De verdad? ¿Para acabar lo que empezaste hace unos cuantos meses?
Sonríe.
– Si tiene mucha suerte sí, señora Grey.
Río.
– Christian, no tengo nada elegante que ponerme.
Con una sonrisa me tiende la mano para llevarme hasta el dormitorio. Abre el armario y dentro hay una gran funda blanca de las que se usan para proteger los vestidos.
– ¿Taylor? -le pregunto.
– Christian -responde, enérgico y herido al mismo tiempo. Su tono me hace reír. Abro la cremallera de la funda y encuentro un vestido azul marino de seda. Lo saco. Es precioso: ajustado y con tirantes finos. Parece pequeño.
– Es maravilloso. Gracias. Espero que me valga.
– Sí, seguro -dice confiadamente-. Y toma -prosigue cogiendo una caja de zapatos-, zapatos a juego. -Me dedica una sonrisa torcida.
– Piensas en todo. Gracias. -Me acerco y le doy un beso.
– Claro que sí -me dice pasándome otra bolsa.
Le miro inquisitivamente. Dentro hay un body negro y sin tirantes con la parte central de encaje. Me acaricia la cara, me levanta la barbilla y me da un beso.
– Estoy deseando quitarte esto después.
Renovada tras un baño, limpia, depilada y sintiéndome muy consentida, me siento en el borde de la cama y empiezo a secarme el pelo. Christian entra en el dormitorio. Creo que ha estado trabajando.
– Déjame a mí -me dice y me señala una silla delante del tocador.
– ¿Quieres secarme el pelo?
Asiente y yo le miro perpleja.
– Vamos -dice clavándome la mirada. Conozco esa expresión y no se me ocurriría desobedecer. Lenta y metódicamente me va secando el pelo, mechón tras mechón, con su habilidad habitual.
– Has hecho esto antes -le susurro. Su sonrisa se refleja en el espejo, pero no dice nada y sigue cepillándome el pelo. Mmm… es muy relajante.
Entramos en el ascensor para bajar a cenar; esta vez no estamos solos. Christian está guapísimo con su camisa blanca de firma, vaqueros negros y chaqueta, pero sin corbata. Las dos mujeres que entran también en el ascensor le lanzan miradas de admiración a él y de algo menos generoso a mí. Yo oculto mi sonrisa. Sí, señoras, es mío. Christian me coge la mano y me acerca a él mientras bajamos en silencio hasta la planta donde se halla el restaurante.
Está lleno de gente vestida de noche, todos sentados charlando y bebiendo como inicio de la noche del sábado. Me alegro de encajar ahí. El vestido me queda muy ajustado, abrazándome las curvas y manteniendo todo en su lugar. Tengo que decir que me siento… atractiva llevándolo. Sé que Christian lo aprueba.
Al principio creo que vamos hacia el comedor privado donde discutimos por primera vez el contrato, pero Christian me conduce hasta el extremo del pasillo, donde abre una puerta que da a otra sala forrada de madera.
– ¡Sorpresa!
Oh, Dios mío. Kate y Elliot, Mia y Ethan, Carrick y Grace, el señor Rodríguez y José y mi madre y Bob, todos levantando sus copas. Me quedo de pie mirándoles con la boca abierta y sin habla. ¿Cómo? ¿Cuándo? Me giro hacia Christian asombrada y él me aprieta la mano. Mi madre se acerca y me abraza. ¡Oh, mamá!
– Cielo, estás preciosa. Feliz cumpleaños.
– ¡Mamá! -lloriqueo abrazándola. Oh, mamá… Las lágrimas ruedan por mis mejillas a pesar de que estoy en público y entierro mi cara en su cuello.
– Cielo, no llores. Ray se pondrá bien. Es un hombre fuerte. No llores. No el día de tu cumpleaños. -Se le quiebra la voz, pero mantiene la compostura. Me coge la cara con las manos y me enjuga las lágrimas con los pulgares.
– Creía que se te había olvidado.
– ¡Oh, Ana! ¿Cómo se me iba a olvidar? Diecisiete horas de parto es algo que no se olvida fácilmente.
Suelto una risita entre las lágrimas y ella sonríe.
– Sécate los ojos, cariño. Hay mucha gente aquí para compartir contigo tu día especial.
Sorbo por la nariz y no quiero mirar a los demás, avergonzada y encantada de que todo el mundo haya hecho el esfuerzo de venir aquí a verme.
– ¿Cómo has venido? ¿Cuándo has llegado?
– Tu marido me mandó su avión, cielo -dice sonriendo, impresionada.
Yo me río.
– Gracias por venir, mamá. -Me limpia la nariz con un pañuelo de papel como solo una madre podría hacer-. ¡Mamá! -la riño e intento recuperar la compostura.