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– ¿Adónde vamos? -pregunto otra vez cuando volvemos a girar.

Atisbo la señal de la calle: 9TH AVE. NW. Estoy desconcertada.

– Sorpresa -dice, y sonríe misteriosamente.

18

Christian sigue conduciendo junto a unas casas de madera de planta baja bien conservadas, donde se ve a niños jugando a baloncesto en los patios y recorriendo las calles en bicicleta. Las casas están rodeadas de árboles y todo tiene un aspecto próspero y apacible. Quizá vayamos a visitar a alguien. Pero ¿a quién?

Al cabo de unos minutos, Christian da un giro cerrado a la izquierda y nos detenemos frente a dos vistosas verjas blancas de metal, enclavadas en un muro de piedra de unos dos metros de alto. Christian aprieta un botón de su manija y una pantallita eléctrica desciende con un leve zumbido en el lateral de su puerta. Pulsa un número en el panel y las verjas se abren dándonos la bienvenida.

Él me mira de reojo y su expresión ha cambiado. Parece indeciso, nervioso incluso.

– ¿Qué es esto? -pregunto, sin poder disimular cierta inquietud en mi tono.

– Una idea -dice en voz baja, y el Saab atraviesa suavemente la entrada.

Subimos por un sendero bordeado de árboles, con anchura suficiente para dos coches. A un lado los árboles rodean una zona boscosa, y al otro se extiende un terreno hermoso de antiguos campos de cultivo dejados en barbecho. La hierba y las flores silvestres han invadido el lugar, recreando un paisaje rural idílico: un prado, donde sopla suavemente la brisa del atardecer y el sol crepuscular tiñe de oro las flores. Es una estampa deliciosa que transmite una gran tranquilidad, y de pronto me imagino tumbada sobre la hierba, contemplando el azul claro de un cielo estival. La idea es tentadora, aunque por algún extraño motivo me provoca añoranza. Es una sensación muy extraña.

El sendero traza una curva y se abre a un amplio camino de entrada frente a una impresionante casa, de estilo mediterráneo, construida en piedra de suave tonalidad rosácea. Es una mansión suntuosa. Todas las luces están encendidas y las ventanas refulgen en el ocaso. Hay un BMW negro aparcado frente a un garaje de cuatro plazas, pero Christian se detiene junto al grandioso pórtico.

Mmm… me pregunto quién vivirá aquí. ¿Por qué hemos venido?

Christian me mira ansioso mientras apaga el motor del coche.

– ¿Me prometes mantener una actitud abierta? -pregunta.

Frunzo el ceño.

– Christian, desde el día en que te conocí he necesitado mantener una actitud abierta.

Él sonríe con ironía y asiente.

– Buena puntualización, señorita Steele. Vamos.

Las puertas de madera oscura se abren, y en el umbral nos espera una mujer de pelo castaño oscuro, sonrisa franca y un traje chaqueta ceñido de color lila. Yo me alegro de haberme puesto mi nuevo vestido azul marino sin mangas para impresionar al doctor Flynn. Vale, no llevo unos tacones altísimos como ella, pero aun así no voy con vaqueros.

– Señor Grey -le saluda con una cálida sonrisa, y le estrecha la mano.

– Señorita Kelly -responde él cortésmente.

Ella me sonríe y me tiende la mano. Se la estrecho, y me doy cuenta de que se ruboriza, con esa expresión de: «¿No es un hombre de ensueño? Ojalá fuera mío».

– Olga Kelly -se presenta con aire jovial.

– Ana Steele -respondo con un hilo de voz.

¿Quién es esta mujer? Se hace a un lado para dejarnos pasar a la casa y al entrar, me quedo estupefacta: está vacía… completamente vacía. Estamos en un vestíbulo inmenso. Las paredes son de un amarillo tenue y desvaído y conservan las marcas de los cuadros que debían de estar colgados allí. Lo único que queda son unas lámparas de cristal de diseño clásico. Los suelos son de madera noble descolorida. Las puertas que tenemos a los lados están cerradas, pero Christian no me da tiempo para poder asimilar qué está pasando.

– Ven -dice.

Me coge de la mano y me lleva por el pasillo abovedado que tenemos delante hasta otro vestíbulo interior más grande. Está presidido por una inmensa escalinata curva con una intrincada barandilla de hierro, pero Christian tampoco se detiene ahí. Me conduce a través del salón principal, que también está vacío salvo por una enorme alfombra de tonos dorados desvaídos: la alfombra más grande que he visto en mi vida. Ah… y hay cuatro arañas de cristal.

Pero las intenciones de Christian quedan claras cuando cruzamos la estancia y salimos a través de unas grandes puertas acristaladas a una amplia terraza de piedra. Debajo de nosotros hay una extensión de cuidado césped del tamaño de medio campo de fútbol y, más allá, está la vista… Uau.

La ininterrumpida vista panorámica resulta impresionante, sobrecogedora incluso: el crepúsculo sobre el Sound. A lo lejos se alza la isla de Bainbridge, y más lejos aún, en este cristalino atardecer, el sol se pone lentamente, irradiando llamaradas sanguíneas y anaranjadas, por detrás del parque nacional Olympic. Tonalidades carmesíes se derraman sobre el cielo cerúleo, junto con trazos de ópalo y aguamarinas mezclados con el púrpura oscuro de los escasos jirones de nubes y la tierra más allá del Sound. Es la naturaleza en su máxima expresión, una orquestada sinfonía visual que se refleja en las aguas profundas y calmas del estrecho de Puget. Y yo me pierdo contemplando la vista… intentando absorber tanta belleza.

Me doy cuenta de que contengo la respiración, sobrecogida, y Christian sigue sosteniendo mi mano. Cuando por fin aparto los ojos de ese grandioso espectáculo, veo que él me mira de reojo, inquieto.

– ¿Me has traído aquí para admirar la vista? -susurro.

Él asiente con gesto serio.

– Es extraordinaria, Christian. Gracias -murmuro, y dejo que mis ojos la saboreen una vez más.

Él me suelta la mano.

– ¿Qué te parecería poder contemplarla durante el resto de tu vida? -musita.

¿Qué? Vuelvo la cara como una exhalación hacia él, mis atónitos ojos azules hacia los suyos grises y pensativos. Creo que estoy con la boca completamente abierta, mirándole sin dar crédito.

– Siempre he querido vivir en la costa -dice-. He navegado por todo el Sound soñando con estas casas. Esta lleva poco tiempo en venta. Quiero comprarla, echarla abajo y construir otra nueva… para nosotros -susurra, y sus ojos brillan trasluciendo sus sueños y esperanzas.

Madre mía. No sé cómo consigo mantenerme en pie. La cabeza me da vueltas. ¡Vivir aquí! ¡En este precioso refugio! Durante el resto de mi vida…

– Solo es una idea -añade cauteloso.

Vuelvo a echar un vistazo hacia el interior de la casa. ¿Qué puede valer? Deben de ser… ¿qué, cinco, diez millones de dólares? No tengo ni idea. Madre mía.

– ¿Por qué quieres echarla abajo? -pregunto, mirándole otra vez.

Le cambia la cara. Oh, no.

– Me gustaría construir una casa más sostenible, utilizando las técnicas ecológicas más modernas. Elliot podría diseñarla.

Vuelvo a mirar el salón. La señorita Olga Kelly está en el extremo opuesto, merodeando junto a la entrada. Es la agente inmobiliaria, claro. Me fijo en que la estancia es enorme y que tiene doble altura, como el salón del Escala. Hay una galería balaustrada arriba, que debe de ser el rellano de la planta superior. Y una chimenea inmensa y toda una hilera de ventanales que se abren a la terraza. Posee un encanto clásico.

– ¿Podemos echar un vistazo a la casa?

Él me mira, parpadeando.

– Claro.

Se encoge de hombros, un tanto desconcertado.

Cuando volvemos a entrar, a la señorita Kelly se le ilumina la cara como a una niña en Navidad. Está encantada de proporcionarnos una visita guiada y poder exponer su elaborado discurso.