La casa es enorme: mil cien metros cuadrados en una finca de dos hectáreas y media de terreno. Además del salón principal, hay una cocina con zona de comedor -no, más bien sala para banquete-, con una salita familiar contigua -¡familiar!-, además de una sala de música, una biblioteca, un estudio y, para gran sorpresa mía, una piscina cubierta y un pequeño gimnasio con sauna y baño de vapor. Abajo, en el sótano, hay una sala de cine -uau- y un cuarto de juegos. Mmm… ¿qué tipo de juegos practicaremos aquí?
La señorita Kelly nos va señalando todo tipo de detalles y ventajas, pero en esencia la casa es preciosa y se nota que un día fue el hogar de una familia feliz. Ahora está un poco descuidada, pero nada que no se pueda arreglar con una buena reforma.
Subimos detrás de la señorita Kelly la magnífica escalinata principal hasta la planta de arriba, y apenas puedo contener la emoción: esta casa tiene todo lo que se puede desear en un hogar.
– ¿No podría convertirse la casa ya existente en una más ecológica y autosostenible?
Christian me mira parpadeando, desconcertado.
– Tendría que preguntárselo a Elliot. Él es el experto.
La señorita Kelly nos lleva a la suite principal, con unos ventanales hasta el techo que dan a un balcón, donde las vistas son también espectaculares. Me podría pasar todo el día sentada en la cama mirando a través de los ventanales, contemplando los barcos navegar y los sutiles cambios del tiempo.
En esta planta hay cinco dormitorios más. ¡Niños! Aparto inmediatamente esa idea. Ya tengo demasiadas cosas en las que pensar. La señorita Kelly está sugiriéndole a Christian que en la finca se podrían instalar unas cuadras y un cercado. ¡Caballos! Aparecen en mi mente imágenes terroríficas de mis escasas clases de equitación, pero Christian no parece estar escuchándola.
– ¿El cercado estaría en los terrenos del prado? -pregunto.
– Sí -contesta radiante la señorita Kelly.
Para mí el prado es un sitio donde tumbarse sobre la hierba alta y hacer picnics, no para que retocen malvados cuadrúpedos satánicos.
Cuando volvemos al salón principal, la señorita Kelly se retira discretamente y Christian vuelve a llevarme a la terraza. El sol ya se ha puesto y las luces urbanas de la península de Olympic centellean en el extremo más alejado del Sound.
Christian me toma entre sus brazos, me levanta la barbilla con el dedo índice y clava sus ojos en mí.
– ¿Demasiadas cosas que digerir? -pregunta con una expresión inescrutable.
Asiento.
– Quería comprobar que te gustaba antes de comprarla.
– ¿La vista?
Asiente.
– La vista me encanta, y esta casa también.
– ¿Te gusta?
Sonrío tímidamente.
– Christian, me tuviste ya desde el prado.
Él separa los labios e inhala profundamente. Luego una sonrisa transforma su cara, y de pronto hunde las manos en mi cabello y sus labios cubren mi boca.
Cuando volvemos en coche a Seattle, Christian está mucho más animado.
– Entonces, ¿vas a comprarla? -pregunto.
– Sí.
– ¿Pondrás a la venta el apartamento del Escala?
Frunce el ceño.
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– Para pagar la…
Mi voz se va perdiendo… claro. Me ruborizo.
Me sonríe con suficiencia.
– Créeme, puedo permitírmelo.
– ¿Te gusta ser rico?
– Sí. Dime de alguien a quien no le guste -replica en tono adusto.
Vale, dejemos rápidamente ese tema.
– Anastasia, si aceptas mi proposición, tú también vas a tener que aprender a ser rica -añade en voz baja.
– La riqueza es algo a lo que nunca he aspirado, Christian -digo con gesto ceñudo.
– Lo sé, y eso me encanta de ti. Pero también es verdad que nunca has pasado hambre -concluye, y sus palabras tienen un tono de grave solemnidad.
– ¿Adónde vamos? -pregunto animadamente para cambiar de tema.
Christian se relaja.
– A celebrarlo.
¡Oh!
– ¿A celebrar qué, la casa?
– ¿Ya no te acuerdas? Tu puesto de editora.
– Ah, sí.
Sonrío exultante. Es increíble que lo haya olvidado.
– ¿Dónde?
– Arriba en mi club.
– ¿En tu club?
– Sí. En uno de ellos.
El Mile High Club está en el piso setenta y seis de la Columbia Tower, más alto incluso que el ático de Christian. Es muy moderno y tiene las vistas más alucinantes de todo Seattle.
– ¿Una copa, señora?
Christian me ofrece una copa de champán frío. Estoy sentada en un taburete de la barra.
– Vaya, gracias, señor -digo, pronunciando seguramente la última palabra con un pestañeo provocativo.
Él me mira fijamente y su semblante se oscurece turbadoramente.
– ¿Está coqueteando conmigo, señorita Steele?
– Sí, señor Grey, estoy coqueteando. ¿Qué piensa hacer al repecto?
– Seguro que se me ocurrirá algo -dice con voz ronca-. Ven, nuestra mesa está lista.
Cuando nos estamos acercando a la mesa, Christian me sujeta del codo y me para.
– Ve a quitarte las bragas -susurra.
¿Oh? Un delicioso cosquilleo me recorre la columna.
– Ve -ordena en voz baja.
Uau… ¿qué? Él no sonríe; permanece tremendamente serio. A mí se me tensan todos los músculos por debajo de la cintura. Le doy mi copa de champán, giro sobre mis talones y me dirijo hacia el baño.
Oh, Dios… ¿qué va a hacer? Quizá el club se llame así con razón: los que practican sexo a más de un kilómetro y medio de altura.
Los baños son el último grito en diseño: todo en madera oscura y granito negro, con focos halógenos colocados estratégicamente. En la intimidad del compartimento, sonrío mientras me quito la ropa interior. Nuevamente me alegro de haberme puesto el vestido azul marino sin mangas. Pensé que era el atuendo apropiado para ir a ver al doctor Flynn: no había previsto que la velada tomara este rumbo inesperado.
Ya estoy excitada. ¿Por qué este hombre tiene ese poder sobre mí? Me irrita un poco esa facilidad con la que caigo bajo su embrujo. Ahora sé que no vamos a pasarnos la noche hablando sobre todos nuestros asuntos y los recientes acontecimientos… pero ¿cómo resistirme a él?
Examino mi aspecto en el espejo: tengo el rostro encendido y los ojos me brillan de excitación. Asuntos, estrategias…
Respiro profundamente y me encamino de vuelta al salón. La verdad es que no es la primera vez que voy sin bragas. La diosa que llevo dentro va envuelta en una boa de plumas rosa y diamantes, y se pavonea con sus zapatos de fulana.
Cuando llego a la mesa Christian se levanta educadamente con una expresión indescifrable. Exhibe su pose habitual, tranquila, serena y contenida. Naturalmente, yo sé que no es así.
– Siéntate a mi lado -dice. Me deslizo en el asiento y él vuelve a sentarse-. He elegido por ti. Espero que no te importe.
Me entrega mi copa de champán mirándome fijamente, y su mirada escrutadora me enciende de nuevo la sangre. Apoya las manos en los muslos. Yo me tenso y separo un poco las piernas.
Llega el camarero con una bandeja de ostras sobre hielo picado. Ostras… El recuerdo de los dos en el comedor privado del Heathman aparece en mi mente. Estábamos hablando de su contrato. Oh, Dios. Hemos recorrido un camino muy largo desde entonces.
– Me parece que las ostras te gustaron la última vez que las probaste.
Su tono de voz es ronco y seductor.
– La única vez que las he probado -susurro con un evidente deje sensual en la voz.
En su boca se dibuja una sonrisa.
– Oh, señorita Steele… ¿cuándo aprenderá? -musita.