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Toma una ostra de la bandeja y levanta la otra mano del muslo. Contengo el aliento a la expectativa, pero él coge una rodaja de limón.

– … ¿Aprender qué? -pregunto.

Dios, tengo el pulso acelerado. Él exprime el limón sobre el marisco con sus dedos esbeltos y hábiles.

– Come -dice, y me acerca la concha a la boca. Separo los labios, y él la apoya delicadamente sobre mi labio inferior-. Echa la cabeza hacia atrás muy despacio -murmura.

Hago lo que me dice y la ostra se desliza por mi garganta. Él no me toca, solo la concha.

Christian se come una, y luego me ofrece otra. Seguimos con este ritual de tortura hasta que nos acabamos toda la docena. Su piel nunca roza la mía. Me está volviendo loca.

– ¿Te siguen gustando las ostras? -me pregunta cuando me trago la última.

Asiento ruborizada, ansiando que me toque.

– Bien.

Me estremezco y me remuevo en el asiento. ¿Por qué resulta tan erótico todo esto?

Él vuelve a apoyar la mano tranquilamente sobre el muslo, y yo me siento morir. Ahora. Por favor. Tócame. La diosa que llevo dentro está de rodillas, desnuda salvo por las bragas, suplicando. Él se pasa la mano arriba y abajo por el muslo, la levanta, y vuelve a dejarla donde estaba.

El camarero nos llena las copas de champán y retira rápidamente los platos. Al cabo de un momento vuelve con el principaclass="underline" lubina -no doy crédito-, acompañada de espárragos, patatas salteadas y salsa holandesa.

– ¿Uno de sus platos favoritos, señor Grey?

– Sin duda, señorita Steele. Aunque creo que en el Heathman comimos bacalao.

Se pasa la mano por el muslo, arriba y abajo. Me cuesta respirar, pero sigue sin tocarme. Es muy frustrante. Intento concentrarme en la conversación.

– Creo recordar que entonces estábamos en un reservado, discutiendo un contrato.

– Qué tiempos aquellos… -dice sonriendo con malicia-. Esta vez espero conseguir follarte.

Mueve la mano para coger el cuchillo.

¡Agh!

Corta un trozo de su lubina. Lo está haciendo a propósito.

– No cuentes con ello -musito con un mohín, y él me mira divertido-. Hablando de contratos -prosigo-: el acuerdo de confidencialidad.

– Rómpelo -dice simplemente.

Oh, Dios…

– ¿Qué? ¿En serio?

– Sí.

– ¿Estás seguro de que no iré corriendo al Seattle Times con una exclusiva? -digo bromeando.

Se ríe, y es un sonido maravilloso. Parece tan joven…

– No, confío en ti. Voy a concederte el beneficio de la duda.

Ah. Le sonrío tímidamente.

– Lo mismo digo -musito.

Se le ilumina la mirada.

– Estoy encantado de que lleves un vestido -murmura.

Y… bang: el deseo inflama mi sangre ya ardiente.

– Entonces, ¿por qué no me has tocado? -siseo.

– ¿Añoras mis caricias? -pregunta sonriendo.

Se está divirtiendo… el muy cabrón.

– Sí -digo indignada.

– Come -ordena.

– No vas a tocarme, ¿verdad?

Niega con la cabeza.

– No.

¿Qué? Ahogo un gemido.

– Imagina cómo te sentirás cuando lleguemos a casa -susurra-. Estoy impaciente por llevarte a casa.

– Si empiezo a arder aquí, en el piso setenta y seis, será culpa tuya -musito entre dientes.

– Oh, Anastasia, ya encontraremos el modo de apagar el fuego -dice con una sonrisa libidinosa.

Furiosa, me concentro en mi lubina, mientras la diosa que llevo dentro entorna taimadamente los ojos, cavilando. Nosotras también podemos jugar a este juego. Aprendí las reglas durante la comida en el Heathman. Me como un pedazo de lubina. Está deliciosa, se deshace en la boca. Cierro los ojos y la saboreo. Cuando los abro, empiezo a seducir a Christian Grey. Me subo la falda muy despacio, y enseño más los muslos.

Él se detiene un momento, dejando el tenedor con el pescado suspendido en el aire.

Tócame.

Después, sigue comiendo. Yo cojo otro trocito de lubina, sin hacerle caso. Entonces dejo el cuchillo, me paso los dedos por detrás de la parte baja del muslo, y me doy golpecitos en la piel con la yema. Es perturbador incluso para mí, sobre todo porque me muero porque me toque. Christian vuelve a quedarse muy quieto.

– Sé lo que estás haciendo -dice en voz baja y ronca.

– Ya sé que lo sabe, señor Grey -replico suavemente-. De eso se trata.

Cojo un espárrago, le miro de soslayo por debajo de las pestañas, y luego lo mojo en la salsa holandesa, haciendo girar la punta una y otra vez.

– No crea que me está devolviendo la pelota, señorita Steele.

Sonriendo, alarga una mano y me quita el espárrago… y es asombrosamente irritante, porque consigue hacerlo sin tocarme. No, esto no va bien: este no era el plan. ¡Agh!

– Abre la boca -ordena.

Estoy perdiendo esta batalla de voluntades. Vuelvo a levantar la vista hacia él, y sus ojos grises arden. Entreabro ligeramente los labios, y me paso la lengua por el superior. Christian sonríe y su mirada se oscurece aún más.

– Más -musita, y también entreabre los suyos para que pueda verle la lengua. Ahogo un gemido, me muerdo el labio inferior, y luego hago lo que me dice.

Él inspira con fuerza; puedo oírle… no es tan inmune. Bien, empiezo a ganar terreno.

Sin dejar de mirarle a los ojos, me meto el espárrago en la boca y chupo… despacio… delicadamente la punta. La salsa holandesa está deliciosa. Doy un mordisco, emitiendo un suave y placentero gemido.

Christian cierra los ojos. ¡Sí! Cuando los vuelve a abrir tiene las pupilas dilatadas, y eso tiene un efecto inmediato en mí. Gimo y alargo la mano para tocarle el muslo. Y, para mi sorpresa, me agarra de la muñeca.

– Ah, no. No haga eso, señorita Steele -murmura bajito.

Se lleva mi mano a la boca y me acaricia delicadamente los nudillos con los labios, y yo me retuerzo de placer. ¡Por fin! Más, por favor.

– No me toques -me advierte con voz queda, y me coloca de nuevo la mano sobre la rodilla.

Ese contacto breve e insatisfactorio resulta de lo más frustrante.

– No juegas limpio -me quejo con un mohín.

– Lo sé.

Levanta su copa de champán para proponer un brindis, y yo le imito.

– Felicidades por su ascenso, señorita Steele.

Entrechocamos las copas y yo me ruborizo.

– Sí, no me lo esperaba -murmuro.

Él frunce el ceño, como si una idea desagradable le hubiera pasado por la mente.

– Come -ordena-. No te llevaré a casa hasta que te termines la comida, y entonces lo celebraremos de verdad.

Y su expresión es tan apasionada, tan salvaje, tan dominante, que me derrito por dentro.

– No tengo hambre. No de comida.

Él niega con la cabeza, disfrutando sin duda, aunque me mira con los ojos entornados.

– Come, o te pondré sobre mis rodillas, aquí mismo, y daremos un espectáculo delante de los demás clientes.

Sus palabras me llenan de inquietud. ¡No se atreverá! Él y esa mano tan suelta que tiene… Aprieto los labios en una fina línea y le miro. Christian coge otro tallo de espárrago y lo moja en la salsa.

– Cómete esto -murmura con voz ronca y seductora.

Obedezco de buen grado.

– No comes como es debido. Has perdido peso desde que te conozco -comenta en tono afable.

No quiero pensar en mi peso ahora; la verdad es que me gusta estar delgada. Me como el espárrago.

– Solo quiero ir a casa y hacer el amor -musito desconsolada.

Christian sonríe.

– Yo también, y eso haremos. Come.

Vuelvo a concentrarme en el plato y empiezo a comer de mala gana. ¿En serio me he quitado las bragas solo para esto? Me siento como una niña a la que no le dejan comer caramelos. Él es tan delicioso, provocativo, sexy, pícaro y seductor, y es todo mío.