Me pregunta sobre Ethan. Por lo visto, Christian tiene negocios con el padre de Kate y Ethan. Vaya por Dios, este mundo es un pañuelo. Me alivia que no mencione ni al doctor Flynn ni la casa, porque me está costando concentrarme en la conversación. Quiero irme a casa.
La expectación carnal entre ambos no para de crecer. Él es muy bueno en eso. En hacerme esperar. En preparar la situación. Entre bocados, coloca la mano sobre su muslo, muy cerca de la mía, pero sin tocarme, solo para incitarme más.
¡Cabrón! Por fin me termino la comida y dejo el tenedor y el cuchillo en el plato.
– Buena chica -murmura, y esas dos palabras suenan muy prometedoras.
Le miro con el ceño fruncido.
– ¿Ahora qué? -pregunto con un pellizco de deseo en el vientre.
Oh, cómo ansío a este hombre.
– ¿Ahora? Nos vamos. Creo que tiene usted ciertas expectativas, señorita Steele. Las cuales voy a intentar complacer lo mejor que sé.
¡Uau!
– ¿Lo… mejor… que sabes? -balbuceo.
Dios santo.
Él sonríe y se pone de pie.
– ¿No hemos de pagar? -pregunto, sin aliento.
Él ladea la cabeza.
– Soy miembro de este club, ya me mandarán la factura. Vamos, Anastasia, tú primero. -Se hace a un lado y yo me levanto para salir, consciente de que no llevo bragas.
Él me contempla con su turbia e intensa mirada, como si me desnudara, y yo me regodeo en resultarle sensual. Este hombre guapísimo me desea: eso hace que me sienta tan sexy… ¿Disfrutaré siempre tanto con esto? Me paro deliberadamente delante de él y me aliso el vestido por encima de los muslos.
Christian me susurra al oído:
– Estoy impaciente por llegar a casa.
Pero sigue sin tocarme.
Al salir le murmura algo sobre el coche al jefe de sala, pero yo no estoy escuchando; la diosa que llevo dentro arde de expectación. Dios, podría iluminar todo Seattle.
Mientras esperamos el ascensor, se unen a nosotros dos parejas de mediana edad. Cuando se abren las puertas, Christian me coge del codo y me lleva hasta el fondo. Yo echo un vistazo alrededor: estamos rodeados de espejos negros con los vidrios ahumados. Cuando entran las otras parejas, un hombre con un traje marrón muy poco favorecedor saluda a Christian.
– Grey -asiente educadamente.
Christian le devuelve el saludo, pero sin decir nada.
Las parejas se sitúan delante de nosotros de cara a las puertas del ascensor. Es obvio que son amigos: las mujeres charlan en voz alta, animadas y alborotadas después de la cena. Me parece que están un poco achispadas.
Cuando se cierran las puertas, Christian se agacha un momento a mi lado para anudarse el zapato. Qué raro: no lo tiene desatado. Discretamente me pone una mano sobre el tobillo, sobresaltándome, y cuando se levanta hace que esa mano ascienda rápidamente por mi pierna, deslizándola de un modo delicioso sobre mi piel -uau- hasta arriba. Y cuando la mano llega a mi trasero, tengo que reprimir un jadeo de sorpresa. Christian se coloca detrás de mí.
Ay, Dios. Me quedo boquiabierta mirando a las personas que tenemos delante, contemplando la parte de atrás de sus cabezas. Ellos no tienen ni idea de lo que estamos a punto de hacer. Christian me rodea la cintura con el brazo libre, colocándome en posición mientras sus dedos, me exploran. ¡Madre mía…!, ¿aquí? El ascensor baja con suavidad y se para en el piso cincuenta y tres para que entre más gente, pero yo no presto atención. Estoy concentrada en cada movimiento que hacen sus dedos. Primero en círculo… y luego avanzando, buscando, mientras nos ponemos en marcha otra vez.
Cuando sus dedos alcanzan su objetivo, reprimo otra vez un jadeo. Me retuerzo y gimo. ¿Cómo puede hacer esto con toda esa gente aquí?
– Estate quieta y callada -me advierte, susurrándome al oído.
Estoy acalorada, ardiente, anhelante, atrapada en un ascensor con siete personas, seis de ellas ajenas a lo que ocurre en el rincón. Desliza el dedo dentro y fuera de mí, una y otra vez. Mi respiración… Dios, resulta tan embarazoso. Quiero decirle que pare… y que continúe… que pare. Y me arqueo contra él, y él tensa el brazo que me rodea, y siento su erección contra mi cadera.
Nos paramos en el piso cuarenta y cuatro. ¿Oh… cuánto va a durar esta tortura? Dentro… fuera… dentro… fuera. Sutilmente, me aferro a su dedo persistente. ¡Después de todo este tiempo sin tocarme, escoge hacerlo ahora! ¡Aquí! Y eso me hace sentir tan… lujuriosa.
– Chsss -musita él, con aparente indiferencia cuando entran dos personas más.
El ascensor empieza estar abarrotado. Christian nos desplaza a ambos más al fondo, de modo que ahora estamos apretujados contra el rincón; me coloca en posición y sigue torturándome. Hunde la nariz en mi cabello. Si alguien se molestara en darse la vuelta y viera lo que estamos haciendo, estoy segura de que nos tomaría por una joven pareja de enamorados haciéndose arrumacos… Y entonces desliza un segundo dedo en mi interior.
¡Ah! Gimo, y agradezco que el grupo de gente que tenemos delante siga charlando, totalmente ajeno.
Oh, Christian, qué estás haciendo conmigo… Apoyo la cabeza en su pecho, cierro los ojos y me rindo a sus dedos implacables.
– No te corras -susurra-. Eso lo quiero para después.
Pone la mano abierta sobre mi vientre, aprieta ligeramente, y sigue con su dulce acoso. La sensación es exquisita.
Finalmente el ascensor llega a la planta baja. Las puertas se abren con un tintineo sonoro y los pasajeros empiezan a salir casi al instante. Christian retira lentamente los dedos de mi interior, y me besa la parte de atrás de la cabeza. Me giro para mirarle y está sonriendo, volviendo a saludar con una inclinación de cabeza al señor del traje marrón poco favorecedor, que le devuelve el gesto y sale del ascensor con su esposa. Yo apenas soy consciente de todo ello, concentrada en mantenerme erguida y controlar los jadeos. Dios, me siento dolorida y desamparada. Christian me suelta y deja que me aguante por mi propio pie, sin apoyarme en él.
Me doy la vuelta y le miro fijamente. Parece relajado, sereno, con su compostura habitual… Esto es muy injusto.
– ¿Lista? -pregunta.
Sus ojos centellean malévolos. Se mete el dedo índice en la boca y después el medio, y los chupa.
– Pura delicia, señorita Steele -susurra.
Y están a punto de darme las convulsiones del orgasmo.
– No puedo creer que acabes de hacer eso -musito, al borde de desgarrarme por dentro.
– Le sorprendería lo que soy capaz de hacer, señorita Steele -dice.
Alarga la mano y me recoge un mechón de pelo detrás de la oreja, con una leve sonrisa que delata cuánto se divierte.
– Quiero poseerte en casa, pero puede que no pasemos del coche.
Me dedica una sonrisa cómplice, me da la mano y me hace salir del ascensor.
¿Qué? ¿Sexo en el coche? ¿Y no podríamos hacerlo aquí, sobre el mármol frío del suelo del vestíbulo… por favor?
– Vamos.
– Sí, quiero hacerlo.
– ¡Señorita Steele! -me riñe, fingiéndose escandalizado.
– Nunca he practicado el sexo en un coche -balbuceo.
Christian se para, me pone esos mismos dedos bajo la barbilla, me echa la cabeza hacia atrás y me mira fijamente.
– Me alegra mucho oír eso. Debo decir que me habría sorprendido mucho, por no decir molestado, que no hubiera sido así.
Me ruborizo y parpadeo sin dejar de mirarle. Pues claro: yo solo he tenido relaciones sexuales con él. Frunzo el ceño.
– No quería decir eso.
– ¿Qué querías decir?
De pronto su voz tiene un matiz de dureza.
– Solo era una forma de hablar, Christian.
– Ya. La famosa expresión: «Nunca he practicado el sexo en un coche». Sí, es muy conocida.