¿Qué le pasa ahora?
– Christian, lo he dicho sin pensar… Por Dios, tú acabas de… hacerme eso en un ascensor lleno de gente. Tengo la mente aturdida.
Él arquea las cejas.
– ¿Qué te he hecho yo? -me desafía.
Le miro ceñuda. Quiere que lo diga.
– Me has excitado. Muchísimo. Ahora llévame a casa y fóllame.
Él abre la boca y se echa a reír, sorprendido. En este momento parece muy joven y despreocupado. Oh, me encanta oírle reír, porque pasa muy pocas veces.
– Es usted una romántica empedernida, señorita Steele.
Me da la mano y salimos del edificio, donde nos espera el aparcacoches con mi Saab.
– ¿Así que quieres sexo en el coche? -murmura Christian cuando pone en marcha el motor.
– La verdad es que en el suelo del vestíbulo también me habría parecido bien.
– Créeme, Ana, a mí también. Pero no me gusta que me detengan a estas horas de la noche, y tampoco quería follarte en un lavabo. Bueno, hoy no.
¡Qué!
– ¿Quieres decir que existía esa posibilidad?
– Pues sí.
– Regresemos.
Se vuelve a mirarme y se ríe. Su risa es contagiosa, y no tardamos en romper a reír los dos con la cabeza echada hacia atrás, unas carcajadas maravillosas y catárticas. Él se inclina hacia mí y pone la mano en mi rodilla, y sus dedos expertos me acarician dulcemente. Dejo de reír.
– Paciencia, Anastasia -musita, y se incorpora al tráfico de Seattle.
Christian aparca el Saab en el parking del Escala y apaga el motor. De pronto, en los confines del coche, la atmósfera entre los dos cambia. Yo le miro anhelante, expectante, e intento contener las palpitaciones de mi corazón. Él se ha girado hacia mí y se ha apoyado en la puerta, con el codo sobre el volante.
Con el pulgar y el índice, tira suavemente de su labio inferior. Su boca me perturba, la quiero sobre mí. Me observa intensamente con sus oscuros ojos grises. Se me seca la boca. Él responde con una leve y sensual sonrisa.
– Follaremos en el coche en el momento y el lugar que yo escoja. Pero ahora mismo quiero poseerte en todas las superficies disponibles de mi apartamento.
Es como si me tocara por debajo de la cintura… la diosa que llevo dentro ejecuta cuatro arabesques y un pas de basque.
– Sí.
Dios, estoy jadeando, desesperada.
Él se inclina ligeramente hacia delante. Yo cierro los ojos y espero su beso, pensando: Por fin. Pero no pasa nada. Pasados unos segundos interminables, abro los ojos y descubro que me está mirando fijamente. No sé qué está pensando, pero antes de que pueda decir nada, vuelve a descolocarme.
– Si te beso ahora, no conseguiremos llegar al piso. Vamos.
¡Agh! ¿Cómo puede ser tan frustrante este hombre? Baja del coche.
Una vez más, esperamos el ascensor. Mi cuerpo vibra de expectación. Christian me coge la mano y me pasa el pulgar sobre los nudillos, rítmicamente, y con cada caricia me estremezco por dentro. Oh, deseo sus manos en todo mi cuerpo. Ya me ha torturado bastante.
– ¿Y qué pasó con la gratificación instantánea? -murmuro mientras esperamos.
– No es apropiada en todas las situaciones, Anastasia.
– ¿Desde cuándo?
– Desde esta noche.
– ¿Por qué me torturas así?
– Ojo por ojo, señorita Steele.
– ¿Cómo te torturo yo?
– Creo que ya lo sabes.
Le miro fijamente, pero es difícil interpretar su expresión. Quiere que le dé una respuesta… eso es.
– Yo también estoy a favor de aplazar la gratificación -murmuro con una sonrisa tímida.
De pronto, tira de mi mano y me toma en sus brazos. Me agarra el pelo de la nuca y me echa la cabeza hacia atrás suavemente.
– ¿Qué puedo hacer para que digas que sí? -pregunta febril, y vuelve a pillarme a contrapié.
Me quedo mirando su expresión encantadora, seria y desesperada.
– Dame un poco de tiempo… por favor -murmuro.
Deja escapar un leve gruñido, y por fin me besa, larga y apasionadamente. Luego entramos en el ascensor, y somos solo manos y bocas y lenguas y labios y dedos y cabello. El deseo, denso y fuerte, invade mi sangre y enturbia mi mente. Él me empuja contra la pared, presionando con sus caderas, sujetándome con una mano en mi pelo y la otra en mi barbilla.
– Te pertenezco -susurra-. Mi destino está en tus manos, Ana.
Sus palabras me embriagan, y ardo en deseos de despojarle de la ropa. Tiro de su chaqueta hacia atrás, y cuando el ascensor llega al piso salimos a trompicones al vestíbulo.
Christian me clava en la pared junto al ascensor, su chaqueta cae al suelo, y, sin separar su boca de la mía, sube la mano por mi pierna y me levanta el vestido.
– Esta es la primera superficie -musita y me levanta bruscamente-. Rodéame con las piernas.
Hago lo que me dice, y él se da la vuelta y me tumba sobre la mesa del vestíbulo, y queda de pie entre mis piernas. Me doy cuenta de que el jarrón de flores que suele estar allí ya no está. ¿Eh? Christian mete la mano en el bolsillo del pantalón, saca el envoltorio plateado, me lo da y se baja la cremallera.
– ¿Sabes cómo me excitas?
– ¿Qué? -jadeo-. No… yo…
– Pues sí -musita-, a todas horas.
Me quita el paquete de las manos. Oh, esto va muy rápido, pero después de todo ese ritual de provocación le deseo con locura, ahora mismo, ya. Él me mira, se pone el condón, y luego planta las manos debajo de mis muslos y me separa más las piernas.
Se coloca en posición y se queda quieto.
– No cierres los ojos. Quiero verte -murmura.
Me coge ambas manos con las suyas y se sumerge despacio dentro de mí.
Yo lo intento, de verdad, pero la sensación es tan deliciosa. Es lo que había estado esperando después de todos esos juegos. Oh, la plenitud, esta sensación… Gimo y arqueo la espalda sobre la mesa.
– ¡Abiertos! -gruñe apretándome las manos, y me penetra con dureza y grito.
Abro los ojos, y él me está mirando con los suyos muy abiertos. Se retira despacio y luego se hunde en mí otra vez, y su boca se relaja y dibuja un «Ah…», pero no dice nada. Al verle tan excitado, al ver la reacción que le provoco, me enciendo por dentro y la sangre me arde en las venas. Sus ojos grises me fulminan e incrementa el ritmo, y yo me deleito con ello, gozo con ello, viéndole, viéndome… su pasión, su amor… y juntos alcanzamos el clímax.
Chillo al llegar al orgasmo, y Christian hace lo mismo.
– ¡Sí, Ana! -grita.
Se derrumba sobre mí, me suelta las manos y apoya la cabeza en mi seno. Yo sigo envolviéndole con las piernas y, bajo la mirada maternal y paciente de los cuadros de Madonas, acuno su cabeza contra mí e intento recuperar el aliento.
Él levanta la cabeza para mirarme.
– Todavía no he terminado contigo -murmura, se incorpora y me besa.
Estoy en la cama de Christian, desnuda y tumbada sobre su pecho, jadeando. Por Dios… ¿nunca se le agota la energía? Sus dedos me recorren la espalda, arriba y abajo.
– ¿Satisfecha, señorita Steele?
Yo asiento con un murmullo. Ya no me quedan fuerzas para hablar. Levanto la cabeza y vuelvo mi mirada borrosa hacia él, deleitándome con sus ojos cálidos y cariñosos. Inclino la cabeza hacia abajo muy despacio, dejándole clara mi intención de que voy a besarle el torso.
Él se tensa un momento, y yo le planto un leve beso en el vello del pecho, aspirando ese extraordinario aroma a Christian, mezcla de sudor y sexo. Es embriagador. Él se mueve para ponerse de costado, de manera que quedo tumbada a su lado, y baja la vista y me mira.
– ¿El sexo es así para todo el mundo? Me sorprende que la gente no se quede en casa todo el tiempo -murmuro, con repentina timidez.