– Chsss -musita él, y me abraza.
Hunde la cara en mi pelo e inspira profundamente. Yo levanto hacia él mi rostro bañado en lágrimas y él me da un largo beso que aun así me sabe a poco.
– Hola -murmura.
– Hola -respondo en un susurro, sintiendo cómo arde el nudo que tengo en la garganta.
– ¿Me has echado de menos?
– Un poco.
Sonríe.
– Ya lo veo.
Y con un leve roce de la mano, me seca las lágrimas que se niegan a dejar de rodar por mis mejillas.
– Creí… creí que…
No puedo seguir.
– Ya lo veo. Chsss… estoy aquí. Estoy aquí… -murmura, y vuelve a besarme suavemente.
– ¿Estás bien? -pregunto.
Y le suelto y le toco el pecho, los brazos, la cintura… oh, sentir bajo los dedos a este hombre cariñoso, vital, sensual, me tranquiliza y me confirma que está realmente aquí, delante de mí. Ha vuelto. Él ni siquiera parpadea. Solo me mira atentamente.
– Estoy bien. No me pienso ir a ninguna parte.
– Oh, gracias a Dios. -Vuelvo a abrazarle por la cintura y él me rodea con sus brazos otra vez-. ¿Tienes hambre? ¿Quieres algo de beber?
– Sí.
Me aparto para ir a buscarle algo, pero él no me deja ir. Me mantiene abrazada y le tiende una mano a José.
– Señor Grey -dice José en tono tranquilo.
Christian suelta un pequeño resoplido.
– Christian, por favor -dice.
– Bienvenido, Christian. Me alegro de que estés bien, y… esto… gracias por dejarme dormir aquí.
– No hay problema.
Christian entorna los ojos, pero en ese momento la señora Jones aparece de repente a su lado. Entonces me doy cuenta de que no va tan arreglada como siempre. No lo había notado hasta ahora. Lleva el pelo suelto, unas mallas gris claro y una enorme sudadera también gris con las letras WSU COUGARS bordadas en el pecho, que la hace parecer más bajita. Y mucho más joven.
– ¿Le apetece que le sirva algo, señor Grey?
Se seca los ojos con un pañuelo de papel.
Christian le sonríe con afecto.
– Una cerveza, por favor, Gail… Una Budvar, y algo de comer.
– Ya te lo traigo yo -murmuro, con ganas de hacer algo por mi hombre.
– No. No te vayas -dice él en voz baja, estrechándome más fuerte.
El resto de la familia se acerca, y Ethan y Kate se unen también a nosotros. Christian le estrecha la mano a Ethan y besa fugazmente a Kate en la mejilla. La señora Jones vuelve con una botella de cerveza y un vaso. Él coge la botella y, al ver el vaso, niega con la cabeza. Ella sonríe y regresa a la cocina.
– Me sorprende que no quieras algo más fuerte -comenta Elliot-. ¿Y qué coño te ha pasado? La primera noticia que tuve fue cuando papá me llamó para decirme que la carraca esa había desaparecido.
– ¡Elliot! -le riñe Grace.
– El helicóptero -masculla Christian corrigiendo a Elliot, que sonríe, y yo sospecho que se trata de una broma familiar-. Sentémonos y te lo cuento.
Christian me lleva hasta el sofá, y todo el mundo se sienta, todos con los ojos puestos en él. Bebe un buen trago de cerveza, y en ese momento ve a Taylor rondando por el umbral del vestíbulo. Le saluda con un movimiento de cabeza y Taylor responde del mismo modo.
– ¿Tu hija?
– Ahora está bien. Falsa alarma, señor.
– Bien.
Christian sonríe.
¿Su hija? ¿Qué le ha ocurrido a la hija de Taylor?
– Me alegro de que esté de vuelta, señor. ¿Algo más?
– Tenemos que recoger el helicóptero.
Taylor asiente.
– ¿Ahora? ¿O mañana a primera hora?
– Creo que por la mañana, Taylor.
– Muy bien, señor Grey. ¿Algo más, señor?
Christian niega con la cabeza, le mira y levanta la botella. Taylor le responde con una extraña sonrisa -más incluso que la de Christian, creo-, y se marcha, seguramente a su despacho o a su habitación.
– Christian, ¿qué ha sucedido? -pregunta Carrick.
Christian procede a contar su historia. Había volado a Vancouver en el Charlie Tango con Ros, su número dos, para ocuparse de un asunto relacionado con los fondos para la wsu. Yo estoy tan aturdida que apenas puedo seguirle. Me limito a sostener la mano de Christian y a mirar sus uñas cuidadas, sus dedos largos, los pliegues de sus nudillos, su reloj de pulsera, un Omega con tres esferas pequeñas. Mientras él continúa con su relato, levanto la vista para observar su hermoso perfil.
– Ros nunca había visto el monte Saint Helens, así que a la vuelta, y a modo de celebración, dimos un pequeño rodeo. Me enteré hace poco de que habían levantado la restricción temporal de vuelo, y quería echar un vistazo. Bueno, pues fue una suerte que lo hiciéramos. Íbamos volando bajo, a unos doscientos pies del suelo, cuando se encendieron las luces de emergencia en el panel de mandos. Había fuego en la cola… y no tuve más remedio que apagar todo el sistema electrónico y tomar tierra. -Sacude la cabeza-. Aterricé junto al lago Silver, saqué a Ros y conseguí apagar el fuego.
– ¿Fuego? ¿En ambos motores? -pregunta Carrick, horrorizado.
– Pues sí.
– ¡Joder! Pero yo creía…
– Lo sé -le interrumpe Christian-. Tuvimos mucha suerte de ir volando tan bajo -murmura.
Me estremezco. Él me suelta la mano y me rodea con el brazo.
– ¿Tienes frío? -pregunta.
Le digo que no con la cabeza.
– ¿Cómo apagaste el fuego? -pregunta Kate, impulsada por su instinto periodístico a lo Carl Bernstein.
Dios, a veces puede ser tan seca.
– Con los extintores. La ley nos obliga a llevarlos -contesta Christian en el mismo tono.
Y me vienen a la mente unas palabras que pronunció hace ya un tiempo: «Agradezco todos los días a la divina providencia que fueras tú quien vino a entrevistarme y no Katherine Kavanagh».
– ¿Por qué no telefoneaste, ni usaste la radio? -pregunta Grace.
Christian sacude la cabeza.
– El sistema electrónico estaba desconectado, y por tanto no teníamos radio. Y no quería arriesgarme a ponerlo de nuevo en marcha por culpa del fuego. El GPS de la BlackBerry seguía funcionando, y así pude orientarme hasta la carretera más cercana. Caminamos cuatro horas hasta llegar a ella. Ros llevaba tacones.
Los labios de Christian se convierten en una fina línea reprobatoria.
– No teníamos cobertura en el móvil. En Gifford no hay. Primero se agotó la batería del de Ros. La del mío se terminó durante el camino.
Santo Dios… Me pongo tensa y Christian me atrae hacia él y me sienta en su regazo.
– ¿Cómo conseguisteis volver a Seattle? -pregunta Grace, que al vernos pestañea levemente, y yo me ruborizo.
– Nos pusimos a hacer autoestop. Juntamos el dinero que llevábamos encima. Entre los dos, reunimos seiscientos dólares, y pensamos que tendríamos que pagar a alguien para que nos trajera de vuelta, pero un camionero se paró y aceptó llevarnos a casa. Rechazó el dinero que le ofrecimos y compartió su comida con nosotros. -Christian menea la cabeza consternado al recordarlo-. Tardamos muchísimo. Él no tenía móvil, cosa rara pero cierta. No se me ocurrió pensar…
Se calla y mira a su familia.
– ¿Que nos preocuparíamos? -dice Grace, indignada-. ¡Oh, Christian! -le reprocha-. ¡Casi nos volvemos locos!
– Has salido en las noticias, hermanito.
Christian alza la vista, con aire resignado.
– Sí. Me imaginé algo al llegar y ver todo este recibimiento y el puñado de fotógrafos que hay en la calle. Lo siento, mamá. Debería haberle pedido al camionero que parara para poder telefonear. Pero estaba ansioso por volver -añade, mirando de reojo a José.
Ah, era por eso, porque José se queda a dormir aquí. Frunzo el ceño ante la idea. Dios… tanta preocupación por una tontería.