Del bolsillo interior de la americana saca el paquetito que le di con mi regalo. Deja la chaqueta sobre el respaldo del sofá y pone la cajita encima.
Disfruta del momento, Ana, me incita mi subconsciente. Bueno, ya son más de las doce de la noche, de modo que técnicamente ya es su cumpleaños.
– Ábrelo -susurro, y mi corazón empieza a latir con fuerza.
– Confiaba en que me lo pidieras -murmura-. Me estaba volviendo loco.
Le sonrío con aire travieso. Me siento aturdida. Él me dedica su sonrisa tímida y me derrito por dentro, pese al retumbar de mi corazón, disfrutando con su expresión entre intrigada y divertida. Con dedos hábiles, quita el envoltorio y abre la cajita. Arquea una ceja, y saca un llaverito de plástico con una imagen a base de minúsculos píxeles que aparece y desaparece como una pantalla LED. Representa el perfil de la ciudad, con la palabra SEATTLE escrita en grandes letras en medio del paisaje.
Se lo queda mirando un momento y luego me mira a mí, perplejo, y una arruga surca su adorable frente.
– Dale la vuelta -murmuro, y contengo la respiración.
Lo hace. Abre la boca sin dar crédito, y clava sus enormes ojos grises en los míos, maravillado y feliz.
En el llavero aparece y desaparece intermitente la palabra SÍ.
– Feliz cumpleaños -musito.
20
Te casarás conmigo? -susurra, incrédulo.
Yo asiento, nerviosa, ruborizada y ansiosa, y sin creer apenas su reacción… la de este hombre al que creí que había perdido. ¿Cómo puede no entender cuánto le quiero?
– Dilo -me ordena en voz baja, con una mirada intensa y ardiente.
– Sí, me casaré contigo.
Inspira profundamente y de repente me coge en volandas y empieza a darme vueltas alrededor del salón de un modo muy impropio de Cincuenta. Se ríe, joven y despreocupado, radiante de una alegría eufórica. Yo me aferro a sus brazos, sintiendo cómo sus músculos se tensan bajo mis dedos, y me dejo llevar por su contagiosa risa, aturdida, confundida, una muchacha total y perdidamente enamorada de su hombre. Me deja en el suelo y me besa. Intensamente, con las manos a ambos lados de mi cara, y su lengua insistente, persuasiva… excitante.
– Oh, Ana -musita pegado a mis labios, y eso me enciende y hace que todo me dé vueltas.
Él me quiere, de eso no tengo la menor duda, y disfruto del sabor de este hombre delicioso, este hombre al que creí que nunca volvería a ver. Su felicidad es evidente -le brillan los ojos, sonríe como un muchacho-, y el alivio que siente es casi palpable.
– Pensé que te había perdido -murmuro, todavía abrumada y sin aliento por ese beso.
– Nena, hará falta algo más que un 135 averiado para alejarme de ti.
– ¿135?
– El Charlie Tango. Es un Eurocopter EC135, el más seguro de su gama.
Una emoción sombría cruza fugazmente por su rostro, distrayendo mi atención. ¿Qué me oculta? Antes de que pueda preguntárselo, se queda muy quieto y baja los ojos hacia mí con el ceño fruncido, y por un segundo creo que va a contármelo. Observo sus ojos grises, pensativos.
– Un momento… Me diste esto antes de que viéramos a Flynn -dice sosteniendo el llavero, con expresión casi horrorizada.
Oh, Dios, ¿adónde quiere ir a parar con esto? Yo asiento, inexpresiva.
Abre la boca.
Yo me encojo de hombros a modo de disculpa.
– Quería que supieras que dijera lo que dijese Flynn, para mí nada cambiaría.
Christian parpadea y me mira, incrédulo.
– Así que toda la noche de ayer, mientras yo te suplicaba una respuesta, ¿ya me la habías dado?
Parece consternado. Yo vuelvo a asentir e intento desesperadamente evaluar su reacción. Él se me queda mirando, estupefacto, atónito, pero entonces entorna los ojos y en su boca se dibuja un amago de ironía.
– Toda esa preocupación… -susurra en un tono inquietante. Yo le sonrío y me encojo de hombros otra vez-. Oh, no intente hacerse la niña ingenua conmigo, señorita Steele. Ahora mismo, tengo ganas de…
Se pasa la mano por el pelo, y luego menea la cabeza y cambia de táctica.
– No puedo creer que me dejaras con la duda.
Su voz susurrante está teñida de incredulidad. Su expresión cambia levemente, sus ojos brillan perversos y aparece su sonrisa sensual.
Santo cielo. Me estremezco por dentro. ¿En qué está pensando?
– Creo que esto se merece algún tipo de retribución, señorita Steele -dice en voz baja.
¿Retribución? ¡Oh, no! Sé que está jugando… pero aun así retrocedo un poco con cautela.
Christian sonríe.
– ¿Así que ese es el juego? -susurra-. Porque te tengo en mis manos. -Y sus ojos arden intensos, juguetones-. Y además te estás mordiendo el labio -añade amenazador.
Siento cómo todas mis entrañas se contraen súbitamente. Oh, Dios. Mi futuro marido quiere jugar. Retrocedo un paso más, y luego me doy la vuelta para tratar de huir, pero es en vano. Christian me agarra con un rápido movimiento y yo grito de placer, sorprendida y sobresaltada. Me carga sobre su hombro y echa a andar por el pasillo.
– ¡Christian! -siseo, consciente de que José está arriba, aunque no creo que pueda oírnos.
Intento tranquilizarme dándole palmaditas en la parte baja de la espalda, y de pronto, con un valeroso impulso irrefrenable, le doy un cachete en el trasero. Él me lo devuelve inmediatamente.
– ¡Ay! -chillo.
– Hora de ducharse -declara triunfante.
– ¡Bájame!
Me esfuerzo por parecer enfadada, pero fracaso. Es una lucha fútil, él me sujeta firmemente los muslos con el brazo, y por la razón que sea no puedo parar de reír.
– ¿Les tienes mucho cariño a estos zapatos? -pregunta con ironía, mientras abre la puerta del baño de su dormitorio.
– Ahora mismo preferiría que tocaran el suelo -intento quejarme, pero no acabo de conseguirlo, porque no puedo dejar de reír.
– Sus deseos son órdenes para mí, señorita Steele.
Sin bajarme, me quita los dos zapatos y los deja caer ruidosamente sobre el suelo de baldosas. Se para junto al tocador, se vacía los bolsillos: la BlackBerry sin batería, las llaves, la cartera, el llavero. Desde este ángulo, solo puedo imaginar qué aspecto tendré en el espejo. Una vez que ha terminado, se dirige muy decidido hacia la inmensa ducha.
– ¡Christian! -le advierto a gritos, viendo claras ahora sus intenciones.
Abre el grifo al máximo. ¡Dios…! Un chorro de agua helada me cae directamente sobre el trasero, y chillo; luego vuelvo a acordarme de que José está arriba y me callo. Aunque voy totalmente vestida, tengo mucho frío. El agua helada me empapa el traje, las bragas y el sujetador. Estoy calada y me entra otro ataque de risa.
– ¡No! -chillo-. ¡Bájame!
Vuelvo a darle cachetes, más fuertes esta vez, y Christian me suelta dejando que me deslice por su cuerpo chorreante. Él tiene la camisa blanca pegada al torso y los pantalones del traje empapados. Yo también estoy calada, enardecida, aturdida y sin aliento, y él me mira sonriente, y está tan… increíblemente sexy.
Se pone serio, sus ojos centellean, y vuelve a cogerme la barbilla y acerca mis labios a su boca. Es un beso tierno, acariciante, que me trastorna por completo. Ya no me importa estar totalmente vestida y chorreando en la ducha de Christian. Estamos los dos solos bajo la cascada de agua. Ha vuelto, está bien, es mío.
Mis manos se dirigen involuntariamente a su camisa, que se pega a todos los músculos y tendones de su torso, mostrando el vello apelmazado bajo la tela blanca empapada. Yo le saco la camisa del pantalón de un tirón y él gime, pegado a mi boca, sin despegar sus labios de los míos. Cuando empiezo a desabrocharle la camisa, él comienza a bajar la cremallera de mi vestido lentamente. Sus labios son ahora más insistentes, más provocativos, su lengua invade mi boca… y mi cuerpo explota de deseo. Le abro la camisa de golpe. Los botones salen volando, rebotando contra las baldosas y repiqueteando por el suelo de la ducha. Mientras aparto la tela mojada de sus hombros y brazos, le empujo contra la pared, dificultando sus intentos de desnudarme.