– Buenos días, José -saludo sonriendo abiertamente.
– ¡Eh, Ana!
Se le ilumina la cara. Se alegra sinceramente de verme. En su expresión no hay ningún deje burlón ni desdeñoso.
– ¿Has dormido bien? -pregunto.
– Mucho. Vaya vistas hay desde aquí.
– Sí, es un lugar muy especial. -Como el propietario del apartamento-. ¿Te apetece un auténtico desayuno para hombres? -le pregunto bromeando.
– Me encantaría.
– Hoy es el cumpleaños de Christian. Voy a llevarle el desayuno a la cama.
– ¿Está despierto?
– No. Creo que está bastante cansado después de todo lo de ayer.
Aparto rápidamente la mirada y voy hacia el frigorífico para que no vea que me he ruborizado. Dios… pero si solo es José. Cuando saco el beicon y los huevos de la nevera, me está mirando sonriente.
– Te gusta de verdad, ¿eh?
Frunzo los labios.
– Le quiero, José.
Abre mucho los ojos un momento y luego sonríe.
– ¿Cómo no vas a quererle? -pregunta, y hace un gesto con la mano alrededor del salón.
– ¡Vaya, gracias! -le digo en tono de reproche.
– Oye, Ana, que solo era una broma.
Mmm… ¿Me harán siempre ese comentario: que me caso con Christian por su dinero?
– De verdad que era una broma. Tú nunca has sido de esa clase de chicas.
– ¿Te apetece una tortilla? -le pregunto para cambiar de tema: no quiero discutir.
– Sí.
– Y a mí también -dice Christian, entrando pausadamente en el salón.
Oh, Dios…, solo lleva esos pantalones de pijama que le quedan tan tremendamente sexys.
– José -le saluda con un gesto de la cabeza.
– Christian -le devuelve el saludo José con aire solemne.
Christian se vuelve hacia mí y sonríe maliciosamente. Lo ha hecho a propósito. Entorno los ojos en un intento desesperado por recuperar la compostura, y la expresión de Christian se altera levemente. Sabe que ahora soy consciente de lo que se propone, y no le importa en absoluto.
– Iba a llevarte el desayuno a la cama.
Se me acerca con arrogancia, me rodea los hombros con el brazo, me levanta la barbilla y me planta un beso apasionado y sonoro en los labios. ¡Tan impropio de Cincuenta!
– Buenos días, Anastasia -dice.
Tengo ganas de reñirle y de decirle que se comporte… pero es su cumpleaños. Me sonrojo. ¿Por qué es tan posesivo?
– Buenos días, Christian. Feliz cumpleaños.
Le dedico una sonrisa y él me la devuelve.
– Espero con ansia mi otro regalo -dice sin más.
Me pongo del color del cuarto rojo del dolor y miro nerviosamente a José, que parece como si se hubiera tragado algo muy desagradable. Aparto la vista y empiezo a preparar el desayuno.
– ¿Y qué planes tienes para hoy, José? -pregunta Christian con fingida naturalidad, sentándose en un taburete de la barra.
– Voy a ir a ver a mi padre y a Ray, el padre de Ana.
Christian frunce el ceño.
– ¿Se conocen?
– Sí, estuvieron juntos en el ejército. Perdieron el contacto hasta que Ana y yo nos conocimos en la universidad. Fue algo bastante curioso, y ahora son auténticos colegas. Vamos a ir de pesca.
– ¿De pesca?
Christian parece realmente interesado.
– Sí… hay piezas muy buenas en estas aguas. Unos salmones enormes.
– Es verdad. Mi hermano Elliot y yo pescamos una vez uno de quince kilos.
¿Ahora se ponen a hablar de pesca? ¿Qué tendrá la pesca para los hombres? Nunca lo he entendido.
– ¿Quince kilos? No está mal. Pero el récord lo tiene el padre de Ana, con uno de diecinueve kilos.
– ¿En serio? No me lo había dicho.
– Por cierto, feliz cumpleaños.
– Gracias. ¿Y a ti dónde te gusta pescar?
Me desentiendo. No me interesa nada de todo esto. Pero, al mismo tiempo, me siento aliviada. ¿Lo ves, Christian? José no es tan malo.
Cuando llega la hora de que José se marche, el ambiente entre ambos se ha relajado bastante. Christian se pone rápidamente unos vaqueros y una camiseta y, aún descalzo, nos acompaña a José y a mí al vestíbulo.
– Gracias por dejarme dormir aquí -le dice José a Christian cuando se dan la mano.
– Cuando quieras -responde Christian sonriendo.
José me da un pequeño abrazo.
– Cuídate, Ana.
– Claro. Me alegro de haberte visto. La próxima vez saldremos por ahí.
– Te tomo la palabra.
Se despide alzando la mano desde el interior del ascensor, y luego las puertas se cierran.
– Sigue queriendo acostarse contigo, Ana. Pero no puedo culparle de eso.
– ¡Christian, eso no es cierto!
– No te enteras de nada, ¿verdad? -Me sonríe-. Te desea. Muchísimo.
Frunzo el ceño.
– Solo es un amigo, Christian, un buen amigo.
Y de pronto me doy cuenta de que me parezco a Christian cuando habla de la señora Robinson. Y esa idea me inquieta.
Él levanta las manos en un gesto conciliatorio.
– No quiero discutir -dice en voz baja.
¡Ah! No estamos discutiendo… ¿o sí?
– Yo tampoco.
– No le has dicho que vamos a casarnos.
– No. Pensé que debía decírselo primero a mamá y a Ray.
Oh, no. Es la primera vez que pienso en eso desde que acepté su proposición. Dios… ¿qué van a decir mis padres?
Christian asiente.
– Sí, tienes razón. Y yo… eh… debería pedírselo a tu padre.
Me echo a reír.
– Christian, no estamos en el siglo XVIII.
Madre mía. ¿Qué dirá Ray? Pensar en esa conversación me horroriza.
– Es la tradición -replica Christian, encogiéndose de hombros.
– Ya hablaremos luego de eso. Quiero darte tu otro regalo -digo para intentar distraerle.
Pensar en mi regalo me tiene en un sinvivir. Necesito dárselo para ver cómo reacciona.
Él me dedica su sonrisa tímida y se me para el corazón. Aunque viva mil años, nunca me cansaré de esa sonrisa.
– Estas mordiéndote el labio otra vez -me dice, y me levanta la barbilla.
Cuando sus dedos me tocan, un estremecimiento recorre mi cuerpo. Sin decir una palabra, y ahora que todavía me queda algo de valor, le cojo de la mano y le llevo de nuevo al dormitorio. Le suelto cuando llegamos junto a la cama y, de debajo de mi lado del lecho, saco las otras dos cajas de regalo.
– ¿Dos? -dice sorprendido.
Yo inspiro profundamente.
– Esto lo compré antes del… eh… incidente de ayer. Ahora ya no me convence tanto.
Y me apresuro a darle uno de los paquetes, antes de cambiar de opinión. Él se me queda mirando desconcertado al notar mis dudas.
– ¿Seguro que quieres que lo abra?
Yo asiento, ansiosa.
Christian rompe el envoltorio y mira sorprendido la caja.
– Es el Charlie Tango -susurro.
Él sonríe. La caja contiene un pequeño helicóptero de madera, con unas grandes hélices que funcionan con energía solar. La abre.
– Energía solar -murmura-. Uau.
Y, sin apenas darme cuenta, ya está sentado en la cama, montándolo. Lo encaja rápidamente y lo sostiene en la palma de la mano. Un helicóptero azul de madera. Levanta la vista hacia mí con esa gloriosa sonrisa de muchacho cien por cien americano, y luego se acerca a la ventana y, cuando la luz del sol baña el pequeño helicóptero, las hélices empiezan a girar.
– Mira esto -musita, y lo observa de cerca-. Lo que ya es posible hacer con esta tecnología.
Lo sostiene a la altura de los ojos y contempla cómo giran las hélices. Está fascinado, y también es fascinante ver cómo se deja llevar por sus pensamientos mientras mira el pequeño helicóptero. ¿En qué estará pensando?