– Gracias, papá. Te vuelvo a pasar a Christian. Sé cariñoso con él. Le amo -susurro.
Creo que Ray sonríe al otro lado de la línea, pero es difícil decirlo. Con Ray siempre es difícil.
– Cuenta con ello, Annie. Y ven a visitar a este viejo y tráete a Christian.
Vuelvo a la sala, enfadada con Christian por no haberme avisado, y le paso el teléfono con un gesto que le hace saber lo molesta que estoy. Él lo coge de buen humor y regresa al estudio.
Dos minutos después reaparece.
– Tengo la bendición un tanto reticente de tu padrastro -dice orgullosamente, tanto, de hecho, que me da la risa y él me sonríe.
Se comporta como si acabara de negociar una fusión o una adquisición importantísima, lo cual, supongo, en cierto sentido ha hecho.
– Vaya, eres muy buena cocinera, mujer.
Christian se traga el último bocado y alza la copa de vino. Yo me ruborizo por el halago, y se me ocurre que solo podré cocinar para él los fines de semana. Frunzo el ceño. A mí me encanta cocinar. Quizá debería hacerle un pastel de cumpleaños. Consulto el reloj. Aún tengo tiempo.
– ¿Ana? -Christian interrumpe mis pensamientos-. ¿Por qué me pediste que no te hiciera fotos?
Su pregunta me inquieta, sobre todo porque utiliza un tono de voz aparentemente dulce.
Oh… no. Las fotos. Miro fijamente mi plato vacío y entrelazo los dedos en el regazo. ¿Qué puedo decir? Me prometí a mí misma que no mencionaría que encontré su versión de Penthouse Pets.
– Ana -dice bruscamente-. ¿Qué pasa?
Su voz me sobresalta, obligándome a mirarle. ¿Cómo he podido llegar a pensar que ya no me intimidaba?
– Encontré tus fotos -susurro.
Christian abre los ojos, conmocionado.
– ¿Has entrado en la caja fuerte? -pregunta, incrédulo.
– ¿Caja fuerte? No. No sabía que tuvieras una.
Frunce el ceño.
– No lo entiendo.
– En tu vestidor. La caja. Estaba buscando tu corbata, y la caja estaba debajo de los vaqueros… esos que llevas normalmente en el cuarto de juegos. Menos hoy.
Y me ruborizo.
Me mira con la boca abierta, horrorizado, y se pasa nerviosamente la mano por el cabello mientras procesa la información. Se frota la barbilla, sumido en sus pensamientos, pero no puede ocultar la perplejidad y el enojo impresos en su cara. Sacude la cabeza abruptamente, exasperado -pero también divertido-, y una ligera sonrisa de admiración aflora en la comisura de su boca. Junta las manos frente a sí y vuelve a dedicarme toda su atención.
– No es lo que piensas. Me había olvidado por completo de ellas. Alguien ha cambiado la caja de sitio. Esas fotos deberían estar en la caja fuerte.
– ¿Quién las cambió de sitio? -murmuro.
Él traga saliva.
– Solo pudo hacerlo una persona.
– Oh. ¿Quién? ¿Y qué quieres decir con «No es lo que piensas»?
Él suspira y ladea la cabeza, y creo que está avergonzado. ¡Debería estarlo!, me increpa mi subconsciente.
– Esto te va a sonar frío, pero… hay una póliza de seguros -susurra, y se pone tenso a la espera de mi respuesta.
– ¿Una póliza de seguros?
– Contra la exhibición pública de esas fotos.
De repente caigo en la cuenta y me siento incómoda y un tanto idiota.
– Oh -musito, porque no se me ocurre qué decir. Cierro los ojos. Aquí están de nuevo: las cincuenta sombras de su vida destrozada, aquí y ahora-. Sí. Tienes razón -digo con un hilo de voz-. Suena muy frío.
Me levanto para recoger los platos. No quiero saber nada más.
– Ana.
– ¿Lo saben ellas? ¿Las chicas… las sumisas?
Él frunce el ceño.
– Claro que lo saben.
Ah, bueno, algo es algo. Alarga una mano para cogerme y atraerme hacia él.
– Esas fotos deberían estar en la caja fuerte. No son para ningún fin recreativo. -Hace una pausa-. Quizá lo fueron en un principio, cuando se hicieron. Pero… -Se calla y me mira suplicante-. No significan nada.
– ¿Quién las puso en tu vestidor?
– Solo pudo haber sido Leila.
– ¿Ella sabe la combinación de tu caja fuerte?
Él se encoge de hombros.
– No me sorprendería. Es una combinación muy larga, que casi nunca uso. Es el único número que tengo anotado y que nunca he cambiado. -Sacude la cabeza-. Me pregunto qué más sabrá Leila y si habrá sacado alguna otra cosa de allí. -Frunce el ceño y vuelve a mirarme-. Mira, destruiré las fotos. Ahora mismo si quieres.
– Son tus fotos, Christian. Haz lo que quieras con ellas -musito.
– No seas así -dice, sosteniéndome la cabeza entre las manos y mirándome a los ojos-. Yo no quiero esa vida. Quiero nuestra vida, juntos.
Santo Dios. ¿Cómo sabe que bajo mi horror ante esas fotos se oculta toda mi paranoia?
– Creía que habíamos exorcizado todos esos fantasmas esta mañana, Ana. Yo lo siento así, ¿tú no?
Le miro fijamente, recordando esa mañana tan, tan placentera y romántica, descaradamente lasciva, en su cuarto de juegos.
– Sí. -Sonrío-. Yo también siento lo mismo.
– Bien. -Se inclina hacia delante, me besa y me rodea con sus brazos-. Las romperé -murmura-. Y luego tengo que ir a trabajar. Lo siento, nena, pero tengo un montón de asuntos de negocios esta tarde.
– No pasa nada. Yo tengo que llamar a mi madre. -Hago una mueca-. Y después quiero comprar algunas cosas y hacerte un pastel.
Él sonríe de oreja a oreja y sus ojos se iluminan como los de un chiquillo.
– ¿Un pastel?
Asiento.
– ¿Un pastel de chocolate?
– ¿Tú quieres un pastel de chocolate?
Su sonrisa es contagiosa. Asiente.
– Veré lo que puedo hacer, señor Grey.
Y vuelve a besarme.
Carla se queda muda por la sorpresa.
– Mamá, di algo.
– No estarás embarazada, ¿verdad, Ana? -murmura, horrorizada.
– No, no, no es nada de eso.
La desilusión me parte el corazón, y me entristece que pueda pensar eso de mí. Pero luego recuerdo, con mayor decepción si cabe, que ella estaba embarazada de mí cuando se casó con mi padre.
– Perdona, cielo. Pero es que todo esto es tan repentino. Quiero decir que Christian es muy buen partido, pero tú eres muy joven, y deberías ver antes un poco de mundo.
– Mamá, ¿no puedes alegrarte por mí sin más? Yo le quiero.
– Es que necesito acostumbrarme a la idea, cariño. Me has dejado de piedra. En Georgia ya noté que había algo muy especial entre vosotros, pero el matrimonio…
En Georgia él quería que yo fuera su sumisa, pero eso no se lo voy a decir a ella.
– ¿Habéis fijado la fecha?
– No.
– Ojalá tu padre estuviera vivo -susurra.
Oh, no… esto no. Ahora no.
– Lo sé, mamá. A mí también me hubiera gustado conocerle.
– Solo te tuvo en brazos una vez, y estaba tan orgulloso. Pensaba que eras la niña más preciosa del mundo.
Y relata la vieja historia familiar con un hilillo quejumbroso de voz… una vez más. Va a echarse a llorar.
– Lo sé, mamá.
– Y luego murió -dice con un leve sollozo, y sé que el recuerdo la ha afligido, como pasa siempre.
– Mamá -susurro, sintiendo ganas de traspasar el teléfono y poder abrazarla.
– Soy una vieja tonta -musita, y vuelve a dejar escapar otro sollozo-. Claro que me alegro mucho por ti, cariño. ¿Ray lo sabe? -añade.
Parece que ha recuperado la compostura.
– Christian acaba de pedírselo.
– Oh, qué tierno. Bien.
La noto melancólica, pero está haciendo un esfuerzo.
– Sí, lo ha sido -murmuro.
– Ana, cielo, te quiero muchísimo. Y me alegro mucho por ti. Y tenéis que venir a verme, los dos.