– Sí, mamá. Yo también te quiero.
– Bob me está llamando. Tengo que colgar. Ya me dirás la fecha. Tenemos que planear… ¿será una boda por todo lo alto?
Una boda por todo lo alto. Oh, Dios. Ni siquiera había pensado en eso. ¿Una gran boda? No, yo no quiero una gran boda.
– Todavía no lo sé. En cuanto lo sepa te llamo.
– Bien. Y ve con cuidado. Aún tenéis que disfrutar mucho juntos… ya habrá tiempo para tener hijos.
¡Hijos! Mmm… y ahí está otra vez: una alusión, no muy sutil, al hecho de que ella me tuvo muy joven.
– Mamá, yo no te arruiné la vida, ¿verdad?
Ella sofoca un gemido.
– Oh, no, Ana, yo nunca pensé eso. Tú fuiste lo mejor que nos pasó en la vida a tu padre y a mí. Pero me gustaría que él estuviera aquí para verte tan adulta y a punto de casarte.
Vuelve a ponerse nostálgica y llorosa.
– A mí también me gustaría. -Muevo la cabeza, pensando en mi mítico padre-. Te dejo, mamá. Ya volveré a llamarte.
– Te quiero, cariño.
– Yo también, mamá. Adiós.
Trabajar en la cocina de Christian es algo de ensueño. Para ser un hombre que no sabe nada de tareas culinarias, se diría que lo tiene todo. Sospecho que a la señora Jones también le gusta la cocina. Lo único que necesito ahora es chocolate de buena calidad para el glaseado. Dejo las dos mitades del pastel sobre una rejilla para que se enfríen, cojo el bolso y asomo la cabeza por la puerta del estudio de Christian. Está concentrado en la pantalla del ordenador. Levanta la vista y me mira.
– Voy un momento a la tienda a buscar unos ingredientes.
– Vale.
Frunce el ceño.
– ¿Qué pasa?
– ¿Piensas ponerte unos vaqueros o algo?
Oh, por favor…
– Solo son piernas, Christian.
Me mira fijamente, muy serio. Esto acabará en pelea. Y es su cumpleaños. Le dirijo una mirada exasperada, sintiéndome como una adolescente descarriada.
– ¿Y si estuviéramos en la playa? -pregunto, optando por otra táctica.
– No estamos en la playa.
– Si estuviéramos en la playa, ¿protestarías?
Se queda pensando en ello un momento.
– No -se limita a responder.
Abro muchos los ojos y le sonrío, satisfecha.
– Bueno, pues imagínate que lo estamos. Hasta luego.
Me doy la vuelta y salgo disparada hacia el vestíbulo. Consigo llegar al ascensor antes de que me atrape. Cuando se cierran las puertas, le hago un gesto de despedida y le sonrío con cariño, mientras él me mira impotente, con los ojos entornados, pero afortunadamente de buen humor. Sacude la cabeza con gesto de exasperación, y luego dejo de verle.
Oh, ha sido emocionante. La adrenalina palpita en mis venas, y tengo la sensación de que el corazón se me va a salir del pecho. Pero, a medida que el ascensor baja, mi ánimo también desciende. Maldita sea… ¿qué he hecho?
He despertado a la fiera. Se enfadará conmigo cuando vuelva. Mi subconsciente me mira fijamente por encima de sus gafas de media luna, con una vara de sauce en la mano. Oh, no. Pienso en la poca experiencia que tengo con los hombres. Yo nunca he vivido con un hombre… bueno, excepto con Ray pero, por alguna razón, él no cuenta. Es mi padre… bueno, el hombre a quien considero mi padre.
Y ahora tengo a Christian. En realidad, él nunca ha vivido con nadie, creo. Tengo que preguntárselo… si es que todavía me habla.
No obstante creo firmemente que tengo que vestirme como yo quiera. Recuerdo sus normas. Sí, esto debe de ser muy duro para él, pero también tengo clarísimo que este vestido lo pagó él. Debería haber dejado instrucciones más claras en Neimans: ¡nada demasiado corto!
Este vestido no es tan corto, ¿no? Lo compruebo en el gran espejo de la entrada. Maldita sea. Sí, lo es, pero ya he tomado mi decisión. Y sin duda tendré que enfrentarme a las consecuencias. Me pregunto vagamente qué hará él, pero primero tengo que sacar dinero.
Me quedo mirando el comprobante del cajero automático: 51.689,16 dólares. ¡Hay cincuenta mil dólares de más! «Anastasia, si aceptas mi proposición, tú también vas a tener que aprender a ser rica.» Y ya está empezando. Cojo mis míseros cincuenta dólares y me encamino hacia la tienda.
Cuando vuelvo, voy directamente a la cocina, sin poder evitar un escalofrío de alarma. Christian sigue en su estudio. Vaya. Lleva ahí encerrado casi toda la tarde. Decido que la mejor opción es enfrentarme a él y comprobar cuanto antes la gravedad de lo que he hecho. Me acerco con cautela a la puerta de su estudio. Está al teléfono, mirando por la ventana.
– ¿Y el especialista de Eurocopter vendrá el lunes por la tarde?… Bien. Mantenme informado. Diles que necesito sus primeras conclusiones el lunes a última hora o el martes por la mañana.
Cuelga y da la vuelta a la silla, pero al verme se queda quieto, con gesto impasible.
– Hola -musito.
Él no dice nada, y se me cae el corazón a los pies. Entro con cuidado en su estudio y me acerco a la mesa donde está sentado. Él sigue sin decir nada, y no deja de mirarme a los ojos. Me quedo de pie frente a él, sintiéndome ridícula de cincuenta mil formas distintas.
– He vuelto. ¿Estás enfadado conmigo?
Él suspira y me coge de la mano. Me atrae hacia él, me sienta en su regazo de un tirón y me rodea con sus brazos. Hunde la nariz en mi cabello.
– Sí -dice.
– Perdona. No sé lo que me ha pasado.
Me acurruco en su regazo, aspiro su celestial aroma a Christian y me siento segura, pese a saber que está enfadado.
– Yo tampoco. Vístete como quieras -murmura. Sube la mano por mi pierna desnuda hasta el muslo-. Además, este vestido tiene sus ventajas.
Se inclina para besarme y nuestros labios se rozan. La pasión, o la lujuria, o una necesidad profundamente arraigada de hacer las paces, me invade, y el deseo me inflama la sangre. Le cojo la cabeza entre las manos y sumerjo los dedos en su cabello. Él gime y su cuerpo responde, y me mordisquea con avidez el labio inferior… el cuello, la oreja, e invade mi boca con su lengua, y antes de que me dé cuenta se baja la cremallera de los pantalones, me coloca a horcajadas sobre su regazo y me penetra. Yo me agarro al respaldo de la silla, mis pies apenas tocan el suelo… y empezamos a movernos.
– Me gusta tu forma de pedir perdón -musita con los labios sobre mi pelo.
– Y a mí la tuya -digo con una risita, y me acurruco contra su pecho-. ¿Has terminado?
– Por Dios, Ana, ¿quieres más?
– ¡No! De trabajar.
– Aún me queda una media hora. He oído tu mensaje en el buzón de voz.
– Es de ayer.
– Parecías preocupada.
Le abrazo fuerte.
– Lo estaba. No es propio de ti no contestar a las llamadas.
Me besa el cabello.
– Tu pastel ya estará listo dentro de media hora.
Le sonrío y bajo de su regazo.
– Me hace mucha ilusión. Cuando estaba en el horno olía maravillosamente, incluso evocador.
Le sonrío con timidez, un poco avergonzada, y él responde con idéntica expresión. Vaya, ¿realmente somos tan distintos? Quizá esto le traiga recuerdos de la infancia. Me inclino hacia delante, le doy un beso fugaz en la comisura de los labios y me voy a la cocina.
Cuando le oigo salir del estudio, ya lo tengo todo preparado, y enciendo la solitaria vela dorada de su pastel. Él me dedica una sonrisa radiante mientras se acerca muy despacio, y yo le canto bajito «Cumpleaños feliz». Luego se inclina y sopla con los ojos cerrados.
– He pedido un deseo -dice cuando vuelve a abrirlos, y por alguna razón su mirada hace que me sonroje.