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Enciendo la lámpara de la mesilla y enfoco la luz hacia esa fotografía. Ni siquiera sé cómo se llamaba. Se parece mucho a él, pero más joven y más triste, y lo único que siento al ver su afligida expresión es lástima. Intento encontrar similitudes entre su cara y la mía. Observo la foto con los ojos entornados y me acerco mucho, muchísimo, pero no veo ninguna. Excepto el pelo quizá, aunque creo que ella lo tenía más claro. No me parezco a ella en absoluto. Y es un alivio.

Mi subconsciente chasquea la lengua y me mira por encima de sus gafas de media luna con los brazos cruzados. ¿Por qué te torturas a ti misma? Ya has dicho que sí. Ya has decidido tu destino. Yo le respondo frunciendo los labios: Sí, lo he hecho, y estoy encantada. Quiero pasar el resto de mi vida tumbada en esta cama con Christian. La diosa que llevo dentro, sentada en posición de loto, sonríe serena. Sí, he tomado la decisión adecuada.

Tengo que ir a buscar a Christian; estará preocupado. No tengo ni idea de cuánto rato he estado en esta habitación; creerá que he huido. Al pensar en su reacción exagerada, pongo los ojos en blanco. Espero que Grace y él hayan terminado de hablar. Me estremezco al pensar qué más debe de haberle dicho ella.

Me encuentro a Christian subiendo las escaleras del segundo piso, buscándome. Su rostro refleja tensión y cansancio; no es el Christian feliz y despreocupado con el que llegué. Me quedo en el rellano y él se para en el último escalón, de manera que quedamos al mismo nivel.

– Hola -dice con cautela.

– Hola -contesto en idéntico tono.

– Estaba preocupado…

– Lo sé -le interrumpo-. Perdona… no era capaz de sumarme a la fiesta. Necesitaba apartarme, ¿sabes? Para pensar.

Alargo la mano y le acaricio la cara. Él cierra los ojos y la apoya contra mi palma.

– ¿Y se te ocurrió hacerlo en mi dormitorio?

– Sí.

Me coge la mano, me atrae hacia él y yo me dejo caer en sus brazos, mi lugar preferido en todo el mundo. Huele a ropa limpia, a gel de baño y a Christian, el aroma más tranquilizador y excitante que existe. Él inspira, pegado a mi cabello.

– Lamento que hayas tenido que pasar por todo eso.

– No es culpa tuya, Christian. ¿Por qué ha venido ella?

Baja la vista hacia mí y sus labios se curvan en un gesto de disculpa.

– Es amiga de la familia.

Yo intento mantenerme impasible.

– Ya no. ¿Cómo está tu madre?

– Ahora mismo está bastante enfadada conmigo. Sinceramente, estoy encantado de que tú estés aquí y de que esto sea una fiesta. De no ser así, puede que me hubiera matado.

– ¿Tan enojada está?

Él asiente muy serio, y me doy cuenta de que está desconcertado por la reacción de ella.

– ¿Y la culpas por eso? -digo en tono suave y cariñoso.

Él me abraza fuerte y parece indeciso, como si tratara de ordenar sus pensamientos.

Finalmente responde:

– No.

¡Uau! Menudo avance.

– ¿Nos sentamos? -pregunto.

– Claro. ¿Aquí?

Asiento y nos acomodamos en lo alto de la escalera.

– ¿Y tú qué sientes? -pregunto ansiosa, apretándole la mano y observando su cara triste y seria.

Él suspira.

– Me siento liberado.

Se encoge de hombros, y luego sonríe radiante, con una sonrisa gloriosa y despreocupada al más puro estilo Christian, y el cansancio y la tensión presentes hace un momento se desvanecen.

– ¿De verdad?

Yo le devuelvo la sonrisa. Uau, bajaría a los infiernos por esa sonrisa.

– Nuestra relación de negocios ha terminado.

Le miro con el ceño fruncido.

– ¿Vas a cerrar la cadena de salones de belleza?

Suelta un pequeño resoplido.

– No soy tan vengativo, Anastasia -me reprende-. No, le regalaré el negocio. Se lo debo. El lunes hablaré con mi abogado.

Yo arqueo una ceja.

– ¿Se acabó la señora Robinson?

Adopta una expresión irónica y menea la cabeza.

– Para siempre.

Yo sonrío radiante.

– Siento que hayas perdido una amiga.

Se encoge de hombros y luego esboza un amago de sonrisa.

– ¿De verdad lo sientes?

– No -confieso, ruborizada.

– Ven. -Se levanta y me ofrece una mano-. Unámonos a esa fiesta en nuestro honor. Incluso puede que me emborrache.

– ¿Tú te emborrachas? -le pregunto, y le doy la mano.

– No, desde mis tiempos de adolescente salvaje.

Bajamos la escalera.

– ¿Has comido? -pregunta.

Oh, Dios.

– No.

– Pues deberías. A juzgar por el olor y el aspecto que tenía Elena, lo que le tiraste era uno de esos combinados mortales de mi padre.

Me observa e intenta sin éxito disimular su gesto risueño.

– Christian, yo…

Levanta una mano.

– No discutamos, Anastasia. Si vas a beber, y a tirarles copas encima a mis ex, antes tienes que comer. Es la norma número uno. Creo que ya tuvimos esta conversación después de la primera noche que pasamos juntos.

Oh, sí. El Heathman.

Cuando llegamos al pasillo, se detiene y me acaricia la cara, deslizando los dedos por mi mandíbula.

– Estuve despierto durante horas, contemplando cómo dormías -murmura-. Puede que ya te amara entonces.

Oh.

Se inclina y me besa con dulzura, y yo me derrito por dentro, y toda la tensión de la última hora se disipa lánguidamente de mi cuerpo.

– Come -susurra.

– Vale -accedo, porque en este momento haría cualquier cosa por él.

Me da la mano y me conduce hacia la cocina, donde la fiesta está en pleno auge.

– Buenas noches, John, Rhian.

– Felicidades otra vez, Ana. Seréis muy felices juntos.

El doctor Flynn nos sonríe con afecto cuando, cogidos del brazo, nos despedimos de él y de Rhian en el vestíbulo.

– Buenas noches.

Christian cierra la puerta, sacude la cabeza, y me mira de repente con unos ojos brillantes por la emoción.

¿Qué se propone?

– Solo queda la familia. Me parece que mi madre ha bebido demasiado.

Grace está cantando con una consola de karaoke en la sala familiar. Kate y Mia no paran de animarla.

– ¿Y la culpas por ello?

Le sonrío con complicidad, intentando mantener el buen ambiente entre ambos. Con éxito.

– ¿Se está riendo de mí, señorita Steele?

– Así es.

– Un día memorable.

– Christian, últimamente todos los días que paso contigo son memorables -digo en tono mordaz.

– Buena puntualización, señorita Steele. Ven, quiero enseñarte una cosa.

Me da la mano y me conduce a través de la casa hasta la cocina, donde Carrick, Ethan y Elliot hablan de los Mariners, beben los últimos cócteles y comen los restos del festín.

– ¿Vais a dar un paseo? -insinúa Elliot burlón cuando cruzamos las puertas acristaladas.

Christian no le hace caso. Carrick le pone mala cara a Elliot, moviendo la cabeza con un mudo reproche.

Mientras subimos los escalones hasta el jardín, me quito los zapatos. La media luna brilla resplandeciente sobre la bahía. Reluce intensamente, proyectando infinitas sombras y matices de gris a nuestro alrededor, mientras las luces de Seattle centellean a lo lejos. La casita del embarcadero está iluminada, como un faro que refulge suavemente bajo el frío halo de la luna.

– Christian, mañana me gustaría ir a la iglesia.

– ¿Ah?

– Recé para que volvieras a casa con vida, y así ha sido. Es lo mínimo que puedo hacer.