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– De acuerdo.

Deambulamos de la mano durante un rato, envueltos en un silencio relajante. Y entonces se me ocurre preguntarle:

– ¿Dónde vas a poner las fotos que me hizo José?

– Pensé que podríamos colgarlas en la casa nueva.

– ¿La has comprado?

Se detiene para mirarme fijamente, y dice en un tono lleno de preocupación:

– Sí, creí que te gustaba.

– Me gusta. ¿Cuándo la has comprado?

– Ayer por la mañana. Ahora tenemos que decidir qué hacer con ella -murmura aliviado.

– No la eches abajo. Por favor. Es una casa preciosa. Solo necesita que la cuiden con amor y cariño.

Christian me mira y sonríe.

– De acuerdo. Hablaré con Elliot. Él conoce a una arquitecta muy buena que me hizo unas obras en Aspen. Él puede encargarse de la reforma.

De pronto me quedo sin aliento, recordando la última vez que cruzamos el jardín bajo la luz de la luna en dirección a la casita del embarcadero. Oh, quizá sea allí adonde vamos ahora. Sonrío.

– ¿Qué pasa?

– Me estaba acordando de la última vez que me llevaste a la casita del embarcadero.

A Christian se le escapa la risa.

– Oh, aquello fue muy divertido. De hecho…

Y de repente se me carga al hombro, y yo chillo, aunque no creo que vayamos demasiado lejos.

– Estabas muy enfadado, si no recuerdo mal -digo jadeante.

– Anastasia, yo siempre estoy muy enfadado.

– No, no es verdad.

Él me da un cachete en el trasero y se detiene frente a la puerta de madera. Me baja deslizándome por su cuerpo hasta dejarme en el suelo, y me coge la cabeza entre las manos.

– No, ya no.

Se inclina y me besa con fuerza. Cuando se aparta, me falta el aire y el deseo domina mi cuerpo.

Baja los ojos hacia mí, y el resplandor luminoso que sale de la casita del embarcadero me permite ver que está ansioso. Mi hombre ansioso, no un caballero blanco ni oscuro, sino un hombre: un hombre hermoso y ya no tan destrozado al que amo. Levanto la mano y le acaricio la cara. Deslizo los dedos sobre sus patillas y por la mandíbula hasta el mentón, y dejo que mi dedo índice le acaricie los labios. Él se relaja.

– Tengo que enseñarte una cosa aquí dentro -murmura, y abre la puerta.

La cruda luz de los fluorescentes ilumina la impresionante lancha motora, que se mece suavemente en las aguas oscuras del muelle. A su lado se ve un pequeño bote de remos.

– Ven.

Christian toma mi mano y me conduce por los escalones de madera. Al llegar arriba, abre la puerta y se aparta para dejarme entrar.

Me quedo con la boca abierta. La buhardilla está irreconocible. La habitación está llena de flores… hay flores por todas partes. Alguien ha creado un maravilloso emparrado de preciosas flores silvestres, entremezcladas con centelleantes luces navideñas y farolillos que inundan la habitación de un fulgor pálido y tenue.

Vuelvo la cara para mirarle, y él me está observando con una expresión inescrutable. Se encoge de hombros.

– Querías flores y corazones -murmura.

Apenas puedo creer lo que estoy viendo.

– Mi corazón ya lo tienes. -Y hace un gesto abarcando la habitación.

– Y aquí están las flores -susurro, terminando la frase por él-. Christian, es precioso.

No se me ocurre qué más decir. Tengo un nudo en la garganta y las lágrimas inundan mis ojos.

Tirando suavemente de mi mano me hace entrar y, antes de que pueda darme cuenta, le tengo frente a mí con una rodilla hincada en el suelo. ¡Dios santo… esto sí que no me lo esperaba! Me quedo sin respiración.

Él saca un anillo del bolsillo interior de la chaqueta y levanta sus ojos grises hacia mí, brillantes, sinceros y cargados de emoción.

– Anastasia Steele. Te quiero. Quiero amarte, honrarte y protegerte durante el resto de mi vida. Sé mía. Para siempre. Comparte tu vida conmigo. Cásate conmigo.

Le miro parpadeando, y las lágrimas empiezan a resbalar por mis mejillas. Mi Cincuenta, mi hombre. Le quiero tanto. Me invade una inmensa oleada de emoción, y lo único que soy capaz de decir es:

– Sí.

Él sonríe, aliviado, y desliza lentamente el anillo en mi dedo. Es un precioso diamante ovalado sobre un aro de platino. Uau, es grande… Grande, pero simple, deslumbrante en su simplicidad.

– Oh, Christian -sollozo, abrumada de pronto por tanta felicidad.

Me arrodillo a su lado, hundo las manos en su cabello y le beso. Le beso con todo mi corazón y mi alma. Beso a este hombre hermoso que me quiere tanto como yo le quiero a él; y él me envuelve en sus brazos, y pone las manos sobre mi pelo y la boca sobre mis labios. Y en el fondo de mi ser sé que siempre seré suya, y que él siempre será mío. Juntos hemos llegado muy lejos, y tenemos que llegar aún más lejos, pero estamos hechos el uno para el otro. Estamos predestinados.

Da una calada y la punta del cigarrillo brilla en la oscuridad. Expulsa una gran bocanada de humo, que termina en dos anillos que se disipan ante él, pálidos y espectrales bajo la luz de la luna. Se remueve en el asiento, aburrido, y bebe un pequeño sorbo de bourbon barato de una botella envuelta en un papel marrón arrugado, que luego vuelve a colocarse entre los muslos.

Es increíble que aún le siga la pista. Tuerce la boca en una mueca sardónica. Lo del helicóptero ha sido una acción temeraria y precipitada. Una de las cosas más excitantes que ha hecho en toda su vida. Pero ha sido en vano. Pone los ojos en blanco con expresión irónica. ¿Quién habría pensado que ese hijo de puta sabría pilotar tan bien, el muy cabrón?

Suelta un gruñido.

Le han infravalorado. Si Grey creyó por un momento que se retiraría gimoteante y con el rabo entre las piernas, es que ese capullo no se entera de nada.

Le ha pasado lo mismo durante toda la vida. La gente le ha infravalorado constantemente: no es más que un hombre que lee libros. ¡Y una mierda! Es un hombre que lee libros, y que además tiene una memoria fotográfica. Ah, las cosas de las que se ha enterado, las cosas que sabe. Gruñe otra vez. Sí, sobre ti, Grey. Las cosas que sé sobre ti.

No está mal para ser un chico de los bajos fondos de Detroit.

No está mal para ser un chico que obtuvo una beca para Princeton.

No está mal para ser un chico que se deslomó trabajando durante la universidad y al final consiguió entrar en el mundo editorial.

Y ahora todo eso se ha jodido, se ha ido al garete por culpa de Grey y su putita. Frunce el ceño mientras observa la casa, como si representara todo lo que él desprecia. Pero no ha pasado nada. El único acontecimiento destacable ha sido esa mujer de la melenita rubia corta que ha bajado por el sendero hecha un mar de lágrimas, se ha subido al CLK blanco y se ha marchado.

Suelta una risita amarga y hace una mueca de dolor. Joder, las costillas. Todavía le duelen por culpa de las patadas que le dio el esbirro de Grey.

Revive la escena en su mente. «Si vuelves a tocar a la señorita Steele, te mato.»

Ese hijo de perra también recibirá lo suyo. Sí, no sabe lo que le espera.

Se reclina otra vez en el asiento. Parece que la noche va a ser larga. Se quedará, vigilando y esperando. Da otra calada al Marlboro. Ya llegará su oportunidad. Llegará muy pronto.

E. L. James

E.L. James ha desempeñado varios cargos ejecutivos en televisión. Está casada, tiene dos hijos y vive en Londres. De niña, soñaba con escribir historias que cautivaran a los lectores, pero postergó sus sueños para dedicarse a la familia y a su carrera. Finalmente reunió el coraje para escribir su primera novela, Cincuenta sombras de Grey. Es también la autora de Cincuenta sombras más oscuras y Cincuenta sombras liberadas. Con motivo del fenómeno editorial que ha supuesto la trilogía «Cincuenta sombras», con gran repercusión en los medios y que ya ha vendido millones de ejemplares, la revista Time ha nombrado a E.L. James una de las cien personas más influyentes del año. Los derechos de traducción se han vendido a cuarenta países, y Universal Pictures y Focus Features han comprado los derechos cinematográficos.