Christian, atónito, da un paso hacia atrás. Ay, Dios. ¿He ido demasiado lejos?
– ¿Un gilipollas? -murmura mientras su cara adquiere una expresión divertida.
¡Maldita sea! ¡Estoy enfadada contigo, no me hagas reír!
– Sí.
Me esfuerzo por mantener mi actitud de ultraje moral.
– ¿Un gilipollas? -repite Christian.
Esta vez sus labios se tuercen para disimular una sonrisa.
– ¡No me hagas reír cuando estoy enfadada contigo! -grito.
Y él sonríe, enseñando toda la dentadura con esa sonrisa deslumbrante de muchachote americano, y yo no puedo contenerme. Sonrío y me echo a reír también. ¿Cómo podría no afectarme la alegría que veo en su sonrisa?
– El que tenga una maldita sonrisa estúpida en la cara no significa que no esté cabreadísima contigo -digo sin aliento, intentando reprimir mi risita tonta de animadora de instituto.
Aunque yo nunca fui animadora, pienso con amargura.
Se inclina y creo que va a besarme, pero no lo hace. Me huele el pelo e inspira profundamente.
– Eres imprevisible, señorita Steele, como siempre. -Se incorpora de nuevo y me observa, con una chispa de humor en los ojos-. ¿Piensas invitarme o vas a enviarme a casa por ejercer mi derecho democrático, como ciudadano americano, empresario y consumidor, de comprar lo que me dé la real gana?
– ¿Has hablado con el doctor Flynn de eso?
Se ríe.
– ¿Vas a dejarme entrar o no, Anastasia?
Yo intento ponerle mala cara -morderme el labio ayuda-, pero sonrío al abrir la puerta. Christian se da la vuelta, le hace un gesto a Taylor, y el Audi se marcha.
Es raro estar con Christian Grey en el apartamento. Parece un sitio muy pequeño para él.
Sigo enfadada: su acoso no tiene límites, y ahora caigo que es así como supo que los correos de SIP estaban monitorizados. Seguramente sabe más de SIP que yo. Esa idea me resulta desagradable.
¿Qué puedo hacer? ¿Por qué tiene esa necesidad de mantenerme a salvo? Soy una adulta -más o menos-, por el amor de Dios… ¿Qué puedo hacer para tranquilizarle?
Observo su cara mientras se pasea por la habitación como un animal enjaulado, y mi rabia disminuye. Verle aquí, en mi espacio, cuando creí que habíamos terminado, es reconfortante. Más que reconfortante… le quiero, y mi corazón se expande con un júbilo exaltado y embriagador. Él echa un vistazo por todas partes, examinando el entorno.
– Es bonito -dice.
– Los padres de Kate lo compraron para ella.
Asiente abstraído y sus vivaces ojos grises descansan en los míos, me miran.
– Esto… ¿quieres beber algo? -susurro, ruborizada por los nervios.
– No, gracias, Anastasia.
Su mirada se ensombrece.
¿Por qué estoy tan nerviosa?
– ¿Qué te gustaría hacer, Anastasia? -pregunta dulcemente mientras camina hacia mí, salvaje y ardiente-. Yo sé lo que quiero hacer -añade en voz baja.
Me echo hacia atrás y choco contra el cemento de la cocina tipo isla.
– Sigo enfadada contigo.
– Lo sé.
Me sonríe con un amago de disculpa y yo me derrito… bueno, quizá no esté tan enfadada.
– ¿Te apetece comer algo? -pregunto.
Él asiente despacio.
– Sí, a ti -murmura.
Mi cuerpo se tensa de cintura para abajo. Solo su voz basta para seducirme, pero esa mirada, esa hambrienta mirada de deseo urgente… Oh, Dios.
Está de pie delante de mí, sin llegar a tocarme. Baja la vista, me mira a los ojos y el calor que irradia su cuerpo me inunda. Siento un ardor sofocante que me aturde y las piernas como si fueran de gelatina, mientras un deseo oscuro me recorre las entrañas. Le deseo.
– ¿Has comido hoy? -murmura.
– Un bocadillo al mediodía -susurro.
No quiero hablar de comida.
Entorna los ojos.
– Tienes que comer.
– La verdad es que ahora no tengo hambre… de comida.
– ¿De qué tiene hambre, señorita Steele?
– Creo que ya lo sabe, señor Grey.
Se inclina y nuevamente creo que va a besarme, pero no lo hace.
– ¿Quieres que te bese, Anastasia? -me susurra bajito al oído.
– Sí -digo sin aliento.
– ¿Dónde?
– Por todas partes.
– Vas a tener que especificar un poco más. Ya te dije que no pienso tocarte hasta que me supliques y me digas qué debo hacer.
Estoy perdida; no está jugando limpio.
– Por favor -murmuro.
– Por favor, ¿qué?
– Tócame.
– ¿Dónde, nena?
Está tan tentadoramente cerca, su aroma es tan embriagador… Alargo la mano, y él se aparta inmediatamente.
– No, no -me recrimina, y abre los ojos con una repentina expresión de alarma.
– ¿Qué?
No… vuelve.
– No.
Niega con la cabeza.
– ¿Nada de nada?
No puedo reprimir el anhelo de mi voz.
Me mira desconcertado y su duda me envalentona. Doy un paso hacia él, y se aparta, levanta las manos para defenderse, pero sonriendo.
– Oye, Ana…
Es una advertencia, y se pasa la mano por el pelo, exasperado.
– A veces no te importa -comento quejosa-. Quizá debería ir a buscar un rotulador y podríamos hacer un mapa de las zonas prohibidas.
Arquea una ceja.
– No es mala idea. ¿Dónde está tu dormitorio?
Señalo con la cabeza. ¿Está cambiando de tema aposta?
– ¿Has seguido tomando la píldora?
Maldita sea. La píldora.
Al ver mi gesto le cambia la cara.
– No -mascullo.
– Ya -dice, y junta los labios en una fina línea-. Ven, comamos algo.
– ¡Creía que íbamos a acostarnos! Yo quiero acostarme contigo.
– Lo sé, nena.
Sonríe y de repente viene hacia mí, me sujeta las muñecas, me atrae a sus brazos y me estrecha contra su cuerpo.
– Tú tienes que comer, y yo también -murmura, y baja hacia mí sus ardientes ojos grises-. Además… la expectación es clave en la seducción, y la verdad es que ahora mismo estoy muy interesado en posponer la gratificación.
Ah… ¿desde cuándo?
– Yo ya he sido seducida y quiero mi gratificación ahora. Te suplicaré, por favor -digo casi gimoteante.
Me sonríe con ternura.
– Come. Estás demasiado flaca.
Me besa la frente y me suelta.
Esto es un juego, parte de algún plan diabólico. Le frunzo el ceño.
– Sigo enfadada porque compraras SIP, y ahora estoy enfadada porque me haces esperar -digo haciendo un puchero.
– La damita está enfadada, ¿eh? Después de comer te sentirás mejor.
– Ya sé después de qué me sentiré mejor.
– Anastasia Steele, estoy escandalizado -dice en tono burlón.
– Deja de burlarte de mí. No estás jugando limpio.
Disimula la sonrisa mordiéndose el labio inferior. Tiene un aspecto sencillamente adorable… de Christian travieso que juega con mi libido. Si mis armas de seducción fueran mejores, sabría qué hacer, pero no poder tocarle lo hace aún más difícil.
La diosa que llevo dentro entorna los ojos y parece pensativa. Hemos de trabajar en eso.
Mientras Christian y yo nos miramos fijamente -yo ardiente, molesta y anhelante, y él, relajado, divirtiéndose a mi costa-, caigo en la cuenta de que no tengo comida en el piso.
– Podría cocinar algo… pero tendremos que ir a comprar.
– ¿A comprar?
– La comida.
– ¿No tienes nada aquí?
Se le endurece el gesto.
Yo niego con la cabeza. Dios, parece bastante enfadado.
– Pues vamos a comprar -dice en tono severo y, girando sobre sus talones, va hacia la puerta y me la abre de par en par.