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– ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en un supermercado?

Christian parece fuera de lugar, pero me sigue diligentemente, cargando con la cesta de la compra.

– No me acuerdo.

– ¿La señora Jones se encarga de todas las compras?

– Creo que Taylor la ayuda. No estoy seguro.

– ¿Te parece bien algo salteado? Es rápido.

– Un salteado suena bien.

Christian sonríe, sin duda imaginando qué hay detrás de mi deseo de preparar algo rápido.

– ¿Hace mucho que trabajan para ti?

– Taylor, cuatro años, me parece. La señora Jones más o menos lo mismo. ¿Por qué no tenías comida en el apartamento?

– Ya sabes por qué -murmuro, ruborizada.

– Fuiste tú quien me dejó -masculla, molesto.

– Ya lo sé -replico en voz muy baja; no quiero que me lo recuerde.

Llegamos a la caja y nos ponemos en la cola sin hablar.

Si no me hubiera ido, ¿me habrías ofrecido la alternativa vainilla?, me pregunto vagamente.

– ¿Tienes algo para beber? -dice, devolviéndome al presente.

– Cerveza… creo.

– Compraré un poco de vino.

Ay, Dios. No estoy segura de qué tipo de vino tienen en el supermercado Ernie’s. Christian vuelve con las manos vacías y una mueca de disgusto.

– Aquí al lado hay una buena licorería -digo enseguida.

– Veré qué tienen.

Quizá deberíamos ir a su piso, y así no pasaríamos por todo este lío. Le veo salir por la puerta muy decidido, con su elegancia natural. Dos mujeres que entran se paran y se quedan mirando. Ah, sí, mirad a mi Cincuenta Sombras, pienso con cierto desaliento.

Le deseo tal como le recuerdo, en mi cama, pero se está haciendo mucho de rogar. A lo mejor yo debería hacer lo mismo. La diosa que llevo dentro asiente frenéticamente. Y mientras hago cola, se nos ocurre un plan. Mmm…

Christian entra las bolsas de la compra al apartamento. Ha cargado con ellas todo el camino desde que salimos de la tienda. Se le ve muy raro, muy distinto de su porte habitual de presidente.

– Se te ve muy… doméstico.

– Nadie me había acusado de eso antes -dice con sequedad.

Coloca las bolsas sobre la encimera de la isla de la cocina. Mientras yo empiezo a vaciarlas, él saca una botella de vino y busca un sacacorchos.

– Este sitio aún es nuevo para mí. Me parece que el abridor está en ese cajón de allí -digo, señalando con la barbilla.

Esto parece tan… normal. Dos personas que se están conociendo, que se disponen a comer. Y, sin embargo, es tan raro. El miedo que siempre sentía en su presencia ha desaparecido. Ya hemos hecho tantas cosas juntos que me ruborizo solo de pensarlo, y aun así apenas le conozco.

– ¿En qué estás pensando?

Christian interrumpe mis fantasías mientras se quita la americana de rayas y la deja sobre el sofá.

– En lo poco que te conozco, en realidad.

Se me queda mirando y sus ojos se apaciguan.

– Me conoces mejor que nadie.

– No creo que eso sea verdad.

De pronto, y totalmente en contra de mi voluntad, la señora Robinson aparece en mi mente.

– La cuestión, Anastasia, es que soy una persona muy, muy cerrada.

Me ofrece una copa de vino blanco.

– Salud -dice.

– Salud -contesto, y bebo un sorbo mientras él mete la botella en la nevera.

– ¿Puedo ayudarte con eso? -pregunta.

– No, no hace falta… siéntate.

– Me gustaría ayudar.

Parece sincero.

– Puedes picar las verduras.

– No sé cocinar -dice, mirando con suspicacia el cuchillo que le doy.

– Supongo que no lo necesitas.

Le pongo delante una tabla para cortar y unos pimientos rojos. Los mira, confundido.

– ¿Nunca has picado una verdura?

– No.

Lo miro riendo.

– ¿Te estás riendo de mí?

– Por lo visto hay algo que yo sé hacer y tú no. Reconozcámoslo, Christian, creo que esto es nuevo. Ven, te enseñaré.

Le rozo y se aparta. La diosa que llevo dentro se incorpora y observa.

– Así -digo, mientras corto el pimiento rojo y aparto las semillas con cuidado.

– Parece bastante fácil.

– No deberías tener ningún problema para conseguirlo -le aseguro con ironía.

Él me observa impasible un momento y después se pone a ello, mientras yo comienzo a preparar los dados de pollo. Empieza a cortar, con cuidado, despacio. Por favor… así estaremos aquí todo el día.

Me lavo las manos y busco el wok, el aceite y los demás ingredientes que necesito, rozándole repetidas veces: con la cadera, el brazo, la espalda, las manos. Toquecitos inocentes. Cada vez que lo hago, él se queda muy quieto.

– Sé lo que estás haciendo, Anastasia -murmura sombrío, mientras sigue aún con el primer pimiento.

– Creo que se llama cocinar -digo, moviendo las pestañas.

Cojo otro cuchillo y me coloco a su lado para pelar y cortar el ajo, las chalotas y las judías verdes, chocando con él a cada momento.

– Lo haces bastante bien -musita mientras empieza con el segundo pimiento rojo.

– ¿Picar? -Le miro y aleteo las pestañas-. Son años de práctica.

Vuelvo a rozarle, está vez con el trasero. Él se queda inmóvil otra vez.

– Si vuelves a hacer eso, Anastasia, te follaré en el suelo de la cocina.

Oh, vaya, esto funciona.

– Primero tendrás que suplicarme.

– ¿Me estás desafiando?

– Puede.

Deja el cuchillo y, lentamente, da un paso hacia mí. Le arden los ojos. Se inclina a mi lado, apaga el gas. El aceite del wok deja de crepitar casi al instante.

– Creo que comeremos después -dice-. Mete el pollo en la nevera.

Esta es una frase que nunca habría esperado oír de labios de Christian Grey, y solo él puede hacer que suene erótica, muy erótica. Cojo el bol con los dados de pollo, le pongo un plato encima con manos algo temblorosas y lo guardo en la nevera. Cuando me doy la vuelta, él está a mi lado.

– ¿Así que vas a suplicar? -susurro, mirando audazmente sus ojos turbios.

– No, Anastasia. -Menea la cabeza-. Nada de súplicas.

Su voz es tenue y seductora.

Y nos quedamos mirándonos el uno al otro, embebiéndonos el uno del otro… el ambiente se va cargando, casi saltan chispas, sin que ninguno diga nada, solo mirando. Me muerdo el labio cuando el deseo por ese hombre me domina con ánimo de venganza, incendia mi cuerpo, me roba el aliento, me inunda de cintura para abajo. Veo mis reacciones reflejadas en su semblante, en sus ojos.

De golpe, me agarra por las caderas y me arrastra hacia él, mientras yo hundo las manos en su cabello y su boca me reclama. Me empuja contra la nevera, y oigo la vaga protesta de la hilera de botellas y tarros en el interior, mientras su lengua encuentra la mía. Yo jadeo en su boca, y una de sus manos me sujeta el pelo y me echa hacia atrás la cabeza mientras nos besamos salvajemente.

– ¿Qué quieres, Anastasia? -jadea.

– A ti -gimo.

– ¿Dónde?

– En la cama.

Me suelta, me coge en brazos y me lleva deprisa y sin aparente esfuerzo a mi dormitorio. Me deja de pie junto a la cama, se inclina y enciende la luz de la mesita. Echa una ojeada rápida a la habitación y se apresura a correr las cortinas beis.

– ¿Ahora qué? -dice en voz baja.

– Hazme el amor.

– ¿Cómo?

Madre mía.

– Tienes que decírmelo, nena.

Por Dios…

– Desnúdame -digo ya jadeando.

Él sonríe, mete el dedo índice en el escote de mi blusa y tira hacia él.

– Buena chica -murmura, y sin apartar sus ardientes ojos de mí, empieza a desabrocharme despacio.

Con cuidado, apoyo las manos en sus brazos para mantener el equilibrio. Él no protesta. Sus brazos son una zona segura. Cuando ha terminado con los botones, me saca la blusa por encima de los hombros, y yo le suelto para dejar que la prenda caiga al suelo. Él se inclina hasta la cintura de mis vaqueros, desabrocha el botón y baja la cremallera.