– ¿En tu cama? -murmura.
– Sí. -Me ruborizo-. Me ha hecho compañía.
– Qué afortunado, Charlie Tango -dice con aire sorprendido.
Sí, soy una sentimental, Grey, porque te quiero.
– Mi globo -digo otra vez, doy media vuelta y me encamino hacia la cocina, y él se queda sonriendo de oreja a oreja.
Christian y yo estamos sentados en la alfombra persa de Kate, comiendo con palillos salteado de pollo con fideos de unos boles blancos de porcelana y bebiendo Pinot Grigio blanco frío. Christian está apoyado en el sofá con sus largas piernas estiradas hacia delante. Tiene el pelo alborotado, lleva los vaqueros y la camisa, y nada más. De fondo suena el Buena Vista Social Club del iPod de Christian.
– Esto está muy bueno -dice elogiosamente mientras ataca la comida.
Yo estoy sentada a su lado con las piernas cruzadas, comiendo vorazmente como si estuviera muerta de hambre y admirando sus pies desnudos.
– Casi siempre cocino yo. Kate no sabe cocinar.
– ¿Te enseñó tu madre?
– La verdad es que no -digo con sorna-. Cuando empecé a interesarme por la cocina, mi madre estaba viviendo con su marido número tres en Mansfield, Texas. Y Ray… bueno, él habría sobrevivido a base de tostadas y comida preparada de no ser por mí.
Christian se me queda mirando.
– ¿No vivías en Texas con tu madre?
– Su marido, Steve, y yo… no nos llevábamos bien. Y yo echaba de menos a Ray. El matrimonio con Steve no duró mucho. Creo que mi madre acabó recuperando el sentido común. Nunca habla de él -añado en voz baja.
Creo que esa es una etapa oscura de su vida de la que nunca hablamos.
– ¿Así que te quedaste en Washington a vivir con tu padrastro?
– Viví muy poco tiempo en Texas y luego volví con Ray.
– Lo dices como si hubieras cuidado de él -observa con ternura.
– Supongo -digo encogiéndome de hombros.
– Estás acostumbrada a cuidar a la gente.
El deje de su voz me llama la atención y levanto la vista.
– ¿Qué pasa? -pregunto, sorprendida por su expresión cauta.
– Yo quiero cuidarte.
En sus ojos luminosos brilla una emoción inefable.
El ritmo de mi corazón se acelera.
– Ya lo he notado -musito-. Solo que lo haces de una forma extraña.
Arquea una ceja.
– No sé hacerlo de otro modo -dice quedamente.
– Sigo enfadada contigo porque compraras SIP.
Sonríe.
– Lo sé, pero no me iba a frenar porque tú te enfadaras, nena.
– ¿Qué voy a decirles a mis compañeros de trabajo, a Jack?
Entorna los ojos.
– Ese cabrón más vale que vigile.
– ¡Christian! -le riño-. Es mi jefe.
Christian aprieta con fuerza los labios, que se convierten en una línea muy fina. Parece un colegial tozudo.
– No se lo digas -dice.
– ¿Que no les diga qué?
– Que soy el propietario. El principio de acuerdo se firmó ayer. La noticia no se puede hacer pública hasta dentro de cuatro semanas, durante las cuales habrá algunos cambios en la dirección de SIP.
– Oh… ¿me quedaré sin trabajo? -pregunto, alarmada.
– Sinceramente, lo dudo -dice Christian con sarcasmo, intentando disimular una sonrisa.
– Si me marcho y encuentro otro trabajo, ¿comprarás esa empresa también? -insinúo burlona.
– No estarás pensando en irte, ¿verdad?
Su expresión cambia, vuelve a ser cautelosa.
– Posiblemente. No creo que me hayas dejado otra opción.
– Sí, compraré esa empresa también -dice categórico.
Yo vuelvo a mirarle ceñuda. Es una situación en la que tengo las de perder.
– ¿No crees que estás siendo excesivamente protector?
– Sí, soy perfectamente consciente de que eso es lo que parece.
– Que alguien llame al doctor Flynn -murmuro.
Él deja en el suelo el bol vacío y me mira impasible. Suspiro. No quiero discutir. Me levanto y lo recojo.
– ¿Quieres algo de postre?
– ¡Ahora te escucho! -dice con una sonrisa lasciva.
– Yo no. -¿Por qué yo no? La diosa que llevo dentro despierta de su letargo y se sienta erguida, toda oídos-. Tenemos helado. De vainilla -digo con una risita.
– ¿En serio? -La sonrisa de Christian se ensancha-. Creo que podríamos hacer algo con eso.
¿Qué? Me lo quedo mirando estupefacta y él se pone de pie ágilmente.
– ¿Puedo quedarme? -pregunta.
– ¿Qué quieres decir?
– Toda la noche.
– Lo había dado por sentado -digo ruborizándome.
– Bien. ¿Dónde está el helado?
– En el horno.
Le sonrío con dulzura.
Inclina la cabeza a un lado, suspira y cabecea.
– El sarcasmo es la expresión más baja de la inteligencia, señorita Steele.
Sus ojos centellean.
Oh, Dios. ¿Qué planea?
– Todavía puedo tumbarte en mis rodillas.
Yo pongo los boles en el fregadero.
– ¿Tienes esas bolas plateadas?
Él se palpa el torso, el estómago y los bolsillos de los vaqueros.
– Muy graciosa. No voy por ahí con un juego de recambio. En el despacho no me sirven de mucho.
– Me alegra mucho oír eso, señor Grey, y creí que habías dicho que el sarcasmo era la expresión más baja de la inteligencia.
– Bien, Anastasia, mi nuevo lema es: «Si no puedes vencerles, únete a ellos».
Le miro boquiabierta. No puedo creer que acabe de decir eso. Y él me sonríe satisfecho y por lo visto perversamente encantado consigo mismo. Se da la vuelta, abre el congelador y saca una tarrina del mejor Ben & Jerry’s de vainilla.
– Esto servirá. -Me mira con sus ojos turbios-. Ben & Jerry’s & Ana -añade, diciendo cada palabra muy despacio, pronunciando claramente todas las sílabas.
Ay, madre. Creo que nunca más podré cerrar la boca. Él abre el cajón de los cubiertos y coge una cuchara. Cuando levanta la vista, tiene los ojos entornados y desliza la lengua por encima de los dientes de arriba. Oh, esa lengua.
Siento que me falta el aire. Un deseo oscuro, atrayente y lascivo circula abrasador por mis venas. Vamos a divertirnos, con comida.
– Espero que estés calentita -susurra-. Voy a enfriarte con esto. Ven.
Me tiende la mano y le entrego la mía.
Una vez en mi dormitorio, coloca el helado en la mesita, aparta el edredón de la cama, saca las dos almohadas y las apila en el suelo.
– Tienes sábanas de recambio, ¿verdad?
Asiento, observándole fascinada. Christian coge el Charlie Tango.
– No enredes con mi globo -le advierto.
Tuerce el labio hacia arriba a modo de media sonrisa.
– Ni se me ocurriría, nena, pero quiero enredar contigo y esas sábanas.
Siento una convulsión en todo el cuerpo.
– Quiero atarte.
Oh.
– De acuerdo -susurro.
– Solo las manos. A la cama. Necesito que estés quieta.
– De acuerdo -asiento otra vez, incapaz de nada más.
Él se acerca a mí, sin dejar de mirarme.
– Usaremos esto.
Coge el cinturón de mi bata con destreza lenta y seductora, deshace el nudo y lo saca de la prenda con delicadeza.
Se me abre la bata, y yo permanezco paralizada bajo su ardiente mirada. Al cabo de un momento, me quita la prenda por los hombros. Esta cae a mis pies, de manera que quedo desnuda ante él. Me acaricia la cara con el dorso de los nudillos, y su roce resuena en lo más profundo de mi entrepierna. Se inclina y me besa los labios fugazmente.
– Túmbate en la cama, boca arriba -murmura, y su mirada se oscurece e incendia la mía.
Hago lo que me dice. Mi habitación está sumida en la oscuridad, salvo por la luz tenue y desvaída de mi lamparita.