– Eres mía, Anastasia.
– Sí, tuya -jadeo.
– Yo cuido de lo que es mío -sisea, y me muerde la oreja.
Grito.
– Eso es, nena, quiero oírte.
Me pasa una mano por la cintura mientras con la otra me sujeta la cadera y me penetra con más fuerza, obligándome a gritar otra vez. Y empieza su ritmo de castigo. Se le acelera la respiración, es más brusca, entrecortada, acompasada con la mía. Siento en las entrañas esa sensación apremiante y familiar. ¡Otra vez!
Solo soy sensaciones. Esto es lo que él me provoca: toma mi cuerpo y lo posee totalmente, de modo que solo puedo pensar en él. Su magia es poderosa, arrebatadora. Yo soy una mariposa presa en su red, sin capacidad ni ganas de escapar. Soy suya… absolutamente suya.
– Vamos, nena-gruñe entre dientes cuando llega el momento y, como la aprendiza de brujo que soy, me libero y nos dejamos ir juntos.
Estoy acurrucada en sus brazos sobre sábanas pegajosas. Él tiene la frente pegada a mi espalda y la nariz hundida en mi pelo.
– Lo que siento por ti me asusta -susurro.
– A mí también -dice en voz baja y sin moverse.
– ¿Y si me dejas?
Es una idea terrorífica.
– No me voy a ir a ninguna parte. No creo que nunca me canse de ti, Anastasia.
Me doy la vuelta y le miro. Tiene una expresión seria, sincera. Me inclino y le beso con cariño. Él sonríe y extiende la mano para recogerme el pelo detrás de la oreja.
– Nunca había sentido lo que sentí cuando te fuiste, Anastasia. Removería cielo y tierra para no volver a sentirme así.
Suena muy triste, abrumado incluso.
Vuelvo a besarle. Quiero animarnos de algún modo, pero Christian lo hace por mí.
– ¿Vendrás mañana a la fiesta de verano de mi padre? Es una velada benéfica anual. Yo dije que iría.
Sonrío, con repentina timidez.
– Claro que iré.
Oh, no. No tengo nada que ponerme.
– ¿Qué pasa?
– Nada.
– Dime -insiste.
– No tengo nada que ponerme.
Christian parece momentáneamente incómodo.
– No te enfades, pero sigo teniendo toda esa ropa para ti en casa. Estoy seguro de que hay un par de vestidos.
Frunzo los labios.
– ¿Ah, sí? -comento en tono sardónico.
No quiero pelearme con él esta noche. Necesito una ducha.
La chica que se parece a mí espera fuera frente a la puerta de SIP. Un momento… ella es yo. Estoy pálida y sucia, y la ropa que llevo me viene grande. La estoy mirando a ella, que viste mi ropa… saludable y feliz.
– ¿Qué tienes tú que yo no tenga? -le pregunto.
– ¿Quién eres?
– No soy nadie… ¿Quién eres tú? ¿También eres nadie…?
– Pues ya somos dos…no lo digas, nos harían desaparecer, sabes…
Sonríe despacio, con una mueca diabólica que se extiende por toda su cara, y es tan escalofriante que me pongo a chillar.
– ¡Por Dios, Ana!
Christian me zarandea para que despierte.
Estoy tan desorientada. Estoy en casa… a oscuras… en la cama con Christian. Sacudo la cabeza, intentando despejar la mente.
– Nena, ¿estás bien? Has tenido una pesadilla.
– Ah.
Enciende la lámpara y nos baña con su luz tenue. Él baja la vista hacia mí con cara de preocupación.
– La chica -murmuro.
– ¿Qué pasa? ¿Qué chica? -pregunta con dulzura.
– Había una chica en la puerta de SIP cuando salí esta tarde. Se parecía a mí… bueno, no.
Christian se queda inmóvil, y cuando la luz de la lámpara de la mesita se intensifica, veo que está lívido.
– ¿Cuándo fue eso? -susurra consternado.
Se sienta y me mira fijamente.
– Cuando salí de trabajar esta tarde. ¿Tú sabes quién es?
– Sí.
Se pasa la mano por el pelo.
– ¿Quién?
Sus labios se convierten en una línea tensa, pero no dice nada.
– ¿Quién? -insisto.
– Es Leila.
Yo trago saliva. ¡La ex sumisa! Recuerdo que Christian habló de ella antes de que voláramos en el planeador. De pronto, su cuerpo emana tensión. Algo pasa.
– ¿La chica que puso «Toxic» en tu iPod?
Me mira angustiado.
– Sí. ¿Dijo algo?
– Dijo: «¿Qué tienes tú que yo no tenga?», y cuando le pregunté quién era, dijo: «Nadie».
Christian cierra los ojos, como si le doliera. ¿Qué ha pasado? ¿Qué significa ella para él?
Me pica el cuero cabelludo mientras la adrenalina me recorre el cuerpo. ¿Y si le importa mucho? ¿Quizá la echa de menos? Sé tan poco de sus anteriores… esto… relaciones. Seguro que ella firmó un contrato, e hizo lo que él quería, encantada de darle lo que necesitaba.
Oh, no… y yo no puedo. La idea me da náuseas.
Christian sale de la cama, se pone los vaqueros y va al salón. Echo un vistazo al despertador y veo que son las cinco de la mañana. Me levanto, me pongo su camisa blanca y le sigo.
Vaya, está al teléfono.
– Sí, en la puerta de SIP, ayer… por la tarde -dice en voz baja. Se vuelve hacia mí y, mientras me dirijo hacia la cocina, me pregunta-: ¿A qué hora exactamente?
– Hacia… ¿las seis menos diez? -balbuceo.
¿A quién demonios llama a estas horas? ¿Qué ha hecho Leila? Christian transmite esa información a quien sea que esté al aparato, sin apartar los ojos de mí, con expresión grave y sombría.
– Averigua cómo… Sí… No me lo parecía, pero tampoco habría pensado que ella haría eso. -Cierra los ojos, como si sintiera dolor-. No sé cómo acabará esto… Sí, hablaré con ella… Sí… Lo sé… Averigua cuanto puedas y házmelo saber. Y encuéntrala, Welch… tiene problemas. Encuéntrala.
Cuelga.
– ¿Quieres un té? -pregunto.
Té, la respuesta de Ray a cualquier crisis y la única cosa que sabe hacer en la cocina. Lleno el hervidor de agua.
– La verdad es que me gustaría volver a la cama.
Su mirada me dice que no es para dormir.
– Bueno, yo necesito un poco de té. ¿Te tomarías una taza conmigo?
Quiero saber qué está pasando. No conseguirás despistarme con sexo.
Él se pasa la mano por el pelo, exasperado.
– Sí, por favor -dice, pero veo que esto le irrita.
Pongo el hervidor al fuego y me ocupo de las tazas y la tetera. Mi ansiedad ha superado el nivel de ataque inminente. ¿Va a explicarme el problema? ¿O voy a tener que sonsacárselo?
Percibo que me está mirando: capto su incertidumbre, y su rabia es palpable. Levanto la vista, y sus ojos brillan de aprensión.
– ¿Qué pasa? -pregunto con cariño.
Él sacude la cabeza.
– ¿No piensas contármelo?
Suspira y cierra los ojos.
– No.
– ¿Por qué?
– Porque no debería importarte. No quiero que te veas involucrada en esto.
– No debería importarme, pero me importa. Ella me encontró y me abordó a la puerta de mi oficina. ¿Cómo es que me conoce? ¿Cómo es que sabe dónde trabajo? Me parece que tengo derecho a saber qué está pasando.
Él vuelve a pasarse la mano por el pelo, con evidente frustración, como si librara una batalla interior.
– ¿Por favor? -pregunto bajito.
Su boca se convierte en una línea tensa, y me mira poniendo los ojos en blanco.
– De acuerdo -dice, resignado-. No tengo ni idea de cómo te encontró. A lo mejor por la fotografía de nosotros en Portland, no sé.
Vuelve a suspirar y noto que dirige su frustración hacia sí mismo.
Espero con paciencia y vierto el agua hirviendo en la tetera, mientras él camina nervioso de un lado para otro. Al cabo de un momento, continúa: