– Mientras yo estaba contigo en Georgia, Leila se presentó sin avisar en mi apartamento y le montó una escena a Gail.
– ¿Gail?
– La señora Jones.
– ¿Qué quieres decir con que «le montó una escena»?
Me mira, tanteando.
– Dime. Te estás guardando algo.
Mi tono suena más contundente de lo que pretendía.
Él parpadea, sorprendido.
– Ana, yo…
Se calla.
– ¿Por favor?
Suspira, derrotado.
– Hizo un torpe intento de cortarse las venas.
– ¡Oh, Dios!
Eso explica el vendaje de la muñeca.
– Gail la llevó al hospital. Pero Leila se marchó antes de que yo llegara.
Santo Dios. ¿Qué significa eso? ¿Suicida? ¿Por qué?
– El psiquiatra que la examinó dijo que era la típica llamada de auxilio. No creía que corriera auténtico peligro. Dijo que en realidad no quería suicidarse. Pero yo no estoy tan seguro. Desde entonces he intentado localizarla para proporcionarle ayuda.
– ¿Le dijo algo a la señora Jones?
Me mira fijamente. Se le ve muy incómodo.
– No mucho -admite finalmente, pero sé bien que me oculta algo.
Intento tranquilizarme sirviendo el té en las tazas. ¿Así que Leila quiere volver a la vida de Christian y opta por un intento de suicidio para llamar su atención? Santo cielo… resulta aterrador. Pero efectivo. ¿Christian se va de Georgia para estar a su lado, pero ella desaparece antes de que él llegue? Qué extraño…
– ¿No puedes localizarla? ¿Y qué hay de su familia?
– No sabe dónde está. Ni su marido tampoco.
– ¿Marido?
– Sí -dice en tono abstraído-, lleva unos dos años casada.
¿Qué?
– ¿Así que estaba casada cuando estuvo contigo?
Dios. Realmente, Christian no tiene escrúpulos.
– ¡No! Por Dios, no. Estuvo conmigo hace casi tres años. Luego se marchó y se casó con ese tipo poco después.
– Oh. Entonces, ¿por qué trata de llamar tu atención ahora?
Mueve la cabeza con pesar.
– No lo sé. Lo único que hemos conseguido averiguar es que hace unos meses abandonó a su marido.
– A ver si lo entiendo. ¿No fue tu sumisa hace unos tres años?
– Dos años y medio más o menos.
– Y quería más.
– Sí.
– Pero ¿tu no querías?
– Eso ya lo sabes.
– Así que te dejó.
– Sí.
– Entonces, ¿por qué quiere volver contigo ahora?
– No lo sé.
Sin embargo, el tono de su voz me dice que, como mínimo, tiene una teoría.
– Pero sospechas…
Entorna los ojos con rabia evidente.
– Sospecho que tiene algo que ver contigo.
¿Conmigo? ¿Qué puede querer de mí? «¿Qué tienes tú que yo no tenga?»
Miro fijamente a Cincuenta, esplendorosamente desnudo de cintura para arriba. Le tengo: es mío. Esto es lo que tengo, y sin embargo ella se parecía a mí: el mismo cabello oscuro y la misma piel pálida. Frunzo el ceño al pensar en eso. Sí… ¿Qué tengo yo que ella no tenga?
– ¿Por qué no me lo contaste ayer? -pregunta con dulzura.
– Me olvidé de ella. -Encojo los hombros en un gesto de disculpa-. Ya sabes, la copa después del trabajo para celebrar mi primera semana. Luego llegaste al bar con tu… arranque de testosterona con Jack, y luego nos vinimos aquí. Se me fue de la cabeza. Tú sueles hacer que me olvide de las cosas.
– ¿Arranque de testosterona? -dice torciendo el gesto.
– Sí. El concurso de meadas.
– Ya te enseñaré yo lo que es un arranque de testosterona.
– ¿No preferirías una taza de té?
– No, Anastasia, no lo prefiero.
Sus ojos encienden mis entrañas, me abrasa con esa mirada de «Te deseo y te deseo ahora». Dios… es tan excitante.
– Olvídate de ella. Ven.
Me tiende la mano.
Cuando le doy la mano, la diosa que llevo dentro da tres volteretas sobre el suelo del gimnasio.
Me despierto, tengo demasiado calor, y estoy abrazada a Christian Grey, desnudo. Aunque está profundamente dormido, me tiene sujeta entre sus brazos. La débil luz de la mañana se filtra por las cortinas. Tengo la cabeza apoyada en su pecho, la pierna entrelazada con la suya y el brazo sobre su vientre.
Levanto un poco la cabeza, temerosa de despertarle. Parece tan joven, y duerme tan relajado, tan absolutamente bello. No puedo creer que este Adonis sea mío, todo mío.
Mmm… Alargo la mano y le acaricio el torso con cuidado, deslizando los dedos sobre su vello, y él no se mueve. Dios santo. Casi no puedo creerlo. Es realmente mío… durante estos preciosos momentos. Me inclino sobre él y beso tiernamente una de sus cicatrices. Él gime bajito, pero no se despierta, y sonrío. Le beso otra y abre los ojos.
– Hola -digo con una sonrisita culpable.
– Hola -contesta receloso-. ¿Qué estás haciendo?
– Mirarte.
Deslizo los dedos siguiendo el rastro hacia su vello púbico. Él atrapa mi mano, entorna los ojos y luego sonríe con su deslumbrante sonrisa de Christian satisfecho. Entonces me relajo. Mis caricias secretas siguen siendo secretas.
Oh… ¿por qué no me dejarás tocarte?
De pronto se coloca encima de mí, apoyando mi espalda contra el colchón y sujetándome las manos, a modo de advertencia. Me roza la nariz con la suya.
– Me parece que ha estado haciendo algo malo, señorita Steele -me acusa, pero sin perder la sonrisa.
– Me encanta hacer cosas malas cuando estoy contigo.
– ¿Te encanta? -pregunta, y me besa levemente los labios-. ¿Sexo o desayuno? -pregunta con sus ojos oscuros, pero rebosantes de humor.
Clava su erección en mí y yo levanto la pelvis para acogerla.
– Buena elección -murmura con los labios pegados a mi cuello, y sus besos empiezan a trazar un sendero hasta mi pecho.
Estoy de pie delante de mi cómoda, mirándome al espejo e intentando dar algo de forma a mi pelo… pero es demasiado largo. Llevo unos vaqueros y una camiseta, y detrás de mí Christian, recién duchado, se está vistiendo. Contemplo ávidamente su cuerpo.
– ¿Con qué frecuencia haces ejercicio? -pregunto.
– Todos los días laborables -dice mientras se abrocha la bragueta.
– ¿Qué haces?
– Correr, pesas, kickboxing…
Se encoge de hombros.
– ¿Kickboxing?
– Sí, tengo un entrenador personal, un ex atleta olímpico que me enseña. Se llama Claude. Es muy bueno. Te gustará.
Me doy la vuelta para mirarle, mientras empieza a abotonarse la camisa blanca.
– ¿Qué quieres decir con que me gustará?
– Te gustará como entrenador.
– ¿Para qué iba a necesitar yo un entrenador personal? Tú ya me mantienes en forma -le digo en broma.
Se acerca con andar pausado, me rodea con sus brazos, y sus ojos turbios se encuentran con los míos en el espejo.
– Pero, nena, yo quiero que estés en forma para lo que tengo pensado.
Recuerdos del cuarto de juegos invaden mi mente y me ruborizo. Sí… el cuarto rojo del dolor es agotador. ¿Va a llevarme allí otra vez? ¿Quiero yo volver allí?
¡Pues claro que quieres!, me grita la diosa que llevo dentro.
Yo miro fijamente esos ojos grises fascinantes e indescifrables.
– Sé que tienes ganas -me susurra.
Enrojezco, y la desagradable idea de que probablemente Leila era capaz de hacerlo se cuela de forma involuntaria e inoportuna en mi mente. Aprieto los labios y Christian me mira inquieto.
– ¿Qué? -pregunta preocupado.
– Nada. -Niego con la cabeza-. Está bien, conoceré a Claude.
– ¿En serio?
El rostro de Christian se ilumina con incrédulo asombro. Su expresión me hace sonreír. Parece que le ha tocado la lotería, aunque seguramente él nunca ha comprado un billete… no lo necesita.