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– Sí, vaya… Si te hace tan feliz… -digo en tono burlón.

Él tensa los brazos que me rodean y me besa el cuello.

– No tienes ni idea -susurra-. ¿Y qué te gustaría hacer hoy?

Me acaricia con la boca, provocándome un delicioso cosquilleo por todo el cuerpo.

– Me gustaría cortarme el pelo y… mmm… tengo que ingresar un talón y comprarme un coche.

– Ah -dice con cierto deje de sufuciencia, y se muerde el labio.

Aparta una mano de mí, la mete en el bolsillo de sus vaqueros y me entrega las llaves de mi pequeño Audi.

– Aquí tienes -dice en voz baja con gesto incierto.

– ¿Qué quieres decir con «Aquí tienes»?

Vaya. Parezco enfadada. Maldita sea. Estoy enfadada. ¡Cómo se atreve!

– Taylor lo trajo ayer.

Abro la boca y la cierro, y repito dos veces el proceso, pero me he quedado sin palabras. Me está devolviendo el coche. Maldición, maldición… ¿Por qué no lo he visto venir? Bueno, yo también puedo jugar a este juego. Rebusco en el bolsillo de mis pantalones y saco el sobre con su talón.

– Toma, esto es tuyo.

Christian me mira intrigado, y al reconocer el sobre levanta ambas manos y se separa de mí.

– No, no. Ese dinero es tuyo.

– No. Me gustaría comprarte el coche.

Cambia completamente de expresión. La furia -sí, la furia- se apodera de su rostro.

– No, Anastasia. Tu dinero, tu coche -replica.

– No, Christian. Mi dinero, tu coche. Te lo compraré.

– Yo te regalé ese coche por tu graduación.

– Si me hubieras comprado una pluma… eso hubiera sido un regalo de graduación apropiado. Tú me compraste un Audi.

– ¿De verdad quieres discutir esto?

– No.

– Bien… pues aquí tienes las llaves.

Las deja sobre la cómoda.

– ¡No me refería a esto!

– Fin de la discusión, Anastasia. No me presiones.

Le miro airada y entonces se me ocurre una cosa. Cojo el sobre y lo parto en dos trozos, y luego en dos más, y lo tiro a la papelera. Ah, qué bien sienta esto.

Christian me observa impasible, pero sé que acabo de prender la mecha y que debería retroceder. Él se acaricia la barbilla.

– Desafiante como siempre, señorita Steele -dice con sequedad.

Gira sobre sus talones y se va a la otra habitación. Esta no es la reacción que esperaba. Yo me imaginaba una catástrofe a gran escala. Me miro al espejo, encojo los hombros y decido hacerme una cola de caballo.

Me pica la curiosidad. ¿Qué estará haciendo Cincuenta? Le sigo a la otra habitación, y veo que está hablando por teléfono.

– Sí, veinticuatro mil dólares. Directamente.

Me mira, sigue impasible.

– Bien… ¿El lunes? Estupendo… No, eso es todo, Andrea.

Cuelga el teléfono.

– Ingresado en tu cuenta, el lunes. No juegues conmigo.

Está enfurecido, pero no me importa.

– ¡Veinticuatro mil dólares! -casi grito-. ¿Y tú cómo sabes mi número de cuenta?

Mi ira coge a Christian por sorpresa.

– Yo lo sé todo de ti, Anastasia -dice tranquilamente.

– Es imposible que mi coche costara veinticuatro mil dólares.

– En principio te daría la razón, pero tanto si vendes como si compras, la clave está en conocer el mercado. Había un lunático por ahí que quería ese cacharro, y estaba dispuesto a pagar esa cantidad de dinero. Por lo visto, es un clásico. Pregúntale a Taylor si no me crees.

Lo fulmino con la mirada y él me responde del mismo modo, dos tontos tozudos y enfadados desafiándose con los ojos.

Y entonces lo noto: el tirón, esa electricidad entre nosotros, tangible, que nos arrastra a ambos. De pronto él me agarra y me empuja contra la puerta, con su boca sobre la mía, reclamándome con ansia. Con una mano en mi trasero apretándome contra su entrepierna, y con la otra en la nuca tirándome del pelo y la cabeza hacia atrás. Yo enredo los dedos en su cabello y me aferro a él con fuerza. Con la respiración entrecortada, Christian presiona su cuerpo contra el mío, me aprisiona. Le siento. Me desea, y al notar que me necesita, la excitación se me sube a la cabeza y empieza a darme vueltas.

– ¿Por qué… por qué me desafías? -masculla entre sus apasionados besos.

La sangre bulle en mis venas. ¿Siempre tendrá ese efecto sobre mí? ¿Y yo sobre él?

– Porque puedo -digo sin aliento.

Siento más que veo su sonrisa pegada a mi cuello, y entonces apoya su frente contra la mía.

– Dios, quiero poseerte ahora, pero ya no me quedan condones. Nunca me canso de ti. Eres una mujer desquiciante, enloquecedora.

– Y tú me vuelves loca -murmuro-. En todos los sentidos.

Sacude la cabeza.

– Ven. Vamos a desayunar. Y conozco un local donde puedes cortarte el pelo.

– Vale -asiento, y sin más se acaba nuestra pelea.

– Pago yo.

Y cojo la cuenta del desayuno antes que él.

Me pone mala cara.

– Hay que ser más rápido, Grey.

– Tienes razón -dice en tono agrio, pero me parece que está bromeando.

– No pongas esa cara. Tengo veinticuatro mil dólares más que esta mañana. Puedo permitírmelo. -Echo un vistazo a la cuenta-. Veintidós dólares con sesenta y siete centavos por desayunar.

– Gracias -dice a regañadientes.

Oh, el colegial tozudo ha vuelto.

– ¿Y ahora adónde?

– ¿De verdad quieres cortarte el pelo?

– Sí, míralo.

– Yo te veo guapísima. Como siempre.

Me ruborizo y bajo la mirada a mis dedos, entrelazados en el regazo.

– Y esta noche es la gala benéfica de tu padre.

– Recuerda que es de etiqueta.

– ¿Dónde es?

– En casa de mis padres. Hay una carpa. Ya sabes, con toda la parafernalia.

– ¿Para qué fundación benéfica es?

Christian se pasa las manos por los muslos, parece incómodo.

– Se llama «Afrontarlo Juntos». Es una fundación que ayuda a los padres con hijos jóvenes drogadictos a que estos se rehabiliten.

– Parece una buena causa -comento.

– Venga, vamos.

Se levanta. Consigue eludir el tema de conversación y me tiende la mano. Cuando se la acepto, entrelaza sus dedos con los míos, fuerte.

Resulta tan extraño… Es tan abierto en ciertos aspectos y tan cerrado en otros… Me lleva fuera del restaurante y caminamos por la calle. Hace una mañana cálida, preciosa. Brilla el sol y el aire huele a café y a pan recién hecho.

– ¿Adónde vamos?

– Sorpresa.

Ah, vale. No me gustan nada las sorpresas.

Recorremos dos manzanas y las tiendas empiezan a ser claramente más exclusivas. Aún no he tenido oportunidad de explorar los alrededores, pero la verdad es que esto está a la vuelta de la esquina de donde yo vivo. A Kate le encantará. Está lleno de pequeñas boutiques que colmarán su pasión por la moda. De hecho, yo necesito un par de faldas holgadas para el trabajo.

Christian se para frente a un gran salón de belleza de aspecto refinado, y me abre la puerta. Se llama Esclava. El interior es todo blanco y tapicería de piel. En la blanca y austera recepción hay sentada una chica rubia con un uniforme blanco impoluto. Nos mira cuando entramos.

– Buenos días, señor Grey -dice vivaz, y el color aflora a sus mejillas mientras le mira arrobada.

Es el usual efecto Grey, ¡pero ella le conoce! ¿De qué?

– Hola, Greta.

Y él la conoce a ella. ¿Qué pasa aquí?

– ¿Lo de siempre, señor? -pregunta educadamente.

Lleva un pintalabios muy rosa.