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– No -dice él enseguida, y me mira de reojo, nervioso.

¿Lo de siempre? ¿Qué significa eso?

Santo Dios. ¡Es la regla número seis, el puñetero salón de belleza! ¡Toda esa tontería de la depilación… maldita sea!

¿Aquí es donde traía a todas sus sumisas? ¿Quizá también a Leila? ¿Cómo demonios se supone que tengo que reaccionar a esto?

– La señorita Steele te dirá lo que quiere.

Le miro airada. Está endilgándome las normas disimuladamente. He aceptado lo del entrenador personal… ¿y ahora esto?

– ¿Por qué aquí? -le siseo.

– El local es mío, y tengo tres más como este.

– ¿Es tuyo? -farfullo, sorprendida.

Vaya, esto no me lo esperaba.

– Sí. Es como actividad suplementaria. Cualquier cosa, todo lo que quieras, te lo pueden hacer aquí, por cuenta de la casa. Todo tipo de masajes: sueco, shiatsu, con piedras volcánicas, reflexología, baños de algas, tratamientos faciales, todas esas cosas que os gustan a las mujeres… todo. Aquí te lo harán.

Agita con aire displicente su mano de dedos largos.

– ¿Depilación?

Se echa a reír.

– Sí, depilación también. Completa -susurra en tono conspiratorio, disfrutando de mi incomodidad.

Me ruborizo y miro a Greta, que me observa expectante.

– Querría cortarme el pelo, por favor.

– Por supuesto, señorita Steele.

Greta, toda ella carmín rosa y resolutiva eficiencia germánica, consulta la pantalla de su ordenador.

– Franco estará libre en cinco minutos.

– Franco es muy bueno -dice Christian para tranquilizarme.

Yo intento asimilar todo esto. Christian Grey, presidente ejecutivo, posee una cadena de salones de belleza.

Le miro y de repente le veo palidecer: algo, o alguien, ha llamado su atención. Me doy la vuelta para ver qué está mirando. Por una puerta del fondo del salón acaba de aparecer una sofisticada rubia platino. La cierra y se pone a hablar con una de las estilistas.

La rubia platino es alta y encantadora, está muy bronceada y tendrá unos treinta y cinco o cuarenta años, resulta difícil de decir. Lleva el mismo uniforme que Greta, pero en negro. Es despampanante. Su cabello, cortado en una melena cálida y recta, brilla como un halo. Al darse la vuelta, ve a Christian y le dedica una sonrisa, una sonrisa cálida y resplandeciente.

– Perdona -balbucea Christian, apurado.

Cruza el salón con zancadas rápidas, pasa junto a las estilistas, todas de blanco, junto a las aprendizas de los lavacabezas, hasta llegar junto a ella. Estoy demasiado lejos para oír la conversación. La rubia platino le saluda con evidentes muestras de afecto, le besa en ambas mejillas, apoya las manos en sus antebrazos, y los dos hablan animadamente.

– ¿Señorita Steele?

Greta, la recepcionista, intenta que le haga caso.

– Un momento, por favor.

Observo a Christian, fascinada.

La rubia platino se da la vuelta y me mira. Él está explicándole algo, y ella asiente, levanta las manos entrelazadas y le sonríe. Él le devuelve la sonrisa: está claro que se conocen bien. ¿Quizá trabajaron juntos durante un tiempo? Tal vez ella regente el local; al fin y al cabo, desprende cierto aire de autoridad.

Entonces caigo en la cuenta. Resulta obvio, demoledor, y lo comprendo de un modo visceral en el fondo de mis entrañas. Es ella. Despampanante, mayor, preciosa.

Es la señora Robinson.

5

Greta, ¿con quién está hablando el señor Grey?

Mi rebelde cabellera empieza a picarme y quiere abandonar el edificio, mientras mi subconsciente me grita que le haga caso. Pero yo aparento bastante indiferencia.

– Ah, es la señora Lincoln. Es la propietaria, junto con el señor Grey.

Greta parece muy dispuesta a hablar.

– ¿La señora Lincoln?

Creía que la señora Robinson estaba divorciada. Quizá haya vuelto a casarse con algún pobre infeliz.

– Sí. No suele venir, pero hoy uno de nuestros especialistas está enfermo, y ella le sustituye.

– ¿Sabe usted el nombre de pila de la señora Lincoln?

Greta levanta la vista, me mira ceñuda y frunce esos labios rosa brillante, censurando mi curiosidad. Maldita sea, puede que haya ido demasiado lejos.

– Elena -dice de mala gana.

Al verificar que mi sexto sentido no me ha abandonado, me invade una extraña sensación de alivio.

¿Sexto sentido?, se burla mi subconsciente. ¡Sentido pedófilo!

Ellos siguen inmersos en la conversación. Christian le cuenta algo apresuradamente a Elena. Ella parece preocupada, asiente, hace muecas y menea la cabeza. Alarga la mano y le acaricia el brazo con dulzura mientras se muerde el labio. Asiente de nuevo, me mira y me dedica una sonrisa tranquilizadora.

Yo solo soy capaz de mirarla con cara de palo. Creo que estoy escandalizada. ¿Cómo se le ha ocurrido traerme aquí?

Ella le susurra algo a Christian, que dirige la mirada brevemente hacia donde yo estoy, y luego se vuelve hacia Elena y contesta. Ella asiente y creo que le desea suerte, pero mi habilidad para leer los labios no es muy buena.

Cincuenta vuelve con paso firme y la ansiedad marcada en el rostro. Maldita sea, claro. La señora Robinson vuelve a la trastienda y cierra la puerta.

Christian frunce el ceño.

– ¿Estás bien? -pregunta, tenso y cauto.

– La verdad es que no. ¿No has querido presentarme?

Mi voz suena fría, dura.

Él se queda con la boca abierta, como si hubiera tirado de la alfombra debajo de sus pies.

– Pero yo creía…

– Para ser un hombre tan brillante, a veces… -Me fallan las palabras-. Me gustaría marcharme, por favor.

– ¿Por qué?

– Ya sabes por qué -digo, poniendo los ojos en blanco.

Él baja su mirada ardiente hacia mí.

– Lo siento, Ana. No sabía que ella estaría aquí. Nunca está. Ha abierto una sucursal nueva en el Bravern Center, y normalmente está allí. Hoy se ha puesto alguien enfermo.

Doy media vuelta y me dirijo hacia la puerta.

– Greta, no necesitaremos a Franco -espeta Christian cuando cruzamos el umbral.

Tengo que reprimir el impulso de salir corriendo. Quiero huir lejos de aquí. Siento unas irresistibles ganas de llorar. Lo único que necesito es escapar de toda esta jodida situación.

Christian camina a mi lado sin decir palabra, mientras yo trato de aclararme la mente. Me abrazo el cuerpo como para protegerme y avanzo con la cabeza gacha, esquivando los árboles de la Segunda Avenida. Él, prudente, no intenta tocarme. Mi mente hierve de preguntas sin respuesta. ¿Se dignará hablar el señor Evasivas?

– ¿Solías traer aquí a tus sumisas? -le increpo.

– A algunas sí -dice en voz baja y crispada.

– ¿A Leila?

– Sí.

– El local parece muy nuevo.

– Lo han remodelado hace poco.

– Ya. O sea que la señora Robinson conocía a todas tus sumisas.

– Sí.

– ¿Y ellas conocían su historia?

– No. Ninguna. Solo tú.

– Pero yo no soy tu sumisa.

– No, está clarísimo que no lo eres.

Me paro y le miro. Tiene los ojos muy abiertos, temerosos, y aprieta los labios en una línea dura e inexpresiva.

– ¿No ves lo jodido que es esto? -digo en voz baja, fulminándolo con la mirada.

– Sí. Lo siento.

Y tiene la deferencia de aparentar arrepentimiento.

– Quiero cortarme el pelo, a ser posible en algún sitio donde no te hayas tirado ni al personal ni a la clientela.

No rechista.

– Y ahora, si me perdonas…

– No te marchas, ¿verdad?

– No, solo quiero que me hagan un puñetero corte de pelo. En un sitio donde pueda cerrar los ojos, y que alguien me lave el pelo, y pueda olvidarme de esta carga tan pesada que va contigo.