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Christian asiente sin soltarme, se agacha y me lleva hasta la puerta del helicóptero.

Una vez dentro me abrocha fuerte el arnés, y tensa las correas. Me dedica una mirada de complicidad y esa sonrisa secreta suya.

– Esto debería impedir que te muevas del sitio -murmura-. Debo decir que me gusta cómo te queda el arnés. No toques nada.

Yo me pongo muy colorada, y él desliza el dedo índice por mi mejilla antes de pasarme los cascos. A mí también me gustaría tocarte, pero no me dejarás. Frunzo el ceño. Además, ha apretado tanto las correas que apenas puedo moverme.

Ocupa su asiento y se ata también, luego empieza a hacer todas las comprobaciones previas al despegue. Es tan competente… Resulta muy seductor. Se pone los cascos, gira un mando y las hélices cogen velocidad, ensordeciéndome.

Se vuelve hacia mí y me mira.

– ¿Lista, cariño?

Su voz resuena a través de los cascos.

– Sí.

Esboza esa sonrisa juvenil… que llevo tanto tiempo sin ver.

– Torre de Sea-Tac, aquí Charlie Tango Golf… Golf Echo Hotel, listo para despegar hacia Portland vía PDX. Solicito confirmación, corto.

La voz impersonal del controlador aéreo contesta con las instrucciones.

– Roger, torre, Charlie Tango preparado.

Christian gira dos mandos, sujeta la palanca, y el helicóptero se eleva suave y lentamente hacia el cielo crepuscular.

Seattle y mi estómago quedan allá abajo, y hay tanto que ver…

– Nosotros ya hemos perseguido el amanecer, Anastasia, ahora el anochecer.

Su voz me llega a través de los cascos. Me giro para mirarle, boquiabierta.

¿Qué significa eso? ¿Cómo es capaz de decir cosas tan románticas? Sonríe, y no puedo evitar corresponderle con timidez.

– Esta vez se ven más cosas aparte de la puesta de sol -dice.

La última vez que volamos a Seattle era de noche, pero la vista de este atardecer es espectacular, de otro mundo, literalmente. Sobrevolamos los edificios más altos, y subimos más y más.

– El Escala está por ahí. -Señala hacia el edificio-. Boeing allá, y ahora verás la Aguja Espacial.

Estiro el cuello.

– Nunca he estado allí.

– Yo te llevaré… podemos ir a comer.

– Christian, lo hemos dejado.

– Ya lo sé. Pero de todos modos puedo llevarte allí y alimentarte.

Me mira fijamente.

Yo muevo la cabeza, enrojezco, y opto por una actitud algo menos beligerante.

– Esto de aquí arriba es precioso, gracias.

– Es impresionante, ¿verdad?

– Es impresionante que puedas hacer esto.

– ¿Un halago de su parte, señorita Steele? Es que soy un hombre con muy diversos talentos.

– Soy muy consciente de ello, señor Grey.

Se vuelve y sonríe satisfecho, y por primera vez en cinco días me tranquilizo un poco. A lo mejor esto no estará tan mal.

– ¿Qué tal el nuevo trabajo?

– Bien, gracias. Interesante.

– ¿Cómo es tu jefe?

– Ah, está bien.

¿Cómo voy a decirle a Christian que Jack me incomoda? Se gira hacia mí y se me queda mirando.

– ¿Qué pasa?

– Aparte de lo obvio, nada.

– ¿Lo obvio?

– Ay, Christian, la verdad es que a veces eres realmente obtuso.

– ¿Obtuso? ¿Yo? Tengo la impresión de que no me gusta ese tono, señorita Steele.

– Vale, pues entonces olvídalo.

Tuerce los labios a modo de sonrisa.

– He echado de menos esa lengua viperina.

Ahogo un jadeo y quiero chillar: ¡Yo he echado de menos… todo lo tuyo, no solo tu lengua! Pero me quedo callada, y miro a través de la pecera de vidrio que es el parabrisas del Charlie Tango, mientras seguimos hacia el sur. A nuestra derecha se ve el crepúsculo y el sol que se hunde en el horizonte -una naranja enorme, resplandeciente y abrasadora-, y es evidente que yo, Ícaro otra vez, vuelo demasiado cerca.

El crepúsculo nos ha seguido desde Seattle, y el cielo está repleto de ópalos, rosas y aguamarinas perfectamente mezclados, como solo sabe hacerlo la madre naturaleza. La tarde es clara y fría, y las luces de Portland centellean y parpadean para darnos la bienvenida cuando Christian aterriza en el helipuerto. Estamos en lo alto de ese extraño edificio de Portland de ladrillo marrón del que partimos por primera vez hace menos de tres semanas.

La verdad es que hace muy poco. Sin embargo, siento que conozco a Christian de toda la vida. Él maniobra para detener el Charlie Tango, y finalmente las hélices se paran, y lo único que oigo por los auriculares es mi propia respiración. Mmm. Esto me recuerda por un momento la experiencia Thomas Tallis. Palidezco. Ahora mismo no tengo ningunas ganas de pensar en eso.

Christian se desata el arnés y se inclina para desabrocharme el mío.

– ¿Ha tenido buen viaje, señorita Steele? -pregunta con voz amable y un brillo en sus ojos grises.

– Sí, gracias, señor Grey -contesto, educada.

– Bueno, vayamos a ver las fotos del chico.

Tiende la mano, coge la mía y bajo del Charlie Tango.

Un hombre de pelo canoso con barba se acerca para recibirnos con una enorme sonrisa. Le reconozco: es el mismo anciano de la última vez que estuvimos aquí.

– Joe.

Christian sonríe y me suelta la mano para estrechar la del hombre con afecto.

– Vigílalo para Stephan. Llegará hacia las ocho o las nueve.

– Eso haré, señor Grey. Señora -dice, y me hace un gesto con la cabeza-. El coche espera abajo, señor. Ah, y el ascensor está estropeado, tendrán que bajar por las escaleras.

– Gracias, Joe.

Christian me coge de la mano, y vamos hacia las escaleras de emergencia.

– Con esos tacones tienes suerte de que solo haya tres pisos -masculla con tono de reproche.

No me digas.

– ¿No te gustan las botas?

– Me gustan mucho, Anastasia. -Se le enturbia la mirada y creo que va a añadir algo, pero se calla-. Ven. Iremos despacio. No quiero que te caigas y te rompas la crisma.

Permanecemos sentados en silencio mientras nuestro chófer nos conduce a la galería. Mi ansiedad ha vuelto en plena forma, y me doy cuenta de que el rato que hemos pasado en el Charlie Tango ha sido la calma que precede a la tormenta. Christian está callado y pensativo… inquieto incluso; la atmósfera relajada que había entre ambos ha desaparecido. Hay tantas cosas que quiero decir, pero el trayecto es demasiado corto. Christian mira meditabundo por la ventanilla.

– José es solo un amigo -murmuro.

Christian se gira y me mira, pero sus ojos oscuros y cautelosos no dejan entrever nada. Su boca… ay, su boca es provocativa y perturbadora. La recuerdo sobre mí… por todas partes. Me arde la piel. Él se revuelve en el asiento y frunce el ceño.

– Tienes unos ojos preciosos, que ahora parecen demasiado grandes para tu cara, Anastasia. Por favor, dime que comerás.

– Sí, Christian, comeré -contesto de forma automática y displicente.

– Lo digo en serio.

– ¿Ah, sí?

No puedo reprimir el tono desdeñoso. Sinceramente, qué cínico es este hombre… este hombre que me ha hecho pasar un calvario estos últimos días. No, eso no es verdad, yo misma me he sometido al calvario. No. Ha sido él. Muevo la cabeza, confusa.

– No quiero pelearme contigo, Anastasia. Quiero que vuelvas, y te quiero sana -dice en voz baja.

– Pero no ha cambiado nada.

Tú sigues siendo Cincuenta Sombras.

– Hablaremos a la vuelta. Ya hemos llegado.

El coche aparca frente a la galería, y Christian baja y me deja con la palabra en la boca. Me abre la puerta del coche y salgo.