Parpadea, y me mira de arriba abajo, demorándose en mis piernas desnudas. Me he puesto una de sus camisetas.
– Deberías llevar algo de seda o satén, Anastasia -susurra-. Pero, incluso con mi camiseta, estás preciosa.
Oh, un cumplido inesperado.
– Te he echado en falta -digo-. Ven a la cama.
Se levanta despacio de la silla. Todavía lleva la camisa blanca y los pantalones negros. Pero ahora sus ojos brillan, cargados de promesas… aunque también tienen un matiz de tristeza. Se queda de pie frente a mí, mirándome fijamente pero sin tocarme.
– ¿Sabes lo que significas para mí? -murmura-. Si te pasara algo por culpa mía…
Se le quiebra la voz, arruga la frente y aparece en su rostro un destello de dolor casi palpable. Parece tan vulnerable, y su temor es tan evidente…
– No me pasará nada -le aseguro con dulzura. Me acerco para acariciarle la cara, paso los dedos sobre la sombra de barba de sus mejillas. Es sorprendentemente suave-. Te crece enseguida la barba -musito, incapaz de ocultar mi fascinación por el hermoso y dolido hombre que tengo delante.
Resigo el perfil de su labio inferior y luego bajo los dedos hasta su garganta, hasta un leve resto de pintalabios en la base del cuello. Se le acelera la respiración. Mis dedos llegan hasta su camisa y bajan hasta el primer botón abrochado.
– No voy a tocarte. Solo quiero desabrocharte la camisa -murmuro.
Él abre mucho los ojos y me mira con expresión alarmada. Pero no se mueve y no me lo impide. Yo desabotono muy despacio el primero, mantengo la tela separada de la piel y bajo cautelosamente hasta el siguiente, y repito la operación lentamente, muy concentrada en lo que hago.
No quiero tocarle. Bueno, sí… pero no lo haré. En el cuarto botón reaparece la línea roja, y levanto los ojos y le sonrío con timidez.
– Volvemos a estar en territorio familiar.
Trazo la línea con los dedos antes de desabrochar el último botón. Le abro la camisa y paso a los gemelos, y retiro las dos gemas de negro bruñido, una después de otra.
– ¿Puedo quitarte la camisa? -pregunto en voz baja.
Él asiente, todavía con los ojos muy abiertos, mientras yo se la quito por encima de los hombros. Se libera las manos y se queda desnudo ante mí de cintura para arriba. Es como si, una vez sin camisa, hubiese recuperado la calma, y me sonríe satisfecho.
– ¿Y qué pasa con mis pantalones, señorita Steele? -pregunta, arqueando la ceja.
– En el dormitorio. Te quiero en la cama.
– ¿Sabe, señorita Steele? Es usted insaciable.
– No entiendo por qué.
Le cojo de la mano, le saco del estudio y le llevo al dormitorio. La habitación está helada.
– ¿Tú has abierto la puerta del balcón? -me pregunta con gesto preocupado cuando entramos en su cuarto.
– No, no recuerdo haberlo hecho. Recuerdo que examiné la habitación cuando me desperté. Y la puerta estaba cerrada, seguro.
Oh, no… Se me hiela la sangre, y miro a Christian pálida y con la boca abierta.
– ¿Qué pasa? -inquiere, con los ojos muy fijos en mí.
– Cuando me desperté… había alguien aquí -digo en un susurro-. Pensé que eran imaginaciones mías.
– ¿Qué? -Parece horrorizado, sale al balcón, mira fuera, y luego vuelve a entrar en la habitación y echa el cerrojo de la puerta-. ¿Estás segura? ¿Quién era? -pregunta con voz de alarma.
– Una mujer, creo. Estaba oscuro. Me acababa de despertar.
– Vístete -me ordena-. ¡Ahora!
– Mi ropa está arriba -señalo quejumbrosa.
Abre uno de los cajones de la cómoda y saca un par de pantalones de deporte.
– Ponte esto.
Son enormes, pero no es momento de poner objeciones. Saca también una camiseta y se la pone rápidamente. Coge el teléfono que tiene al lado y aprieta dos botones.
– Sigue aquí, joder -masculla al auricular.
Unos tres segundos después, Taylor y otro guardaespaldas irrumpen en el dormitorio de Christian, quien les informa brevemente de lo ocurrido.
– ¿Cuánto hace? -me pregunta Taylor en tono muy expeditivo. Todavía lleva puesta la americana. ¿Es que este hombre nunca duerme?
– Unos diez minutos -balbuceo, sintiéndome culpable por algún motivo.
– Ella conoce el apartamento como la palma de su mano -dice Christian-. Estará escondida en alguna parte. Encontradla. Me llevo a Anastasia de aquí. ¿Cuándo vuelve Gail?
– Mañana por la noche, señor.
– Que no vuelva hasta que el apartamento sea seguro. ¿Entendido? -ordena Christian.
– Sí, señor. ¿Irá usted a Bellevue?
– No pienso cargar a mis padres con este problema. Hazme una reserva en algún lado.
– Sí, señor. Le llamaré para decirle dónde.
– ¿No estamos exagerando un poco? -pregunto.
Christian me fulmina con la mirada.
– Puede que vaya armada -replica.
– Christian, estaba ahí parada a los pies de la cama. Podría haberme disparado si hubiera querido.
Christian hace una breve pausa para refrenar su mal humor, o al menos eso parece.
– No estoy dispuesto a correr ese riesgo -dice en voz baja pero amenazadora-. Taylor, Anastasia necesita zapatos.
Christian se mete en el vestidor mientras el otro guardaespaldas me vigila. No recuerdo cómo se llama, Ryan quizá. No deja de mirar al pasillo y las ventanas del balcón, alternativamente. Pasados un par de minutos Christian vuelve a salir con tejanos y el bléiser de rayas y una bandolera de piel. Me pone una chaqueta tejana sobre los hombros.
– Vamos.
Me sujeta fuerte de la mano y casi tengo que correr para seguir su paso enérgico hasta el gran salón.
– No puedo creer que pudiera estar escondida aquí -musito, mirando a través de las puertas del balcón.
– Este sitio es muy grande. Todavía no lo has visto todo.
– ¿Por qué no la llamas, simplemente, y le dices que quieres hablar con ella?
– Anastasia, está trastornada, y puede ir armada -dice irritado.
– ¿De manera que nosotros huimos y ya está?
– De momento… sí.
– ¿Y si intenta disparar a Taylor?
– Taylor sabe mucho del manejo de armas -replica de mala gana-, y será más rápido con la pistola que ella.
– Ray estuvo en el ejército. Me enseñó a disparar.
Christian levanta las cejas y, por un momento, parece totalmente perplejo.
– ¿Tú con un arma? -dice incrédulo.
– Sí. -Me siento ofendida-. Yo sé disparar, señor Grey, de manera que más le vale andarse con cuidado. No solo debería preocuparse de ex sumisas trastornadas.
– Lo tendré en cuenta, señorita Steele -contesta secamente, aunque divertido, y me gusta saber que, incluso en esta situación absurdamente tensa, puedo hacerle sonreír.
Taylor nos espera en el vestíbulo y me entrega mi pequeña maleta y mis Converse negras. Me deja atónita que haya hecho mi equipaje con algo de ropa. Le sonrío con tímida gratitud, y él corresponde enseguida para tranquilizarme. E, incapaz de reprimirme, le doy un fuerte abrazo. Le he cogido por sorpresa y, cuando le suelto, tiene las mejillas sonrojadas.
– Ten mucho cuidado -murmuro.
– Sí, señorita Steele -musita.
Christian me mira con el ceño fruncido, y luego a Taylor, con aire confuso, mientras este sonríe imperceptiblemente y se ajusta la corbata.
– Hazme saber dónde nos alojaremos -dice Christian.
Taylor se saca la cartera de la americana y le entrega a Christian una tarjeta de crédito.
– Quizá necesitará esto cuando llegue.
Christian asiente.