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Se le ensombrece la cara, pero no hago caso de su reacción y le rodeo con mis brazos. Los dos nos miramos en el espejo: su belleza, su desnudez, yo con el pelo cubierto… tenemos un aspecto casi bíblico, como una pintura barroca del Antiguo Testamento.

Le cojo la mano, que me confía de buen grado, y se la muevo sobre el torso para secarlo con la toalla de forma lenta y algo torpe. Una, dos pasadas… y luego otra vez. Él está completamente inmóvil y rígido por la tensión, salvo sus ojos, que siguen mi mano que rodea la suya con firmeza.

Mi subconsciente observa con gesto de aprobación, su boca generalmente fruncida ahora sonríe, y yo me siento como la suprema maestra titiritera. De la espalda de Christian emanan oleadas de ansiedad, pero no deja de mirarme, aunque con ojos más sombríos, más letales… que revelan sus secretos, quizá.

¿Quiero entrar en ese territorio? ¿Quiero enfrentarme a sus demonios?

– Creo que ya estás seco -murmuro, dejando caer la mano y observando la inmensidad gris de su mirada en el espejo.

Tiene la respiración acelerada y los labios entreabiertos.

– Te necesito, Anastasia.

– Yo también te necesito.

Y al pronunciar esas palabras me impresiona su certeza absoluta. No puedo imaginarme sin Christian, nunca.

– Déjame amarte -dice con voz ronca.

– Sí -contesto, y me da la vuelta, me toma entre sus brazos y sus labios buscan los míos, implorándome, adorándome, apreciándome… amándome.

Me pasa los dedos a lo largo de la columna mientras nos miramos mutuamente, sumidos en la dicha poscoital, plenos. Tumbados juntos, yo boca abajo abrazando la almohada, él de costado, y yo gozando de la ternura de su caricia. Sé que ahora mismo necesita tocarme. Soy un bálsamo para él, una fuente de consuelo, ¿y cómo voy a negárselo? Yo siento exactamente lo mismo hacia él.

– Así que puedes ser tierno.

– Mmm… eso parece, señorita Steele.

Sonrío complacida.

– No lo fuiste especialmente la primera vez que… hicimos esto.

– ¿No? -dice malicioso-. Cuando te robé la virtud.

– No creo que la robaras -musito con picardía. Por Dios, no soy una doncella indefensa-. Creo que yo te entregué mi virtud bastante libremente y de buen grado. Yo también lo deseaba y, si no recuerdo mal, disfruté bastante.

Le sonrío con timidez y me muerdo el labio.

– Como yo, si mal no recuerdo, señorita Steele. Mi único objetivo es complacer -añade y adquiere una expresión seria y relajada-. Y eso significa que eres mía, totalmente.

Ha desaparecido todo rastro de ironía y me mira fijamente.

– Sí, lo soy -le contesto en un murmullo-. Me gustaría preguntarte una cosa.

– Adelante.

– Tu padre biológico… ¿sabes quién era?

La idea lleva un tiempo rondándome por la cabeza.

Arquea una ceja y luego niega.

– No tengo ni idea. No era ese salvaje que le hacía de chulo, lo cual está bien.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por una cosa que me dijo mi padre… Carrick.

Observo expectante a mi Cincuenta, a la espera.

– Siempre ávida por saber, Anastasia. -Suspira y mueve la cabeza-. El chulo encontró el cuerpo de la puta adicta al crack y telefoneó a las autoridades. Aunque tardaron cuatro días en encontrarlo. Él se fue, cerró la puerta… y me dejó con… con su cadáver.

Se le enturbia la mirada al recordarlo.

Inspiro con fuerza. Pobre criatura… la mera idea de semejante horror resulta dolorosamente inconcebible.

– La policía le interrogó después. Él negó rotundamente que tuviera algo que ver conmigo, y Carrick me dijo que no nos parecíamos en absoluto.

– ¿Recuerdas cómo era?

– Anastasia, esa es una parte de mi vida en la que no suelo pensar a menudo. Sí, recuerdo cómo era. Nunca le olvidaré. -La expresión de Christian se ensombrece y endurece, volviendo su rostro más anguloso, con una gélida mirada de rabia en sus ojos-. ¿Podemos hablar de otra cosa?

– Perdona. No quería entristecerte.

Niega con la cabeza.

– Es el pasado, Ana. No quiero pensar en eso ahora.

– Bueno… ¿y cuál es esa sorpresa? -digo para cambiar de tema antes de que las sombras de Cincuenta se vuelvan contra mí.

Inmediatamente se le ilumina la cara.

– ¿Te apetece salir a tomar un poco de aire fresco? Quiero enseñarte una cosa.

– Claro.

Me maravilla la rapidez con que cambia de humor… tan voluble como siempre. Me mira risueño, con esa sonrisa espontánea y juvenil de «Solo soy un chaval de veintisiete años», y mi corazón da un salto. Así que se trata de algo muy importante para él, lo noto. Me da un cachete en el trasero, juguetón.

– Vístete. Con unos vaqueros ya va bien. Espero que Taylor te haya metido algunos en la maleta.

Se levanta y se pone los calzoncillos. Oh… podría estar sentada aquí todo el día, viéndole moverse por la habitación.

– Arriba -ordena, tan autoritario como siempre.

Le miro, sonriente.

– Estoy admirando las vistas.

Y alza los ojos al cielo con aire resignado y divertido.

Mientras nos vestimos, me doy cuenta de que nos movemos con la sincronización de dos personas que se conocen bien, ambos muy atentos y pendientes del otro, intercambiando de vez en cuando una sonrisa tímida y una tierna caricia. Y caigo en la cuenta de que esto es tan nuevo para él como para mí.

– Sécate el pelo -ordena Christian cuando estamos vestidos.

– Dominante como siempre -le digo bromeando, y se inclina para besarme la cabeza.

– Eso no cambiará nunca, nena. No quiero que te pongas enferma.

Pongo los ojos en blanco, y él tuerce la boca, con expresión divertida.

– Sigo teniendo las manos muy largas, ¿sabe, señorita Steele?

– Me alegra oírlo, señor Grey. Empezaba a pensar que habías perdido nervio -replico.

– Puedo demostrarte que no es así en cuanto te apetezca.

Christian saca de su bolsa un jersey grande de punto trenzado color beis, y se lo echa con elegancia sobre los hombros. Con la camiseta blanca, los vaqueros, el pelo cuidadosamente despeinado y ahora esto, parece salido de las páginas de una lujosa revista de moda.

Debería estar prohibido ser tan extraordinariamente guapo. Y no sé si es la distracción momentánea, la mera perfección de su aspecto o ser consciente de que me quiere, pero su amenaza ya no me da miedo. Así es él, mi Cincuenta Sombras.

Mientras cojo el secador, vislumbro ante mí un rayo de esperanza tangible. Encontraremos la vía intermedia. Lo único que hemos de hacer es tener en cuenta las necesidades del otro y acoplarlas. De eso soy capaz, ¿verdad?

Me observo en el espejo del vestidor. Llevo la camisa azul claro que Taylor me compró y que ha metido en mi maleta. Tengo el pelo hecho un desastre, la cara enrojecida, los labios hinchados… Me los palpo, recordando los besos abrasadores de Christian, y no puedo evitar que se me escape una sonrisa. «Sí, te quiero», me dijo.

– ¿Dónde vamos exactamente? -pregunto mientras esperamos en el vestíbulo al empleado del aparcamiento.

Christian se da golpecitos en un lado de la nariz y me guiña un ojo con aire conspiratorio, como si hiciera esfuerzos desesperados por contener su alegría. Francamente, esto es bastante impropio de mi Cincuenta.

Estaba así cuando fuimos a volar en planeador; quizá sea eso lo que vamos a hacer. Yo también le sonrío, radiante. Y me mira con ese aire de superioridad que le confiere esa sonrisa suya de medio lado. Se inclina y me besa tiernamente.

– ¿Tienes idea de lo feliz que me haces? -pregunta en voz baja.

– Sí… lo sé perfectamente. Porque tú provocas el mismo efecto en mí.