– ¿Por qué haces eso? -digo, en voz más alta de lo que pretendía.
– ¿Hacer qué? -replica sorprendido.
– Decir algo como eso y luego callarte.
– Anastasia, estamos aquí, donde tú quieres estar. Ahora centrémonos en esto y después hablamos. No me apetece demasiado montar un numerito en la calle.
Me ruborizo y miro alrededor. Tiene razón. Es demasiado público. Me mira y aprieto los labios.
– De acuerdo -acepto de mal humor.
Me da la mano y me conduce al interior del edificio.
Estamos en un almacén rehabilitado: paredes de ladrillo, suelos de madera oscura, techos blancos y tuberías del mismo color. Es espacioso y moderno, y hay bastantes personas deambulando por la galería, bebiendo vino y admirando la obra de José. Al darme cuenta de que José ha cumplido su sueño, mis problemas se desvanecen por un momento. ¡Así se hace, José!
– Buenas noches y bienvenidos a la exposición de José Rodríguez -nos da la bienvenida una mujer joven vestida de negro, con el pelo castaño muy corto, los labios pintados de rojo brillante y unos enormes pendientes de aro.
Me echa un breve vistazo, luego otro a Christian, mucho más prolongado de lo estrictamente necesario, después vuelve a mirarme, pestañea y se ruboriza.
Arqueo una ceja. Es mío… o lo era. Me esfuerzo por no mirarla mal, y cuando sus ojos vuelven a centrarse, pestañea de nuevo.
– Ah, eres tú, Ana. Nos encanta que tú también formes parte de todo esto.
Sonríe, me entrega un folleto y me lleva a una mesa con bebidas y un refrigerio.
– ¿La conoces?
Christian frunce el ceño.
Yo digo que no con la cabeza, igualmente desconcertada.
Él encoge los hombros, con aire distraído.
– ¿Qué quieres beber?
– Una copa de vino blanco, gracias.
Hace un gesto de contrariedad, pero se muerde la lengua y se dirige al servicio de bar.
– ¡Ana!
José se acerca presuroso a través de un nutrido grupo de gente.
¡Madre mía! Lleva traje. Tiene buen aspecto y me sonríe. Me abre los brazos, me estrecha con fuerza. Y hago cuanto puedo para no echarme a llorar. Mi amigo, mi único amigo ahora que Kate está fuera. Tengo los ojos llenos de lágrimas.
– Ana, me alegro muchísimo de que hayas venido -me susurra al oído, y de pronto se calla, me aparta un poco y me observa.
– ¿Qué?
– Oye, ¿estás bien? Pareces… bueno, rara. Dios mío, ¿has perdido peso?
Parpadeo para no llorar. Él también… no.
– Estoy bien, José. Y muy contenta por ti. Felicidades por la exposición.
Al ver la preocupación reflejada en su cara tan familiar, se me quiebra la voz, pero he de guardar la compostura.
– ¿Cómo has venido? -pregunta.
– Me ha traído Christian -digo con repentino recelo.
– Ah. -A José le cambia la cara, se le ensombrece el gesto y me suelta-. ¿Dónde está?
– Por ahí, pidiendo las bebidas.
Cabeceo en dirección a Christian, y veo que está charlando tranquilamente con alguien en la cola. Cuando dirijo los ojos hacia él, levanta la vista y nos sostenemos la mirada. Y durante ese breve instante me quedo paralizada, contemplando a ese hombre increíblemente guapo que me observa con cierta emoción mal disimulada. Su expresión ardiente me abrasa por dentro y por un momento ambos nos perdemos en nuestras miradas.
Dios… Ese maravilloso hombre quiere que vuelva con él, y en lo más profundo de mi ser una dulce sensación de felicidad se abre lentamente como una campánula al amanecer.
– ¡Ana! -José me distrae y me siento arrastrada otra vez al aquí y ahora-. Estoy encantado de que hayas venido… Escucha, tengo que avisarte…
De repente, la señorita de cabello muy corto y carmín rojo le interrumpe.
– José, la periodista del Portland Printz ha venido a verte. Vamos.
Me dedica una sonrisa cortés.
– ¿Has visto cómo mola esto? La fama. -José sonríe de oreja a oreja, y es tan feliz que no puedo evitar hacer lo mismo-. Luego te veo, Ana.
Me besa la mejilla y veo cómo se acerca con paso resuelto a una mujer que está al lado de un fotógrafo alto y desgarbado.
Hay obras fotográficas de José por todas partes, algunas de ellas colocadas sobre unos lienzos enormes. Las hay monocromas y en color. Muchos de los paisajes poseen una belleza etérea. Hay una fotografía del lago de Vancouver tomada a primera hora de la tarde, en la que unas nubes rosadas se reflejan en la quietud del agua. Y durante un segundo, me siento transportada por esa tranquilidad y esa paz. Es algo extraordinario.
Christian aparece a mi lado, inspiro profundamente y trago saliva, intentando recuperar parte del equilibrio perdido. Me pasa mi copa de vino blanco.
– ¿Está a la altura?
Mi voz tiene un tono más normal.
Él me mira desconcertado.
– El vino.
– No. No suele estarlo en este tipo de eventos. El chico tiene bastante talento, ¿verdad?
Christian está contemplando la foto del lago.
– ¿Por qué crees que le pedí que te hiciera un retrato? -digo, sin poder evitar un deje de orgullo.
Él, impasible, aparta los ojos de la fotografía y me mira.
– ¿Christian Grey? -El fotógrafo del Portland Printz se acerca a Christian-. ¿Puedo hacerle una fotografía, señor?
– Claro.
Christian esconde el rictus. Yo doy un paso atrás, pero él me sujeta la mano y me pone a su lado. El fotógrafo nos mira a ambos, incapaz de disimular la sorpresa.
– Gracias, señor Grey. -Dispara un par de fotos-. ¿Señorita…? -pregunta.
– Steele -contesto.
– Gracias, señorita Steele.
Y se marcha a toda prisa.
– Busqué en internet fotos tuyas con alguna chica. No hay ninguna. Por eso Kate creía que eras gay.
Los labios de Christian esbozan una sonrisa.
– Eso explica tu inapropiada pregunta. No. Yo no salgo con chicas, Anastasia… solo contigo. Pero eso ya lo sabes -dice con ojos vehementes, sinceros.
– ¿Así que nunca sales por ahí con tus… -miro alrededor inquieta para comprobar que nadie puede oírnos-… sumisas?
– A veces. Pero eso no son citas. De compras, ya sabes.
Encoge los hombros sin dejar de mirarme a los ojos.
Ah, o sea que solo en el cuarto de juegos… su cuarto rojo del dolor y su apartamento. No sé qué sentir ante eso.
– Solo contigo, Anastasia -susurra.
Yo enrojezco y me miro los dedos. A su manera, le importo.
– Este amigo tuyo parece más un fotógrafo de paisajes que de retratos. Vamos a ver.
Me tiende la mano y yo la acepto.
Damos una vuelta, vemos varias obras más, y me fijo en una pareja que me saluda con un gesto de la cabeza y una sonrisa enorme, como si me conocieran. Debe de ser porque estoy con Christian, pero el chico me mira con total descaro. Es extraño.
Damos la vuelta a la esquina y entonces veo por qué la gente me ha estado mirando de esa forma tan rara. En la pared del fondo hay colgados siete enormes retratos… míos.
Empalidezco de golpe y me los quedo mirando atónita, estupefacta. Yo: haciendo pucheros, riendo, frunciendo el ceño, seria, risueña. Son todos primeros planos enormes, todos en blanco y negro.
¡Vaya! Recuerdo a José trajinando por ahí con la cámara cuando vino a verme un par de veces, y cuando había ido con él para hacer de chófer y de ayudante. Yo creía que eran simples instantáneas. No fotos ingenuamente robadas.
Petrificado, Christian mira fijamente todas las fotografías, una por una.
– Por lo visto no soy el único -musita en tono enigmático, con los labios apretados.
Creo que está enfadado.
– Perdona -dice, y su centelleante mirada gris me deja paralizada momentáneamente.