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– Está preparada para el baile, señor -responde Mac en tono jovial.

Ah, el barco. El Grace. Qué tonta soy.

– En marcha, pues.

– ¿Van a salir?

– Sí. -Christian le dirige a Mac una sonrisa maliciosa-. ¿Una vuelta rápida, Anastasia?

– Sí, por favor.

Le sigo al interior de la cabina. Frente a nosotros hay un sofá de piel beis en forma de L, y sobre él, un enorme ventanal curvo ofrece una vista panorámica del puerto deportivo. A la izquierda está la zona de la cocina, muy elegante y bien equipada, toda de madera clara.

– Este es el salón principal. Junto con la cocina -dice Christian, señalándola con un vago gesto.

Me coge de la mano y me lleva por la cabina principal. Es sorprendentemente espaciosa. El suelo es de la misma madera clara. Tiene un diseño moderno y elegante y una atmósfera luminosa y diáfana, aunque todo es muy funcional y no parece que Christian pase mucho tiempo aquí.

– Los baños están en el otro lado.

Señala dos puertas, y luego abre otra más pequeña y de aspecto muy peculiar que tenemos enfrente y entra. Se trata de un lujoso dormitorio. Oh…

Hay una enorme cama empotrada y todo es de tejidos azul pálido y madera clara, como su dormitorio en el Escala. Es evidente que Christian escoge un motivo y lo mantiene.

– Este es el dormitorio principal. -Baja la mirada hacia mí, sus ojos grises centellean-. Eres la primera chica que entra aquí, aparte de las de mi familia. -Sonríe-. Ellas no cuentan.

Su mirada ardiente hace que me ruborice y se me acelere el pulso. ¿De veras? Otra primera vez. Me atrae a sus brazos, sus dedos juguetean con mi cabello y me da un beso, intenso y largo. Cuando me suelta, ambos estamos sin aliento.

– Quizá deberíamos estrenar esta cama -murmura junto a mi boca.

¡Oh, en el mar!

– Pero no ahora mismo. Ven, Mac estará soltando amarras.

Hago caso omiso de la punzada de desilusión, él me da la mano y volvemos a cruzar el salón. Me señala otra puerta.

– Allí hay un despacho, y aquí delante dos cabinas más.

– ¿Cuánta gente puede dormir en el barco?

– Es un catamarán con seis camarotes, aunque solo he subido a bordo a mi familia. Me gusta navegar solo. Pero no cuando tú estás aquí. Tengo que mantenerte vigilada.

Revuelve en un arcón y saca un chaleco salvavidas de un rojo intenso.

– Toma.

Me lo pasa por la cabeza y tensa todas las correas, y la sombra de una sonrisa aparece en sus labios.

– Te encanta atarme, ¿verdad?

– De todas las formas posibles -dice con una chispa maliciosa en la mirada.

– Eres un pervertido.

– Lo sé.

Arquea las cejas y su sonrisa se ensancha.

– Mi pervertido -susurro.

– Sí, tuyo.

Una vez que me ha atado, me agarra por los costados del chaleco y me besa.

– Siempre -musita y, sin darme tiempo a responder, me suelta.

¡Siempre! Dios santo.

– Ven.

Me coge de la mano, salimos y subimos unos pocos escalones hasta una pequeña cabina en la cubierta superior, donde hay un gran timón y un asiento elevado. Mac está manipulando unos cabos en la proa del barco.

– ¿Es aquí donde aprendiste todos tus trucos con las cuerdas? -le pregunto a Christian con aire inocente.

– Los ballestrinques me han venido muy bien -dice, y me escruta con la mirada-. Señorita Steele, parece que he despertado su curiosidad. Me gusta verte así, curiosa. Tendré mucho gusto en enseñarte lo que puedo hacer con una cuerda.

Me sonríe con picardía y yo, impasible, le miro como si me hubiera disgustado. Le cambia la cara.

– Has picado -le digo sonriendo.

Christian tuerce la boca y entorna los ojos.

– Tendré que ocuparme de ti más tarde, pero ahora mismo, tengo que pilotar un barco.

Se sienta a los mandos, aprieta un botón y el motor se pone en marcha con un rugido.

Mac se dirige raudo hacia un costado del barco, me sonríe y salta a la cubierta inferior, donde empieza a desatar un cabo. A lo mejor él también sabe hacer un par de trucos con las cuerdas. La inoportuna idea hace que me ruborice.

Mi subconsciente me mira ceñuda. Yo le respondo encogiéndome de hombros y miro hacia Christian: le echo la culpa a Cincuenta. Él coge el receptor y llama por radio al guardacostas, y Mac grita que estamos preparados para zarpar.

Una vez más, me fascina la destreza de Christian. Es tan competente. ¿Hay algo que este hombre no pueda hacer? Entonces recuerdo su concienzuda intentona de cortar y trocear un pimiento el pasado viernes en mi apartamento. Y sonrío al pensarlo.

Christian conduce lentamente el Grace del embarcadero en dirección a la bocana del puerto. A nuestras espaldas queda el reducido grupo de gente que se ha congregado en el muelle para vernos partir. Los niños pequeños nos saludan y yo les devuelvo el saludo.

Christian mira por encima del hombro, y luego hace que me siente entre sus piernas y señala las diversas esferas y dispositivos del puente de mando.

– Coge el timón -me ordena tan autoritario como siempre, y yo hago lo que me pide.

– A la orden, capitán -digo con una risita nerviosa.

Coloca sus manos sobre las mías, manteniendo el rumbo para salir de la bahía, y en cuestión de minutos estamos en mar abierto, surcando las azules y frías aguas del estrecho de Puget. Lejos del muro protector del puerto, el viento es más fuerte y navegamos sobre un mar encrespado y rizado.

No puedo evitar sonreír al notar el entusiasmo de Christian; esto es tan emocionante… Trazamos una gran curva hasta situarnos rumbo oeste hacia la península Olympic, con el viento detrás.

– Hora de navegar -dice Christian, lleno de excitación-. Toma, cógelo tú. Mantén el rumbo.

¿Qué?

Sonríe al ver mi cara de horror.

– Es muy fácil, nena. Sujeta el timón y no dejes de mirar por la proa hacia el horizonte. Lo harás muy bien, como siempre. Cuando se icen las velas, notarás el tirón. Limítate a mantenerlo firme. Yo te haré esta señal -hace un movimiento con la mano plana como de rajarse el cuello-, y entonces puedes parar el motor. Es este botón de aquí. -Señala un gran interruptor negro-. ¿Entendido?

– Sí -asiento frenética y aterrorizada.

¡Madre mía… yo no tenía pensado hacer nada!

Me besa y baja rápidamente de la silla de capitán, y luego salta a la parte delantera del barco, donde se encuentra Mac, y empieza a desplegar velas, a desatar cabos y a manipular cabrestantes y poleas. Ambos trabajan bien juntos, como un equipo, intercambiando a gritos diversos términos náuticos, y es reconfortante ver a Cincuenta interactuar con alguien con tanta espontaneidad.

Quizá Mac sea amigo de Cincuenta. Por lo que yo sé, no parece que tenga muchos, pero la verdad es que yo tampoco. Bueno, al menos aquí en Seattle. Mi única amiga está de vacaciones, poniéndose morena en Saint James, en la costa oeste de Barbados.

Al pensar en Kate siento una punzada de dolor. Echo en falta a mi compañera de piso más de lo que creía cuando se fue. Espero que cambie de opinión y que regrese pronto a casa con su hermano Ethan, en lugar de prolongar su estancia con el hermano de Christian, Elliot.

Christian y Mac izan la vela mayor. Se hincha y se infla a merced del impetuoso viento, y de repente el barco da bandazos y acelera. Yo lo siento en el timón. ¡Uau!

Ellos se ponen a trajinar en la proa, y yo contemplo fascinada cómo la gran vela se iza en el mástil. El viento la agarra, expandiéndola y tensándola.

– ¡Mantenlo firme, nena, y apaga el motor! -me grita Christian por encima del viento, y me hace la señal de desconectar las máquinas.

Yo apenas oigo su voz, pero asiento entusiasmada, y contemplo al hombre que amo, con el pelo totalmente alborotado, muy emocionado, sujetándose ante los cabeceos y los virajes del barco.