Frunce el ceño, y mi anterior enfado desaparece. Le abrazo. Él me envuelve con su cuerpo y me besa la cabeza.
– ¿Qué harás cuando la encuentres? -pregunto.
– El doctor Flynn tiene una plaza para ella.
– ¿Y qué pasa con su marido?
– No quiere saber nada de ella -contesta Christian con amargura-. Su familia vive en Connecticut. Creo que ahora anda por ahí sola.
– Qué triste…
– ¿Te parece bien que haya hecho que traigan tus cosas aquí? Quería compartir la habitación contigo -murmura.
Vaya, otro rápido cambio de tema.
– Sí.
– Quiero que duermas conmigo. Cuando estás conmigo no tengo pesadillas.
– ¿Tienes pesadillas?
– Sí.
Le abrazo más fuerte. Por Dios… Más cargas del pasado. Se me encoge el corazón por este hombre.
– Iba a prepararme la ropa para ir a trabajar mañana -aclaro.
– ¡A trabajar! -exclama Christian como si hubiera dicho una palabrota, me suelta y me fulmina con la mirada.
– Sí, a trabajar -replico, desconcertada ante su reacción.
Se me queda mirando sin dar crédito.
– Pero Leila aún anda suelta por ahí. -Hace una breve pausa-. No quiero que vayas a trabajar.
¿Qué?
– Eso es una tontería, Christian. He de ir a trabajar.
– No, no tienes por qué.
– Tengo un trabajo nuevo, que me gusta. Claro que he de ir a trabajar.
¿A qué se refiere?
– No, no tienes por qué -repite con énfasis.
– ¿Te crees que me voy a quedar aquí sin hacer nada mientras tú andas por ahí salvando al mundo?
– La verdad… sí.
Oh, Cincuenta, Cincuenta, Cincuenta… dame fuerzas.
– Christian, yo necesito trabajar.
– No, no lo necesitas.
– Sí… lo… necesito. -le repito despacio, como si fuera un crío.
– Es peligroso -dice torciendo el gesto.
– Christian… yo necesito trabajar para ganarme la vida, y además no me pasará nada.
– No, tú no necesitas trabajar para ganarte la vida… ¿y cómo puedes estar tan segura de que no te pasará nada?
Está prácticamente gritando.
¿Qué quiere decir? ¿Acaso piensa mantenerme? Oh, esto es totalmente ridículo. ¿Cuánto hace que le conozco… cinco semanas?
Ahora está muy enfadado. Sus tormentosos ojos centellean, pero no me importa en absoluto.
– Por Dios santo, Christian, Leila estaba a los pies de tu cama y no me hizo ningún daño. Y sí, yo necesito trabajar. No quiero deberte nada. Tengo que pagar el préstamo de la universidad.
Aprieta los labios y yo pongo los brazos en jarras. No pienso ceder en esto. ¿Quién se cree que es?
– No quiero que vayas a trabajar.
– No depende de ti, Christian. La decisión no es tuya.
Se pasa la mano por el pelo mientras sus ojos me fulminan. Pasamos segundos, minutos, sin dejar de retarnos con la mirada.
– Sawyer te acompañará.
– Christian, no es necesario. No tiene ninguna lógica.
– ¿Lógica? -gruñe-. O te acompaña, o verás lo ilógico que puedo ser para retenerte aquí.
¿No sería capaz? ¿O sí?
– ¿Qué harías exactamente?
– Ah, ya se me ocurriría algo, Anastasia. No me provoques.
– ¡De acuerdo! -acepto, levantando las dos manos para apaciguarle.
Maldita sea… Cincuenta ha vuelto para vengarse.
Permanecemos ahí de pie, fulminándonos con la mirada.
– Muy bien: Sawyer puede venir conmigo, si así te quedas más tranquilo -cedo finalmente, y pongo los ojos en blanco.
Christian entorna los suyos y avanza hacia mí, amenazante. Inmediatamente, doy un paso atrás. Él se detiene y suspira profundamente, cierra los ojos y se mesa el cabello con las dos manos. Oh, no. Cincuenta sigue en plena forma.
– ¿Quieres que te enseñe el resto del apartamento?
¿Enseñarme el…? ¿Es una broma?
– Vale -musito cautelosa.
Nuevo cambio de rumbo: el señor Voluble ha vuelto. Me tiende la mano y, cuando la acepto, aprieta la mía con suavidad.
– No quería asustarte.
– No me has asustado. Solo estaba a punto de salir corriendo -bromeo.
– ¿Salir corriendo? -dice Christian, abriendo mucho los ojos.
– ¡Es una broma!
Por Dios…
Salimos del vestidor y aprovecho el momento para calmarme, pero la adrenalina sigue circulando a raudales por mi cuerpo. Una pelea con Cincuenta no es algo que pueda tomarse a la ligera.
Me da una vuelta por todo el apartamento, enseñándome las distintas habitaciones. Aparte del cuarto de juegos y tres dormitorios más en el piso de arriba, descubro con sorpresa que Taylor y la señora Jones disponen de un ala para ellos solos: una cocina, un espacioso salón y un cuarto para cada uno. La señora Jones todavía no ha vuelto de visitar a su hermana, que vive en Portland.
En la planta baja me llama la atención un cuarto situado enfrente de su estudio: una sala con una inmensa pantalla de televisión de plasma y varias videoconsolas. Resulta muy acogedora.
– ¿Así que tienes una Xbox? -bromeo.
– Sí, pero soy malísimo. Elliot siempre me gana. Tuvo gracia cuando creíste que mi cuarto de juegos era algo como esto.
Me sonríe divertido, su arrebato ya olvidado. Gracias a Dios que ha recobrado el buen humor.
– Me alegra que me considere graciosa, señor Grey -contesto con altanería.
– Pues lo es usted, señorita Steele… cuando no se muestra exasperante, claro.
– Suelo mostrarme exasperante cuando usted es irracional.
– ¿Yo? ¿Irracional?
– Sí, señor Grey, irracional podría ser perfectamente su segundo nombre.
– Yo no tengo segundo nombre.
– Pues irracional le quedaría muy bien.
– Creo que eso es opinable, señorita Steele.
– Me interesaría conocer la opinión profesional del doctor Flynn.
Christian sonríe.
– Yo creía que Trevelyan era tu segundo nombre.
– No, es un apellido.
– Pues no lo usas.
– Es demasiado largo. Ven -ordena.
Salgo de la sala de la televisión detrás de él, cruzamos el gran salón hasta el pasillo principal, pasamos por un cuarto de servicio y una bodega impresionante, y llegamos al despacho de Taylor, muy amplio y bien equipado. Taylor se pone de pie cuando entramos. Hay espacio suficiente para albergar una mesa de reuniones para seis. Sobre un gran escritorio hay una serie de monitores. No tenía ni idea de que el apartamento tuviera circuito cerrado de televisión. Por lo visto controla la terraza, la escalera, el ascensor de servicio y el vestíbulo.
– Hola, Taylor. Le estoy enseñando el apartamento a Anastasia.
Taylor asiente pero no sonríe. Me pregunto si le habrán amonestado también. ¿Y por qué sigue trabajando todavía? Cuando le sonrío, asiente educadamente. Christian me coge otra vez de la mano y me lleva a la biblioteca.
– Y, por supuesto, aquí ya has estado.
Christian abre la puerta. Señalo con la cabeza el tapete verde de la mesa de billar.
– ¿Jugamos? -pregunto.
Christian sonríe, sorprendido.
– Vale. ¿Has jugado alguna vez?
– Un par de veces -miento, y él entorna los ojos y ladea la cabeza.
– Eres una mentirosa sin remedio, Anastasia. Ni has jugado nunca ni…
– ¿Te da miedo competir? -pregunto, pasándome la lengua por los labios.
– ¿Miedo de una cría como tú? -se burla Christian con buen humor.