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– Una apuesta, señor Grey.

– ¿Tan segura está, señorita Steele? -Sonríe divertido e incrédulo al mismo tiempo-. ¿Qué le gustaría apostar?

– Si gano yo, vuelves a llevarme al cuarto de juegos.

Se me queda mirando, como si no acabara de entender lo que he dicho.

– ¿Y si gano yo? -pregunta, una vez recuperado de su estupefacción.

– Entonces, escoges tú.

Tuerce el gesto mientras medita la respuesta.

– Vale, de acuerdo. ¿A qué quieres jugar: billar americano, inglés o a tres bandas?

– Americano, por favor. Los otros no los conozco.

De un armario situado bajo una de las estanterías, Christian saca un estuche de piel alargado. En el interior forrado en terciopelo están las bolas de billar. Con rapidez y eficiencia, coloca las bolas sobre el tapete. Creo que nunca he jugado en una mesa tan grande. Christian me da un taco y un poco de tiza.

– ¿Quieres sacar?

Finge cortesía. Está disfrutando: cree que va a ganar.

– Vale.

Froto la punta del taco con la tiza, y soplo para eliminar la sobrante. Miro a Christian a través de las pestañas y su semblante se ensombrece.

Me coloco en línea con la bola blanca y, con un toque rápido y limpio, impacto en el centro del triángulo con tanta fuerza que una bola listada sale rodando y cae en la tornera superior derecha. El resto de las bolas han quedado diseminadas.

– Escojo las listadas -digo con ingenuidad y sonrío a Christian con timidez.

Él asiente divertido.

– Adelante -dice educadamente.

Consigo que entren en las troneras otras tres bolas en rápida sucesión. Estoy dando saltos de alegría por dentro. En este momento siento una gratitud enorme hacia José por haberme enseñado a jugar a billar, y a jugar tan bien. Christian observa impasible, sin expresar nada, pero parece que ya no se divierte tanto. Fallo la bola listada verde por un pelo.

– ¿Sabes, Anastasia?, podría estar todo el día viendo cómo te inclinas y te estiras sobre esta mesa de billar -dice con pícara galantería.

Me ruborizo. Gracias a Dios que llevo vaqueros. Él sonríe satisfecho. Intenta despistarme del juego, el muy cabrón. Se quita el jersey beis, lo tira sobre el respaldo de una silla, me mira sonriente y se dispone a hacer la primera tirada.

Se inclina sobre la mesa. Se me seca la boca. Oh, ahora sé a qué ese refería. Christian, con vaqueros ajustados y una camiseta blanca, inclinándose así… es algo digno de ver. Casi pierdo el hilo de mis pensamientos. Mete cuatro bolas rápidamente, y luego falla al intentar introducir la blanca.

– Un error de principiante, señor Grey -me burlo.

Sonríe con suficiencia.

– Ah, señorita Steele, yo no soy más que un pobre mortal. Su turno, creo -dice, señalando la mesa.

– No estarás intentando perder a propósito, ¿verdad?

– No, no, Anastasia. Con el premio que tengo pensado, quiero ganar. -Se encoge de hombros con aire despreocupado-. Pero también es verdad que siempre quiero ganar.

Le miro desfiante con los ojos entornados. Muy bien, entonces… Me alegro de llevar la blusa azul, que es bastante escotada. Me paseo alrededor de la mesa, agachándome a la menor oportunidad y dejando que Christian le eche un vistazo a mi escote. A este juego pueden jugar dos. Le miro.

– Sé lo que estás haciendo -murmura con ojos sombríos.

Ladeo la cabeza con coquetería, acaricio el taco y deslizo la mano arriba y abajo muy despacio.

– Oh, estoy decidiendo cuál será mi siguiente tirada -señalo con aire distraído.

Me inclino sobre la mesa y golpeo la bola naranja para dejarla en una posición mejor. Me planto directamente delante de Christian y cojo el resto de debajo de la mesa. Me coloco para la próxima tirada, recostada sobre el tapete. Oigo que Christian inspira con fuerza y, naturalmente, fallo el tiro. Maldición…

Él se coloca detrás de mí mientras todavía estoy inclinada sobre la mesa, y pone las manos en mis nalgas. Mmm

– ¿Está contoneando esto para provocarme, señorita Steele?

Y me da una palmada, fuerte.

Jadeo.

– Sí -contesto en un susurro, porque es verdad.

– Ten cuidado con lo que deseas, nena.

Me masajeo el trasero mientras él se dirige hacia el otro extremo de la mesa, se inclina sobre el tapete y hace su tirada. Golpea la bola roja, y la mete en la tronera izquierda. Apunta a la amarilla, superior derecha, y falla por poco. Sonrío.

– Cuarto rojo, allá vamos -le provoco.

Él apenas arquea una ceja y me indica que continúe. Yo apunto a la bola verde y, por pura chiripa, consigo meter la última bola naranja.

– Escoge la tronera -murmura Christian, y es como si estuviera hablando de otra cosa, de algo oscuro y desagradable.

– Superior izquierda.

Apunto a la bola negra y le doy, pero fallo. Por mucho. Maldita sea.

Christian sonríe con malicia, se inclina sobre la mesa y, con un par de tiradas, se deshace de las dos lisas restantes. Casi estoy jadeando al ver su cuerpo ágil y flexible reclinándose sobre el tapete. Se levanta, pone tiza al taco y me clava sus ojos ardientes.

– Si gano yo…

¿Oh, sí?

– Voy a darte unos azotes y después te follaré sobre esta mesa.

Dios… Todos los músculos de mi vientre se contraen.

– Superior derecha -dice en voz baja, apunta a la bola negra y se inclina para tirar.

11

Con elegante soltura, Christian le da a la bola blanca y esta se desliza sobre la mesa, roza suavemente la negra y oh… muy despacio, la negra sale rodando, vacila en el borde y finalmente cae en la tronera superior derecha de la mesa de billar.

Maldición.

Él se yergue, y en su boca se dibuja una sonrisa de triunfo tipo «Te tengo a mi merced, Steele». Baja el taco y se acerca hacia mí pausadamente, con el cabello revuelto, sus vaqueros y su camiseta blanca. No tiene aspecto de presidente ejecutivo: parece un chico malo de un barrio peligroso. Madre mía, está terriblemente sexy.

– No tendrás mal perder, ¿verdad? -murmura sin apenas disimular la sonrisa.

– Depende de lo fuerte que me pegues -susurro, agarrándome al taco para apoyarme.

Me lo quita y lo deja a un lado, introduce los dedos en el escote de mi blusa y me atrae hacia él.

– Bien, enumeremos las faltas que has cometido, señorita Steele. -Y cuenta con sus dedos largos-. Uno, darme celos con mi propio personal. Dos, discutir conmigo sobre el trabajo. Y tres, contonear tu delicioso trasero delante de mí durante estos últimos veinte minutos.

En sus ojos grises brilla una tenue chispa de excitación. Se inclina y frota su nariz contra la mía.

– Quiero que te quites los pantalones y esta camisa tan provocativa. Ahora.

Me planta un beso leve como una pluma en los labios, se encamina sin ninguna prisa hacia la puerta y la cierra con llave.

Cuando se da la vuelta y me clava la mirada, sus ojos arden. Yo me quedo totalmente paralizada como un zombi, con el corazón desbocado, la sangre hirviendo, incapaz de mover un músculo. Y lo único que puedo pensar es: Esto es por él… repitiéndose en mi mente como un mantra una y otra vez.

– La ropa, Anastasia. Parece ser que aún la llevas puesta. Quítatela… o te la quitaré yo.

– Hazlo tú.

Por fin he recuperado la voz, y suena grave y febril. Christian sonríe encantado.

– Oh, señorita Steele. No es un trabajo muy agradable, pero creo que estaré a la altura.

– Por lo general está siempre a la altura, señor Grey.

Arqueo una ceja y él sonríe.

– Vaya, señorita Steele, ¿qué quiere decir?

Al acercarse a mí, se detiene en una mesita empotrada en una de las estanterías. Alarga la mano y coge una regla de plástico transparente de unos treinta centímetros. La sujeta por ambos extremos y la dobla, sin apartar los ojos de mí.