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Oh, Dios… el arma que ha escogido. Se me seca la boca.

De pronto estoy acalorada y sofocada y húmeda en todas las partes esperadas. Únicamente Christian puede excitarme solo con mirarme y flexionar una regla. Se la mete en el bolsillo trasero de sus vaqueros y camina tranquilamente hacia mí, sus oscuros ojos cargados de expectativas. Sin decir palabra, se arrodilla delante de mí y empieza a desatarme las Converse, con rapidez y eficacia, y me las quita junto con los calcetines. Yo me apoyo en el borde de la mesa de billar para no caerme. Al mirarle durante todo el proceso, me sobrecoge la profundidad del sentimiento que albergo por este hombre tan hermoso e imperfecto. Le amo.

Me agarra de las caderas, introduce los dedos por la cintura de mis vaqueros y desabrocha el botón y la cremallera. Me observa a través de sus largas pestañas, con una sonrisa extremadamente salaz, mientras me despoja poco a poco de los pantalones. Yo doy un paso a un lado y los dejo en el suelo, encantada de llevar estas braguitas blancas de encaje tan bonitas, y él me aferra por detrás de mis piernas y desliza la nariz por el vértice de mis muslos. Estoy a punto de derretirme.

– Me apetece ser brusco contigo, Ana. Tú tendrás que decirme que pare si me excedo -murmura.

Oh, Dios… Me besa… ahí abajo. Yo gimo suavemente.

– ¿Palabra de seguridad? -susurro.

– No, palabra de seguridad, no. Solo dime que pare y pararé. ¿Entendido? -Vuelve a besarme, sus labios me acarician. Oh, es una sensación tan maravillosa… Se levanta, con la mirada intensa-. Contesta -ordena con voz de terciopelo.

– Sí, sí, entendido.

Su insistencia me confunde.

– Has estado enviándome mensajes y emitiendo señales contradictorias durante todo el día, Anastasia -dice-. Me dijiste que te preocupaba que hubiera perdido nervio. No estoy seguro de qué querías decir con eso, y no sé hasta qué punto iba en serio, pero ahora lo averiguaremos. No quiero volver al cuarto de juegos todavía, así que ahora podemos probar esto. Pero si no te gusta, tienes que prometerme que me lo dirás.

Una ardorosa intensidad, fruto de su ansiedad, sustituye a su anterior arrogancia.

Oh, no, por favor, no estés ansioso, Christian.

– Te lo diré. Sin palabra de seguridad -repito para tranquilizarle.

– Somos amantes, Anastasia. Los amantes no necesitan palabras de seguridad. -Frunce el ceño-. ¿Verdad?

– Supongo que no -murmuro. Madre mía… ¿cómo voy a saberlo?-. Te lo prometo.

Busca en mi rostro alguna señal de que a mi convicción le falte coraje, y yo me siento nerviosa, pero excitada también. Me hace muy feliz hacer esto, ahora que sé que él me quiere. Para mí es muy sencillo, y ahora mismo no quiero pensarlo demasiado.

Poco a poco aparece una enorme sonrisa en su cara. Empieza a desabrocharme la camisa y sus diestros dedos terminan enseguida, pero no me la quita. Se inclina y coge el taco.

Oh, Dios ¿qué va a hacer con eso? Me estremezco de miedo.

– Juega muy bien, señorita Steele. Debo decir que estoy sorprendido. ¿Por qué no metes la bola negra?

Se me pasa el miedo y hago un pequeño mohín, preguntándome por qué tiene que sorprenderse este cabrón sexy y arrogante. La diosa que llevo dentro está calentando en segundo plano, haciendo sus ejercicios en el suelo… con una sonrisa henchida de satisfacción.

Yo coloco la bola blanca. Christian da una vuelta alrededor de la mesa y se pone detrás de mí cuando me inclino para hacer mi tirada. Pone la mano sobre mi muslo derecho y sus dedos me recorren la pierna, arriba y abajo, hasta el culo y vuelven a bajar con una leve caricia.

– Si sigues haciendo eso, fallaré -musito con los ojos cerrados, deleitándome en la sensación de sus manos sobre mí.

– No me importa si fallas o no, nena. Solo quería verte así: medio vestida, recostada sobre mi mesa de billar. ¿Tienes idea de lo erótica que estás en este momento?

Enrojezco, y la diosa que llevo dentro sujeta una rosa entre los dientes y empieza a bailar un tango. Inspiro profundamente e intento no hacerle caso, y me coloco para tirar. Es imposible. Él me acaricia el trasero, una y otra vez.

– Superior izquierda -digo en voz baja, y le doy a la bola.

Él me pega un cachete, fuerte, directamente sobre las nalgas.

Es algo tan inesperado que chillo. La blanca golpea la negra, que rebota contra el almohadillado de la tronera y se sale. Christian vuelve a acariciarme el trasero.

– Oh, creo que has de volver a intentarlo -susurra-. Tienes que concentrarte, Anastasia.

Ahora jadeo, excitada por este juego. Él se dirige hacia el extremo de la mesa, vuelve a colocar la bola negra, y luego hace rodar la blanca hacia mí. Tiene un aspecto tan carnal, con sus ojos oscuros y una sonrisa maliciosa… ¿Cómo voy a resistirme a este hombre? Cojo la bola y la alineo, dispuesta a tirar otra vez.

– Eh, eh -me advierte-. Espera.

Oh, le encanta prolongar la agonía. Vuelve otra vez y se pone detrás de mí. Y cierro los ojos cuando empieza a acariciarme el muslo izquierdo esta vez, y después el trasero nuevamente.

– Apunta -susurra.

No puedo evitar un gemido, el deseo me retuerce las entrañas. E intento, realmente intento, pensar en cómo darle a la bola negra con la blanca. Me inclino hacia la derecha, y él me sigue. Vuelvo a inclinarme sobre la mesa, y utilizando hasta el último vestigio de mi fuerza interior, que ha disminuido considerablemente desde que sé lo que pasará en cuanto golpee la bola blanca, apunto y tiro otra vez. Christian vuelve a azotarme otra vez, fuerte.

¡Ay! Vuelvo a fallar.

– ¡Oh, no! -me lamento.

– Una vez más, nena. Y, si fallas esta vez, haré que recibas de verdad.

¿Qué? ¿Recibir qué?

Coloca otra vez la bola negra y se acerca de nuevo, tremendamente despacio, hasta donde estoy, se queda detrás de mí y vuelve a acariciarme el trasero.

– Vamos, tú puedes -me anima.

No… no cuando tú me distraes así. Echo las nalgas hacia atrás hasta encontrar su mano, y él me da un leve cachete.

– ¿Impaciente, señorita Steele?

Sí. Te deseo.

– Bien, acabemos con esto.

Me baja con delicadeza las bragas por los muslos y me las quita. No veo lo que hace con ellas, pero me deja con la sensación de estar muy expuesta, y me planta un beso suave en cada nalga.

– Tira, nena.

Quiero gimotear, está muy claro que no lo conseguiré. Sé que voy a fallar. Alineo la blanca, le pego y, por culpa de la impaciencia, fallo el golpe a la negra de forma flagrante. Espero el azote… pero no llega. En lugar de eso, él se inclina directamente encima de mí, me recuesta sobre la mesa, me quita el taco de la mano y lo hace rodar hasta la banda. Le noto, duro, contra mi trasero.

– Has fallado -me dice bajito al oído. Tengo la mejilla contra el tapete-. Pon las manos planas sobre la mesa.

Hago lo que me dice.

– Bien. Ahora voy a pegarte, y así la próxima vez a lo mejor no fallas.

Se mueve y se coloca a mi izquierda, con su erección pegada a mi cadera.

Gimo y siento el corazón en la garganta. Empiezo a respirar entrecortadamente y un escalofrío ardiente e intenso corre por mis venas. Él me acaricia el culo y coloca la otra mano ahuecada sobre mi nuca, sus dedos agarrándome el cabello, mientras con el codo me presiona la espalda hacia abajo. Estoy completamente indefensa.

– Abre las piernas -murmura, y yo vacilo un momento.

Y él me pega fuerte… ¡con la regla! El ruido es más fuerte que el dolor, y me coge por sorpresa. Jadeo, y vuelve a pegarme.

– Las piernas -ordena.

Abro las piernas, jadeando. La regla me golpea de nuevo. Ay… escuece, pero el chasquido contra la piel suena peor de lo que es en realidad.