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– Taylor debe de estar preguntándose dónde estamos -dice sonriendo con malicia.

Oh, no… Me paso los dedos por el pelo alborotado en un vano intento de disimular la evidencia de nuestro encuentro sexual, pero enseguida desisto y me hago una coleta.

– Ya estás bien -dice Christian con una mueca de ironía, mientras se sube la cremallera del pantalón y se mete el condón en el bolsillo.

Y una vez más vuelve a ser la imagen personificada del emprendedor americano, aunque en su caso la diferencia es mínima, porque su pelo casi siempre tiene ese aspecto alborotado. Ahora sonríe relajado y sus ojos tienen un encantador brillo juvenil. ¿Todos los hombres se apaciguan tan fácilmente?

Se abre la puerta, y Taylor está allí esperando.

– Un problema con el ascensor -musita Christian cuando salimos.

Yo soy incapaz de mirar a la cara a ninguno de los dos, y cruzo a toda prisa la puerta doble del dormitorio de Christian en busca de una muda de ropa interior.

Cuando vuelvo, Christian se ha quitado la chaqueta y está sentado en la barra del desayuno charlando con la señora Jones. Ella sonríe afable y dispone dos platos de comida caliente para nosotros. Mmm, huele muy bien: coq au vin, si no me equivoco. Estoy hambrienta.

– Espero que les guste, señor Grey, Ana -dice, y se retira.

Christian saca una botella de vino blanco de la nevera, y nos sentamos a cenar. Me cuenta lo cerca que está de perfeccionar un teléfono móvil con energía solar. Está animado y emocionado con el proyecto, y entonces sé que su día no ha ido tan mal del todo.

Le pregunto por sus propiedades. Sonríe irónico, y resulta que solo tiene apartamentos en Nueva York, en Aspen, y el del Escala. Nada más. Cuando terminamos, recojo su plato y el mío y los llevo al fregadero.

– Deja eso. Gail lo hará -dice.

Me doy la vuelta y le miro, y él me responde fijando sus ojos en mí. ¿Llegaré a acostumbrarme a que alguien limpie lo que voy dejando por ahí?

– Bien, ahora que ya está más dócil, señorita Steele, ¿hablaremos sobre lo de hoy?

– Yo opino que el que está más dócil eres tú. Creo que se me da bastante bien eso de domarte.

– ¿Domarme? -resopla, divertido. Cuando yo asiento, arruga la frente como si meditara mis palabras-. Sí, Anastasia, quizá si se te dé bien.

– Tenías razón sobre Jack -digo entonces en voz baja y seria, y me inclino sobre la encimera de la isla de la cocina para estudiar su reacción.

A Christian le cambia la cara y se le endurece la mirada.

– ¿Ha intentado algo? -pregunta con una voz gélida y letal.

Yo niego con la cabeza para tranquilizarle.

– No, Christian, y no lo hará. Hoy le he dicho que soy tu novia, y enseguida ha reculado.

– ¿Estás segura? Podría despedir a ese cabrón -replica Christian.

Envalentonada por el vino, suspiro.

– Sinceramente, Christian, deberías dejar que yo solucione mis problemas. No puedes prever todas las contingencias para intentar protegerme. Resulta asfixiante, Christian. Si no dejas de interferir a todas horas, no progresaré nunca. Necesito un poco de libertad. A mí jamás se me ocurriría meterme en tus asuntos.

Él se me queda mirando.

– Yo solo quiero que estés segura y a salvo, Anastasia. Si te pasara algo, yo…

Se calla.

– Lo sé, y entiendo por qué sientes ese impulso de protegerme. Y en parte me encanta. Sé que si te necesito estarás ahí, como yo lo estaré por ti. Pero si albergamos alguna esperanza de futuro para los dos, tienes que confiar en mí y en mi criterio. Claro que a veces me equivocaré, que cometeré errores, pero tengo que aprender.

Me mira fijamente, con una expresión ansiosa que me incita a acercarme a él, hasta colocarme de pie entre sus piernas, mientras sigue sentado en el taburete de la barra. Le cojo las manos para que me rodee con ellas, y luego apoyo las mías en sus brazos.

– No puedes interferir en mi trabajo. No está bien. No necesito que aparezcas como un caballero andante para salvarme. Ya sé que quieres controlarlo todo, y entiendo el porqué, pero no puedes hacerlo siempre. Es una meta imposible… tienes que aprender a dejar que las cosas pasen. -Le acaricio la cara con una mano mientras él me observa con los ojos muy abiertos-. Y si eres capaz de hacer eso, de concederme eso, vendré a vivir contigo -añado en voz baja.

Inspira bruscamente, sorprendido.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Pero si no me conoces…

Frunce el ceño y de pronto parece ahogado y aterrado por la emoción, algo totalmente impropio de Cincuenta.

– Te conozco lo suficiente, Christian. Nada de lo que me cuentes sobre ti hará que me asuste y salga huyendo. -Le paso los nudillos por la mejilla suavemente. Su rostro pasa de la angustia a la duda-. Pero si pudieras dejar de presionarme… -suplico.

– Lo intento, Anastasia. Pero no podía quedarme quieto y dejar que fueras a Nueva York con ese… canalla. Tiene una reputación espantosa. Ninguna de sus ayudantes ha durado más de tres meses, y nunca se han quedado en la empresa. Yo no quiero eso para ti, cariño. -Suspira-. No quiero que te pase nada. Me aterra la idea de que te hagan daño. No puedo prometerte que no interferiré, no, si creo que puedes salir mal parada. -Hace una pausa y respira hondo-. Yo te quiero, Anastasia. Utilizaré todo el poder que tengo a mi alcance para protegerte. No puedo imaginar la vida sin ti.

Madre mía. La diosa que llevo dentro, mi subconsciente y yo miramos boquiabiertas y estupefactas a Cincuenta.

Tres palabritas de nada. Mi mundo se paraliza, vacila, y luego empieza a girar sobre un nuevo eje; y yo saboreo el momento mirando sus sinceros y hermosos ojos grises.

– Yo también te quiero, Christian.

Y le beso, y el beso se intensifica.

Taylor, que ha entrado sin que le viéramos, carraspea. Christian se echa hacia atrás, sin dejar de mirarme intensamente. Se pone de pie y me rodea la cintura con el brazo.

– ¿Sí? -le espeta a Taylor.

– La señora Lincoln está subiendo, señor.

– ¿Qué?

Taylor se encoge de hombros a modo de disculpa. Christian respira hondo y sacude la cabeza.

– Bueno, esto se pone interesante -masculla. Y me dedica una mueca de resignación.

¡Maldita sea! ¿Por qué no nos dejará en paz esa condenada mujer?

12

Hablaste con ella hoy? -le pregunto a Christian mientras esperamos la llegada de la señora Robinson.

– Sí.

– ¿Qué le dijiste?

– Le dije que tú no querías verla, y que yo entendía perfectamente tus motivos. También le dije que no me gustaba que actuara a mis espaldas.

Tiene una mirada inexpresiva que no trasluce nada.

Ay, Dios.

– ¿Y ella qué dijo?

– Eludió la responsabilidad como solo ella sabe hacerlo.

Hace una mueca con los labios.

– ¿Para qué crees que ha venido?

– No tengo ni idea -responde Christian, encogiéndose de hombros.

Taylor vuelve a entrar en el salón.

– La señora Lincoln -anuncia.

Y ahí está… ¿Por qué ha de ser tan endiabladamente atractiva? Va toda vestida de negro: vaqueros ajustados, una blusa que realza su silueta perfecta, y el cabello brillante y sedoso como un halo.

Christian me atrae hacia él.

– Elena -dice, y parece confuso.

Ella me mira estupefacta y se queda paralizada. Le cuesta recuperar la voz y parpadea.

– Lo siento. No sabía que estabas acompañado, Christian. Es lunes -dice como si eso explicara su presencia aquí.

– Novia -responde Christian a modo de explicación, mientras ladea la cabeza y le dedica una sonrisa fría.