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Christian interrumpe el beso, jadeante. Sus ojos hierven de deseo, encendiendo la sangre ya ardiente que palpita por todo mi cuerpo. Tengo la boca entreabierta e intento recuperar un aire precioso, hacer que vuelva a mis pulmones.

– Tú… eres… mía -gruñe, enfatizando cada palabra. Me aparta de un empujón y se dobla con las manos apoyadas en las rodillas, como si hubiera corrido una maratón-. Por Dios santo, Ana.

Yo me apoyo en la pared jadeando e intento controlar la desatada reacción de mi cuerpo, trato de recuperar el equilibrio.

– Lo siento -balbuceo en cuanto recobro el aliento.

– Más te vale. Sé lo que estabas haciendo. ¿Deseas al fotógrafo, Anastasia? Es evidente que él siente algo por ti.

Muevo la cabeza con aire culpable.

– No. Solo es un amigo.

– Durante toda mi vida adulta he intentado evitar cualquier tipo de emoción intensa. Y sin embargo tú… tú me provocas sentimientos que me son totalmente ajenos. Es muy… -arruga la frente, buscando la palabra-… perturbador. A mí me gusta el control, Ana, y contigo eso… -se incorpora, me mira intensamente-… simplemente se evapora.

Hace un gesto vago con la mano, luego se la pasa por el pelo y respira profundamente. Me coge la mano.

– Vamos, tenemos que hablar, y tú tienes que comer.

2

Me lleva a un restaurante pequeño e íntimo.

– Habrá que conformarse con este sitio -refunfuña Christian-. Tenemos poco tiempo.

A mí el local me parece bien. Sillas de madera, manteles de lino y paredes del mismo color que el cuarto de juegos de Christian -rojo sangre intenso-, con espejitos dorados colocados arbitrariamente, velas blancas y jarroncitos con rosas blancas. Ella Fitzgerald se oye bajito de fondo, cantándole a esa cosa llamada amor. Es muy romántico.

El camarero nos conduce a una mesa para dos en un pequeño reservado, y yo me siento, con aprensión, preguntándome qué va a decir.

– No tenemos mucho tiempo -le dice Christian al camarero cuando nos sentamos-, así que los dos tomaremos un solomillo al punto, con salsa bearnesa si tienen, con patatas fritas y verduras, lo que tenga el chef; y tráigame la carta de vinos.

– Ahora mismo, señor.

El camarero, sorprendido por la fría y tranquila eficiencia de Christian, desaparece. Christian pone su BlackBerry sobre la mesa. Madre mía, ¿es que no puedo escoger?

– ¿Y si a mí no me gusta el solomillo?

Suspira.

– No empieces, Anastasia.

– No soy una niña pequeña, Christian.

– Pues deja de actuar como si lo fueras.

Es como si me hubiera abofeteado. Le miro y pestañeo. De modo que será así, una conversación agitada, tensa, aunque en un escenario muy romántico, pero sin flores ni corazones, eso seguro.

– ¿Soy una cría porque no me gusta el solomillo? -murmuro, intentando ocultar que estoy dolida.

– Por ponerme celoso aposta. Es infantil hacer eso. ¿Tan poco te importan los sentimientos de tu amigo como para manipularle de esa manera?

Christian aprieta los labios, que se convierten en una fina línea, y frunce el ceño mientras el camarero vuelve con la carta de vinos.

Me ruborizo. No había pensado en eso. Pobre José… Desde luego, no quiero darle esperanzas. De repente me siento avergonzada. Christian tiene parte de razón: fue muy desconsiderado hacer eso. Examina la carta de vinos.

– ¿Te gustaría escoger el vino? -pregunta y arquea las cejas, expectante, es la arrogancia personificada.

Sabe que no entiendo nada de vinos.

– Escoge tú -contesto, hosca pero escarmentada.

– Dos copas de Shiraz del valle de Barossa, por favor.

– Esto… ese vino solo lo servimos por botella, señor.

– Pues una botella -espeta Christian.

– Señor -se retira dócilmente, y no le culpo por ello.

Miro ceñuda a Cincuenta. ¿Qué le carcome? Ah, probablemente sea yo, y en algún lugar de lo más profundo de mi mente, la diosa que llevo dentro se alza somnolienta y sonríe. Ha estado durmiendo una temporada.

– Estás muy arisco.

Me mira impasible.

– Me pregunto por qué será.

– Bueno, está bien establecer el tono para una charla íntima y sincera sobre el futuro, ¿no te parece?

Le sonrío con dulzura.

Aprieta la boca dibujando una línea firme, pero luego, casi de mala gana, sus labios se curvan hacia arriba y sé que está intentando disimular una sonrisa.

– Lo siento -dice.

– Disculpas aceptadas, y me complace informarte de que no he decidido convertirme en vegetariana desde la última vez que comimos.

– Eso es discutible, dado que esa fue la última vez que comiste.

– Ahí esta otra vez esa palabra: «discutible».

– Discutible -dice con buen humor, y su mirada se suaviza. Se pasa la mano por el pelo y vuelve a ponerse serio-. Ana, la última vez que hablamos me dejaste. Estoy un poco nervioso. Te he dicho que quiero que vuelvas, y tú has dicho… nada.

Tiene una mirada intensa y expectante, y un candor que me desarma totalmente. ¿Qué demonios digo a eso?

– Te he extrañado… te he extrañado realmente, Christian. Estos últimos días han sido… difíciles.

Trago saliva, y siento crecer un nudo en la garganta al recordar mi desesperada angustia desde que le dejé.

Esta última semana ha sido la peor de mi vida, un dolor casi indescriptible. No se puede comparar con nada. Pero la realidad me golpea y me devuelve a mi sitio.

– No ha cambiado nada. Yo no puedo ser lo que tú quieres que sea -digo, forzando a las palabras a pasar a través del nudo de mi garganta.

– Tú eres lo que yo quiero que seas -dice en voz baja y enfática.

– No, Christian, no lo soy.

– Estás enfadada por lo que pasó la última vez. Me porté como un idiota. Y tú… tú también. ¿Por qué no usaste la palabra de seguridad, Anastasia?

Su tono ha cambiado, ahora es acusador.

¿Qué? Vaya… cambio de rumbo.

– Contéstame.

– No lo sé. Estaba abrumada. Intenté ser lo que tú querías que fuera, intenté soportar el dolor, y se me fue de la cabeza. ¿Sabes…?, lo olvidé -susurro, avergonzada, y encojo los hombros a modo de disculpa.

Quizá podríamos habernos evitado todo este drama.

– ¡Lo olvidaste! -me suelta horrorizado, se agarra a los lados de la mesa y me mira fijamente.

Yo me marchito bajo esa mirada. ¡Maldita sea! Vuelve a estar furioso. La diosa que llevo dentro también me observa. ¿Ves dónde te has metido tú solita?

– ¿Cómo voy a confiar en ti? -dice ahora en voz baja-. ¿Podré confiar alguna vez?

Llega el camarero con nuestro vino y nosotros seguimos mirándonos, ojos azules a grises. Ambos llenos de reproches no expresados, mientras el camarero saca el corcho con innecesaria ceremonia y sirve un poco de vino en la copa de Christian. Automáticamente, Christian la coge y bebe un sorbo.

– Está bien -dice cortante.

El camarero nos llena las copas con cuidado, deja la botella en la mesa y se retira a toda prisa. Christian no ha apartado la vista de mí en todo el rato. Yo soy la primera en rendirme, rompo el contacto visual, levanto mi copa y bebo un buen trago. Sin saborearlo apenas.

– Lo siento -murmuro.

De pronto me siento estúpida. Le dejé porque creía que éramos incompatibles, pero ¿me está diciendo que podría haberle parado?

– ¿Qué sientes?

– No haber usado la palabra de seguridad.

Él cierra los ojos, parece aliviado.

– Podríamos habernos evitado todo este sufrimiento -musita.

– Parece que tú estás bien.

Más que bien. Pareces tú.

– Las apariencias engañan -dice en voz baja-. Estoy de todo menos bien. Tengo la sensación de que el sol se ha puesto y no ha salido durante cinco días, Ana. Vivo en una noche perpetua.