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Es evidente que está harto de todo el tema de Elena… y tiene razón: tengo que olvidarlo. Dejarlo correr. Bien, al menos no espera que me haga amiga de ella, y confío en que ahora Elena deje de acosarme para que nos veamos.

Salgo de la cama y voy hacia el ventanal. Abro la puerta del balcón y me acerco a la barandilla de vidrio. Su transparencia me pone nerviosa. Está muy alto, y el aire es fresco, frío.

Contemplo las luces de Seattle centelleando allá fuera. Christian está tan lejos de todo, aquí arriba en su fortaleza. No tiene que rendir cuentas ante nadie. Acababa de decirme que me quería, y entonces vuelve a interponerse toda esa porquería por culpa de esa espantosa mujer. Pongo los ojos en blanco. Su vida es muy complicada. Él es muy complicado.

Respiro hondo, echo un último vistazo a la ciudad que se extiende a mis pies como un manto dorado, y decido telefonear a Ray. Hace tiempo que no hablo con él. Tenemos una conversación breve, como de costumbre, pero me cuenta que está bien y que estoy interrumpiendo un partido de fútbol importante.

– Espero que vaya todo bien con Christian -dice con naturalidad, y sé que su intención es obtener información, pero que en realidad no lo quiere saber.

– Sí. Estamos muy bien.

Más o menos, y me voy a vivir con él. Aunque no hemos concretado fechas.

– Te quiero, papá.

– Yo también te quiero, Annie.

Cuelgo y miro el reloj. Solo son las diez. Estoy inquieta y tensa.

Me doy una ducha rápida y, cuando vuelvo a la habitación, decido ponerme uno de los camisones de Neiman Marcus que me envió Caroline Acton. Christian siempre se queja de mis camisetas. Hay tres. Escojo el rosa pálido y me lo pongo por la cabeza. La tela se desliza por mi piel, acariciándome y ciñéndose mientras me cubre el cuerpo. Es de un satén finísimo y buenísimo, que transmite una sensación de lujo. ¡Uau! Me miro en el espejo y parezco una estrella de cine de los años treinta. Es largo y elegante… y tan impropio de mí.

Cojo la bata a juego y decido ir a buscar un libro a la biblioteca. Puedo leer con mi iPad, pero en este momento me apetece la comodidad y la solidez física de un libro. Dejaré tranquilo a Christian. Quizá recupere el buen humor cuando haya terminado de trabajar.

En la biblioteca de Christian hay una cantidad ingente de libros. Tardaría una eternidad en revisarlos título por título. Le echo un vistazo a la mesa de billar y, al recordar la noche anterior, me ruborizo. Sonrío al ver que la regla sigue en el suelo. La recojo y me golpeo en la mano. ¡Ay! Escuece.

¿Por qué no puedo aceptar un poco más de dolor por mi hombre? Dejo la regla sobre la mesa con cierto abatimiento y sigo buscando un buen libro para leer.

La mayoría son primeras ediciones. ¿Cómo puede haber reunido una colección como esta en tan poco tiempo? Quizá el trabajo de Taylor incluya la adquisición de libros. Me decido por Rebecca, de Daphne du Maurier. Lo leí hace mucho tiempo. Sonrío, me acurruco en una de las mullidas butacas y leo la primera frase:

Anoche soñé que había vuelto a Manderley…

Me despierto de golpe cuando Christian me coge en brazos.

– Hola -murmura-, te has quedado dormida. No te encontraba.

Hunde la nariz en mi pelo. Adormecida, le echo los brazos al cuello y aspiro su aroma -oh, qué bien huele-, mientras él me lleva otra vez al dormitorio. Me tumba en la cama y me arropa.

– Duerme, nena -susurra, y me besa en la frente.

Me despierto sobresaltada de un sueño convulso y me quedo momentáneamente desorientada. Reacciono mirando con ansiedad a los pies de la cama, pero allí no hay nadie. Del salón llega el tenue sonido de una compleja melodía de piano.

¿Qué hora es? Miro el despertador: las dos de la madrugada. ¿Habrá dormido algo Christian? Apartando la bata que todavía llevo puesta y que se me enreda en las piernas, bajo de la cama.

Me quedo de pie en la penumbra del salón, escuchando. Christian está absorto en la música. Parece tranquilo y a salvo en su burbuja de luz. Y la pieza que interpreta es una melodía cadenciosa, con partes que me resultan familiares. Pero es muy compleja. Es un intérprete maravilloso. ¿Por qué siempre me sorprendo ante ello?

La escena en conjunto parece diferente de algún modo, y entonces me doy cuenta de que la tapa del piano está bajada y el entorno parece más diáfano. Él levanta la vista y nuestras miradas se encuentran. Sus ojos grises se iluminan bajo el difuso resplandor de la lámpara. Sigue tocando, sin la menor vacilación ni fallo, mientras yo me voy acercando. Me sigue con sus ojos, que se embeben de mí, arden y resplandecen. Cuando llego a su lado, deja de tocar.

– ¿Por qué paras? Era precioso.

– ¿Tienes idea de lo deseable que estás en este momento? -dice en voz baja.

Oh.

– Ven a la cama -susurro, y sus ojos refulgen cuando me tiende la mano.

La acepto, él tira repentinamente de mí y caigo en su regazo. Me rodea con sus brazos y me acaricia la nuca con la nariz, por detrás de la oreja, y un escalofrío me recorre la columna.

– ¿Por qué nos peleamos? -murmura, y sus dientes me rozan el lóbulo.

Mi corazón late con fuerza y empieza a palpitar desbocado, y mi cuerpo se enardece.

– Porque nos estamos conociendo, y tú eres tozudo y cascarrabias y gruñón y difícil -murmuro sin aliento, y ladeo la cabeza para facilitarle el acceso a mi cuello.

Él baja la nariz por mi garganta, y noto que sonríe.

– Soy todas esas cosas, señorita Steele. Me asombra que me soporte. -Me mordisquea el lóbulo y yo gimo-. ¿Es siempre así? -suspira.

– No tengo ni idea.

– Yo tampoco.

Tira del cinturón de mi bata, la abre, y desliza una mano que me acaricia el cuerpo, los senos. Mis pezones se endurecen con sus tiernas caricias y se yerguen bajo el satén. Él sigue bajando hacia la cintura, hasta la cadera.

– Es muy agradable tocarte bajo esta tela, y se trasluce todo, incluso esto.

Tira suavemente de mi vello público y me provoca un gemido, mientras con la otra mano me agarra el pelo de la nuca. Me echa la cabeza hacia atrás y me besa con una lengua anhelante, despiadada, hambrienta. Yo respondo con un quejido y acaricio ese rostro tan querido. Con una mano tira hacia arriba de mi camisón, con delicadeza, despacio, seductor. Me acaricia el trasero desnudo y luego baja el pulgar hasta el interior del muslo.

De repente se levanta, sobresaltándome. Me coloca sobre el piano con los pies apoyados en las teclas, que emiten notas discordantes e inconexas, mientras sus manos suben por mis piernas y me separan las rodillas. Me sujeta las manos.

– Túmbate -ordena, sin soltarme las manos mientras yo me recuesto sobre el piano.

Noto en la espalda la tapa dura y rígida. Me libera las manos y me separa mucho las piernas. Mis pies bailan sobre las teclas, sobre las notas más graves y agudas.

Ay, Dios. Sé qué va a hacer, y la expectativa… Cuando me besa el interior de la rodilla gimo con fuerza. Luego me mordisquea mientras sube por la pierna hasta el muslo. Aparta la suave tela de satén del camisón, que se desliza hacia arriba sobre mi piel electrizada. Yo flexiono los pies y vuelven a sonar los acordes discordantes. Cierro los ojos y, cuando su mano alcanza el vértice de mis muslos, me rindo a él.

Me besa… ahí… Oh, Dios… ahora sopla ligeramente antes de trazar círculos con la lengua en mi clítoris. Empuja para separarme más las piernas, y yo me siento tan abierta… tan vulnerable. Me coloca bien, apoya las manos encima de mis rodillas, y su lengua sigue torturándome, sin cuartel, sin descanso… sin piedad. Yo alzo las caderas para unirme y acompasarme a su ritmo.