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– Oh, Christian, por favor -gimo.

– Ah, no, nena, todavía no -dice con un deje burlón, pero noto que me acelero al ritmo de él, y entonces se detiene.

– No -gimoteo.

– Esta es mi venganza, Ana -gruñe suavemente-. Si discutes conmigo, encontraré el modo de desquitarme con tu cuerpo.

Dibuja un rastro de besos a través de mi vientre, sus manos recorren mis muslos hacia arriba, rozando, masajeando, seduciendo. Me rodea el ombligo con la lengua, mientras sus manos -y sus pulgares… oh, sus pulgares- llegan a la cúspide de mis muslos.

– ¡Ah! -grito cuando uno de ellos penetra en mi interior.

El otro me acosa, despacio, de forma agónica, trazando círculos una y otra vez. Mi espalda se arquea y se separa de la tapa del piano, y me retuerzo bajo sus caricias. Es casi insoportable.

– ¡Christian! -grito, y me sumerjo en una espiral descontrolada de deseo.

Él se apiada de mí y se para. Me levanta los pies del teclado, me empuja y me desliza sobre la tapa del piano. El satén resbala con suavidad, y él también se sube. Se arrodilla un momento para ponerse un condón. Se cierne sobre mí y yo jadeo, le miro con anhelo febril, y me doy cuenta de que está desnudo. ¿Cuándo se ha quitado la ropa?

Él baja la mirada hacia mí con ojos asombrados, maravillados de amor y pasión, y resulta embriagador.

– Te deseo tanto -dice y muy despacio, de forma exquisita, se hunde en mí.

Estoy tumbada sobre él, exhausta, siento las extremidades pesadas y lánguidas. Ambos estamos encima del piano. Oh, Dios. Es mucho más cómodo estar encima de Christian que sobre el piano. Con cuidado de no tocarle el torso, apoyo la mejilla en él y me quedo inmóvil. No protesta, y escucho su respiración, que se ralentiza como la mía. Me acaricia con ternura el pelo.

– ¿Tomas té o café por las noches? -pregunto, medio dormida.

– Qué pregunta tan rara -dice también adormilado.

– Se me ocurrió llevarte un té al estudio, y entonces caí en la cuenta de que no sabía si te apetecería.

– Ah, ya. Por las noches agua o vino, Ana. Aunque a lo mejor debería probar el té.

Baja la mano cadenciosamente por mi espalda y me acaricia con ternura.

– La verdad es que sabemos muy poco uno del otro -murmuro.

– Lo sé -dice en tono afligido.

Me siento y le miro fijamente.

– ¿Qué pasa? -pregunto.

Él mueve la cabeza, como si quisiera deshacerse de una idea desagradable. Levanta una mano y me acaricia la mejilla, con los ojos brillantes, muy serio.

– Te quiero, Ana Steele -dice.

A las seis en punto suena la alarma con la información del tráfico, y me despierta bruscamente de un perturbador sueño sobre rubias de intensa cabellera y mujeres de pelo oscuro. No entiendo de qué va todo esto, pero me olvido al momento porque Christian Grey me envuelve el cuerpo como la seda, con su mata de pelo rebelde sobre mi pecho, una mano sobre mis senos y una pierna echada por encima de mí, sujetándome. Él sigue durmiendo y yo tengo demasiado calor. Pero no hago caso de esa incómoda sensación, e intento pasarle los dedos por el pelo con suavidad. Se mueve, levanta sus brillantes ojos grises y sonríe adormilado. Oh, Dios… es adorable.

– Buenos días, preciosa -dice.

– Buenos días, precioso tú también.

Le devuelvo la sonrisa. Me besa, se desenreda para incorporarse, se apoya en un codo y me mira.

– ¿Has dormido bien?

– Sí, a pesar de esa interrupción de anoche.

Su sonrisa se ensancha.

– Mmm. Tú puedes interrumpirme así siempre que quieras.

Vuelve a besarme.

– ¿Y tú? ¿Has dormido bien?

– Contigo siempre duermo bien, Anastasia.

– ¿Ya no tienes pesadillas?

– No.

Frunzo el ceño y me atrevo a preguntar:

– ¿Sobre qué son tus pesadillas?

Él arquea una ceja y su sonrisa se desvanece. Maldita sea… mi estúpida curiosidad.

– Son imágenes de cuando era muy pequeño, según dice el doctor Flynn. Algunas muy claras, otras menos.

Se le quiebra la voz y aparece en su rostro una mirada distante y atormentada. Con aire ausente, resigue con el dedo el perfil de mi clavícula, tratando de desviar mi atención.

– ¿Te despiertas llorando y gritando? -intento bromear, en vano.

Él me mira, perplejo.

– No, Anastasia. Nunca he llorado, que yo recuerde.

Frunce el ceño, como si se asomara al abismo de su memoria. Oh, no… probablemente sea un lugar demasiado siniestro para visitarlo en este momento.

– ¿Tienes algún recuerdo feliz de tu infancia? -pregunto enseguida, básicamente para distraerle.

Se queda pensativo un momento, sin dejar de acariciarme la piel con el pulgar.

– Recuerdo a la puta adicta al crack preparando algo en el horno. Recuerdo el olor. Creo que era un pastel de cumpleaños. Para mí. Y luego recuerdo la llegada de Mia, cuando ya estaba con mis padres. A mi madre le preocupaba mi reacción, pero yo adoré a aquel bebé desde el primer momento. La primera palabra que dije fue «Mia». Recuerdo mi primera clase de piano. La señorita Kathie, la profesora, era extraordinaria. Y también criaba caballos.

Sonríe con nostalgia.

– Dijiste que tu madre te salvó la vida. ¿Cómo?

Su expresión soñadora desaparece, y me mira como si yo fuera incapaz de sumar dos más dos.

– Me adoptó -dice sin más-. La primera vez que la vi creí que era un ángel. Iba vestida de blanco, y fue tan dulce y tranquilizadora mientras me examinaba… Nunca lo olvidaré. Si ella me hubiera rechazado, o si Carrick me hubiera rechazado… -Se encoge de hombros y echa un vistazo al despertador a su espalda-. Todo esto es un poco demasiado profundo para esta hora de la mañana -musita.

– Me he prometido a mí misma que te conocería mejor.

– ¿Ah, sí, señorita Steele? Yo creía que solo quería saber si prefería café o té. -Sonríe-. De todas formas, se me ocurre una forma mejor de que me conozcas -dice, empujando las caderas hacia mí sugerentemente.

– Creo que en ese sentido ya te conozco bastante -replico con altivez, haciéndole sonreír aún más.

– Pues yo creo que nunca te conoceré bastante en ese sentido -murmura-. Está claro que despertarse contigo tiene ventajas -dice en un tono seductor que me derrite por dentro.

– ¿Tienes que levantarte ya? -pregunto con voz baja y ronca.

Oh… lo que provoca en mí…

– Esta mañana no. Ahora mismo solo deseo estar en un sitio, señorita Steele -dice con un brillo lascivo en los ojos.

– ¡Christian! -jadeo sobresaltada cuando, de pronto, le tengo encima, sujetándome contra la cama.

Me coge las manos, me las coloca sobre la cabeza y empieza a besarme el cuello.

– Oh, señorita Steele. -Sonríe con su boca contra mi piel, y su mano recorre mi cuerpo y empieza a levantar despacio el camisón de satén, provocándome unos calambres deliciosos-. Ah, lo que me gustaría hacerte -murmura.

Y el interrogatorio se acaba, y yo estoy perdida.

La señora Jones me sirve tortitas y beicon para desayunar, y una tortilla y beicon para Christian. Estamos sentados de lado frente a la barra, cómodos y en silencio.

– ¿Cuándo conoceré a Claude, tu entrenador, para ponerle a prueba? -pregunto.

Christian me mira y sonríe.

– Depende de si quieres ir a Nueva York este fin de semana o no; a menos que quieras verle entre semana, a primera hora de la mañana. Le pediré a Andrea que consulte su horario y te lo diga.

– ¿Andrea?

– Mi asistente personal.

Ah, sí.

– Una de tus muchas rubias -bromeo.

– No es mía. Trabaja para mí. Tú eres mía.