¡Ethan! Cojo las llaves de mi bolso, y corro al vestíbulo.
Madre mía… Cabello rubio tostado por el sol, bronceado espectacular y unos ojos almendrados que me miran resplandecientes desde el sofá de piel verde. En cuanto me ve, Ethan se pone de pie y viene hacia mí con la boca abierta.
– Uau, Ana. -Me mira con el ceño fruncido mientras se inclina para darme un abrazo.
– Estás estupendo -le digo sonriendo.
– Tú estás… vaya… diferente. Más moderna y sofisticada. ¿Qué ha pasado? ¿Te has cambiado el peinado? ¿La ropa? ¡No sé, Steele, pero estás muy atractiva!
Siento que me arden las mejillas.
– Oh, Ethan. Es solo la ropa que llevo para trabajar -le regaño medio en broma.
Claire, que nos está mirando desde su mostrador, arquea una ceja y sonríe con ironía.
– ¿Qué tal por Barbados?
– Divertido.
– ¿Cuándo vuelve Kate?
– Ella y Elliot vuelven el viernes. Parece que van bastante en serio -dice Ethan, alzando la mirada al cielo.
– La he echado de menos.
– ¿Sí? ¿Cómo te ha ido con el magnate?
– ¿El magnate? -Suelto una risita-. Bueno, está siendo interesante. Esta noche nos invita a cenar.
– Genial.
Ethan parece sinceramente encantado. ¡Uf!
– Toma. -Le entrego las llaves-. ¿Tienes la dirección?
– Sí. Hasta luego, nena. -Se agacha y me besa en la mejilla.
– ¿Eso lo dice Elliot?
– Sí, por lo visto se pega.
– Pues sí. Hasta luego.
Le sonrío y él recoge la enorme bolsa que ha dejado junto al sofá verde y sale del edificio.
Cuando me doy la vuelta, Jack me está mirando desde el otro extremo del vestíbulo, con expresión inescrutable. Yo le sonrío, radiante, y me dirijo de vuelta a mi mesa, consciente en todo momento de que no me quita la vista de encima. Está empezando a crisparme los nervios. ¿Qué hago? No tengo ni idea. Tendré que esperar a que vuelva Kate. A ella se le ocurrirá algún plan. Pensar eso disipa mi inquietud, y cojo el siguiente manuscrito.
A las seis menos cinco, suena el teléfono de mi mesa. Es Christian.
– Ha llegado el malhumorado Rudo y Enfadado -dice, y sonrío.
Cincuenta sigue juguetón. La diosa que llevo dentro aplaude, feliz como una cría.
– Bien, aquí Loca por el Sexo e Insaciable. Deduzco que ya estás fuera -digo.
– Efectivamente, señorita Steele. Tengo ganas de verla -dice en tono cálido y seductor, y mi corazón empieza a brincar, frenético.
– Lo mismo digo, señor Grey. Ahora salgo.
Cuelgo.
Apago el ordenador y cojo el bolso y mi chaqueta beis.
– Me voy, Jack -le aviso.
– Muy bien, Ana. ¡Gracias por lo de hoy! Que lo pases bien.
– Tú también.
¿Por qué no puede ser así siempre? No le entiendo.
El Audi está aparcado junto al bordillo, y cuando me acerco Christian baja del coche. Se ha quitado la americana, y lleva esos pantalones grises que le sientan tan bien, mis favoritos. ¿Cómo puede ser para mí este dios griego? Y me encuentro sonriendo como una idiota ante su sonrisita tonta.
Lleva todo el día comportándose como un novio enamorado… enamorado de mí. Este hombre adorable, complejo e imperfecto está enamorado de mí, y yo de él. De pronto siento en mi interior un gran estallido de júbilo, y saboreo este fugaz momento en el que me siento capaz de conquistar el mundo.
– Señorita Steele, está usted tan fascinante como esta mañana.
Christian me atrae hacia él y me besa intensamente.
– Usted también, señor Grey.
– Vamos a buscar a tu amigo.
Me sonríe y me abre la puerta del coche.
Mientras Taylor nos lleva hacia el apartamento, Christian me habla del día que ha tenido, mucho mejor que el de ayer, por lo visto. Le miro arrobada mientras intenta explicarme el enorme paso adelante que ha dado el departamento de ciencias medioambientales de la WSU en Vancouver. Apenas comprendo el significado de sus palabras, pero me cautivan su pasión y su interés por ese tema. Quizá así es como será nuestra relación: habrá días malos y días buenos, y si los buenos son como este, no pienso tener ninguna queja. Me entrega una hoja.
– Estas son las horas que Claude tiene libres esta semana -dice.
¡Ah! El preparador.
Cuando nos acercamos al edificio de mi apartamento, saca su BlackBerry del bolsillo.
– Grey -contesta-. ¿Qué pasa, Ros?
Escucha atentamente, y veo que la conversación será larga.
– Voy a buscar a Ethan. Serán dos minutos -articulo en silencio, levantando dos dedos.
Él asiente; es obvio que está muy enfrascado en la conversación. Taylor me abre la puerta con una sonrisa afable. Yo le correspondo; incluso Taylor lo nota. Pulso el timbre del interfono y grito alegremente:
– Hola, Ethan, soy yo. Ábreme.
La puerta se abre con un zumbido y subo las escaleras hasta el apartamento. Caigo en la cuenta de que no he estado aquí desde el sábado por la mañana. Parece que haya pasado mucho más tiempo. Ethan me ha dejado la puerta abierta. Entro y, no sé por qué, pero en cuanto estoy dentro me quedo paralizada instintivamente. Tardo un momento en darme cuenta de que es porque hay una persona pálida y triste de pie junto a la encimera de la isla de la cocina, sosteniendo un pequeño revólver: es Leila, que me observa impasible.
13
Dios santo…
Está ahí, mirándome con semblante inexpresivo e inquietante, y con una pistola en la mano. Mi subconsciente es víctima de un desmayo letal, del que no creo que despierte ni aspirando sales.
Parpadeo repetidamente mirando a Leila, mientras mi mente no para de dar vueltas frenéticamente. ¿Cómo ha entrado? ¿Dónde está Ethan? ¡Por Dios…! ¿Dónde está Ethan?
El miedo creciente y helador que atenaza mi corazón se convierte en terror, y se me erizan todos y cada uno de los folículos del cuero cabelludo. ¿Y si le ha hecho daño? Mi respiración empieza a acelerarse y la adrenalina y un pánico paralizante invaden todo mi cuerpo. Mantén la calma, mantén la calma… repito mentalmente como un mantra una y otra vez.
Ella ladea la cabeza y me mira como si fuera un fenómeno de barraca de feria. Pero aquí el fenómeno no soy yo.
Siento que he tardado un millón de años en procesar todo esto, cuando en realidad ha transcurrido apenas una fracción de segundo. El semblante de Leila sigue totalmente inexpresivo, y su aspecto tan desaliñado y enfermizo como siempre. Sigue llevando esa gabardina mugrienta, y parece necesitar desesperadamente una ducha. Tiene el pelo grasiento y lacio pegado a la cabeza, y sus ojos castaños se ven apagados, turbios y vagamente confusos
Pese a tener la boca absolutamente seca, intento hablar.
– Hola… ¿Leila, verdad? -alcanzo a decir.
Ella sonríe, pero no es una sonrisa auténtica; sus labios se curvan de un modo desagradable.
– Ella habla -susurra, y su voz es un sonido fantasmagórico, suave y ronco a la vez.
– Sí, hablo -le digo con dulzura, como si me dirigiera a una niña-. ¿Estás sola aquí? ¿Dónde está Ethan?
Cuando pienso que puede haber sufrido algún daño, se me desboca el corazón.
A ella se le demuda la cara de tal modo que creo que está a punto de echarse a llorar… parece tan desvalida.
– Sola -susurra-. Sola.
Y la profundidad de la tristeza que contiene esa única palabra me desgarra el alma. ¿Qué quiere decir? ¿Yo estoy sola? ¿Está ella sola? ¿Está sola porque le ha hecho daño a Ethan? Oh… no… tengo que combatir el llanto inminente y el miedo asfixiante que me oprimen la garganta.