– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Puedo ayudarte?
Pese al sofocante ahogo que siento, mis palabras logran conformar un discurso atento, sereno y amable. Ella frunce el ceño como si mis preguntas la aturdieran por completo. Pero no emprende ninguna acción violenta contra mí. Sigue sosteniendo la pistola con gesto relajado. Yo no hago caso de la opresión que siento en el cerebro e intento otra táctica.
– ¿Te apetece un poco de té?
¿Por qué le estoy preguntando si quiere té? Esa es la respuesta de Ray ante cualquier situación de crisis emocional, y me surge ahora en un momento totalmente inapropiado. Dios… le daría un ataque si me viera ahora mismo. Él ya habría echado mano de su preparación militar y a estas alturas ya la habría desarmado. De hecho, no me está apuntando con la pistola. A lo mejor puedo acercarme. Leila mueve lentamente la cabeza de un lado a otro, como si destensara el cuello.
Inspiro una preciada bocanada de aire para tratar de calmar el pánico que me dificulta la respiración, y me acerco hasta la encimera de la isla de la cocina. Ella tuerce el gesto, como si no entendiera del todo qué estoy haciendo, y se desplaza un poco para seguir plantada frente a mí. Cojo el hervidor con una mano temblorosa y lo lleno bajo el grifo. Conforme me voy moviendo, mi respiración se va normalizando. Sí, si ella quisiera matarme, seguramente ya me habría disparado. Me mira perpleja, con una curiosidad ausente. Mientras enciendo el interruptor de la tetera, no puedo dejar de pensar en Ethan. ¿Estará herido? ¿Atado?
– ¿Hay alguien más en el apartamento? -pregunto con cautela.
Ella inclina la cabeza hacia un lado y, con la mano derecha -la que no sostiene el revólver-, coge un mechón de su melena grasienta y empieza a juguetear con él, a darle vueltas y a enrollarlo. Resulta evidente que es algo que hace cuando está nerviosa, y al fijarme en ese detalle, me impresiona nuevamente cuánto se parece a mí. Mi ansiedad está llegando a un nivel que casi me resulta insoportable, y espero su respuesta con la respiración contenida.
– Sola. Completamente sola -murmura.
Eso me tranquiliza. Quizá Ethan no esté aquí. Esa sensación de alivio me da fuerzas.
– ¿Estás segura de que no quieres té ni café?
– No tengo sed -contesta en voz baja, y da un paso cauteloso hacia mí.
Mi sensación de fortaleza se evapora. ¡Dios…! Empiezo a jadear otra vez de miedo, sintiendo cómo circula de nuevo, denso y tempestuoso, por mis venas. A pesar de eso, y haciendo acopio de todo mi valor, me doy la vuelta y saco un par de tazas del armario.
– ¿Qué tienes tú que yo no tenga? -pregunta, y su voz tiene la entonación cantarina de una niña pequeña.
– ¿A qué te refieres, Leila? -pregunto con toda la amabilidad de la que soy capaz.
– El Amo, el señor Grey, permite que le llames por su nombre.
– Yo no soy su sumisa, Leila. Esto… el Amo entiende que yo soy incapaz e inadecuada para cumplir ese papel.
Ella inclina la cabeza hacia el otro lado. Es un gesto de lo más inquietante y antinatural.
– Ina…de…cuada. -Experimenta la palabra, la dice en voz alta, tratando de saber qué sensación le produce en la lengua-. Pero el Amo es feliz. Yo le he visto. Ríe y sonríe. Esas reacciones son raras… muy raras en él.
Oh.
– Tú te pareces a mí. -Leila cambia de actitud, cogiéndome por sorpresa, y creo que por primera vez fija realmente sus ojos en mí-. Al Amo le gustan obedientes y que se parezcan a ti y a mí. Las demás, todas lo mismo… todas lo mismo… y sin embargo tú duermes en su cama. Yo te vi.
¡Oh, no! Ella estaba en la habitación. No eran imaginaciones mías.
– ¿Tú me viste en su cama? -susurro.
– Yo nunca dormí en la cama del Amo -murmura.
Es como un espectro etéreo, perdido. Como una persona a medias. Parece tan leve y frágil, y a pesar de llevar un arma, de pronto siento una abrumadora compasión por ella. Ahora sujeta la pistola con las dos manos, y yo abro tanto los ojos que amenazan con salírseme de las órbitas.
– ¿Por qué al Amo le gustamos así? Eso me hace pensar que… que… el Amo es oscuro… el Amo es un hombre oscuro, pero yo le quiero.
No, no lo es, grito en mi fuero interno. Él no es oscuro. Él es un hombre bueno, y no está sumido en la oscuridad. Está conmigo, a plena luz. Y ahora ella está aquí, intentando arrastrarle de vuelta a las sombras con la retorcida idea de que le quiere.
– Leila, ¿quieres darme la pistola? -pregunto con suavidad.
Sus manos la aferran con más fuerza, y se lleva la pistola al pecho.
– Esto es mío. Es lo único que me queda. -Acaricia el arma con delicadeza-. Así ella podrá reunirse con su amor.
¡Santo Dios! ¿Qué amor… Christian? Siento como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago. Sé que él aparecerá en cualquier momento para averiguar por qué estoy tardando tanto. ¿Tiene la intención de dispararle? La idea es tan terrorífica que se me forma un enorme nudo en la garganta. Se hincha y me duele, y casi me ahoga, al igual que el miedo que se acumula y me oprime el estómago.
Justo en ese momento, la puerta se abre de golpe y Christian aparece en el umbral, seguido de Taylor.
Los ojos de Christian se fijan en mí durante un par de segundos, me observan de la cabeza a los pies, y detecto un centelleo de alivio en su mirada. Pero ese alivio desaparece en cuanto clava la vista en Leila y se queda inmóvil, centrado en ella, sin vacilar lo más mínimo. La observa con una intensidad que yo no había visto nunca, con ojos salvajes, enormes, airados y asustados.
Oh, no… oh, no.
Leila abre mucho los ojos y por un momento parece que recobra la cordura. Parpadea varias veces y sujeta el arma con más fuerza.
Contengo el aliento, y mi corazón empieza a palpitar con tanta fuerza que oigo la sangre bombeando en mis oídos. ¡No, no, no!
Mi mundo se sostiene precariamente en manos de esta pobre mujer destrozada. ¿Disparará? ¿A los dos? ¿Solo a Christian? Es una idea atroz.
Pero después de una eternidad, durante la cual el tiempo queda en suspenso a nuestro alrededor, ella agacha un poco la cabeza y alza la mirada hacia él a través de sus largas pestañas con expresión contrita.
Christian levanta la mano para indicarle a Taylor que no se mueva. El rostro lívido de este revela su furia. Nunca le había visto así, pero se mantiene inmóvil mientras Christian y Leila se miran el uno al otro.
Me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración. ¿Qué hará ella? ¿Qué hará él? Pero se limitan a seguir mirándose. Christian tiene una expresión cruda, cargada de una emoción que desconozco. Puede ser lástima, miedo, afecto… ¿o es amor? ¡No, por favor… amor, no!
Él la fulmina con la mirada, y con una lentitud agónica, la atmósfera del apartamento cambia. La tensión ha aumentado de tal manera que percibo su conexión, la electricidad que hay entre ambos.
¡No! De repente siento que yo soy la intrusa, la que interfiere entre ellos, que siguen mirándose fijamente. Yo soy una advenediza, una voyeur que espía una escena íntima y prohibida detrás de unas cortinas corridas.
El brillo que arde en la mirada de Christian se intensifica y su porte cambia sutilmente. Parece más alto, y sus rasgos como más angulosos, más frío, más distante. Reconozco esa pose. Le he visto así antes… en su cuarto de juegos.
De nuevo se me eriza todo el vello. Este es el Christian dominante, y parece muy a gusto en su papel. No sé si es algo innato o aprendido, pero, con el corazón encogido y el estómago revuelto, veo cómo responde Leila. Separa los labios, se le acelera la respiración y, por primera vez, el rubor tiñe sus mejillas. ¡No! Es angustioso presenciar esa visión fugaz del pasado de Christian.
Finalmente, él articula una palabra en silencio. No sé cuál es, pero tiene un efecto inmediato en Leila. Ella cae de rodillas al suelo, con la cabeza gacha, y sus manos sueltan la pistola, que golpea con un ruido sordo el suelo de madera. Dios santo…