Palidezco de golpe y noto que la bilis me sube a la garganta.
– No lo sé -susurro.
Ethan abre los ojos como platos… por fin lo ha entendido.
Esto es lo que me angustia. ¿Qué diablos están haciendo? Hablar, espero. Solo hablar. Pero lo único que visualizo mentalmente es su mano, acariciando tiernamente el pelo de ella.
Leila está trastornada y él se preocupa por ella; eso es todo, intento racionalizar. Pero, en el fondo de mi mente, mi subconsciente mueve la cabeza con tristeza.
Es más que eso. Leila era capaz de satisfacer sus necesidades de una forma que yo no puedo. La idea resulta terriblemente deprimente.
Intento centrarme en todo lo que hemos hecho estos últimos días: en su declaración de amor, sus divertidos coqueteos, su alegría. Pero las palabras de Elena vuelven para burlarse de mí. Es verdad lo que dicen sobre los fisgones.
«¿No echas de menos… tu cuarto de juegos?»
Me termino la cerveza en un tiempo récord, y Ethan me pasa otra. No soy muy buena compañía esta noche, pero aun así él se queda conmigo charlando e intentando levantarme el ánimo, y me habla de Barbados y de las payasadas de Kate y Elliot, lo cual es una maravillosa distracción. Pero solo es eso… una distracción.
Mi mente, mi corazón, mi alma siguen todavía en ese apartamento con mi Cincuenta Sombras y la mujer que había sido su sumisa. Una mujer que cree que todavía le ama. Una mujer que se parece a mí.
Mientras nos bebemos la tercera cerveza, un enorme vehículo con los vidrios ahumados aparca junto al Audi delante del edificio. Reconozco al doctor Flynn, que baja acompañado de una mujer vestida con una especie de bata azul claro. Atisbo a Taylor, que les hace entrar por la puerta principal.
– ¿Quién es ese? -pregunta Ethan.
– Es el doctor Flynn. Christian le conoce.
– ¿Qué tipo de doctor es?
– Psiquiatra.
– Ah.
Ambos seguimos observando y, al cabo de unos minutos, vuelven a salir. Christian lleva a Leila, que va envuelta en una manta. ¿Qué? Veo con horror cómo suben al vehículo y se alejan a toda velocidad.
Ethan me mira con expresión compasiva, y yo me siento desolada, totalmente desolada.
– ¿Puedo tomar algo más fuerte? -le pregunto a Ethan, sin voz apenas.
– Claro. ¿Qué te apetece?
– Un brandy. Por favor.
Ethan asiente y se acerca a la barra. Yo miro por la ventana hacia la puerta principal. Al cabo de un momento, Taylor sale, se sube al Audi y se dirige hacia el Escala… ¿siguiendo a Christian? No lo sé.
Ethan me planta delante una gran copa de brandy.
– Venga, Steele. Vamos a emborracharnos.
Me parece la mejor proposición que me han hecho últimamente. Brindamos, bebo un trago del líquido ardiente y ambarino, y agradezco esa intensa sensación de calor que me evade del espantoso dolor que brota en mi corazón.
Es tarde y me siento bastante aturdida. Ethan y yo no tenemos llaves para entrar en mi apartamento. Él insiste en acompañarme caminando hasta el Escala, aunque él no se quedará. Ha telefoneado al amigo al que se encontró antes y con el que se tomó una copa, y han quedado que dormirá en su casa.
– Así que es aquí donde vive el magnate.
Ethan silba, impresionado.
Asiento.
– ¿Seguro que no quieres que me quede contigo? -pregunta.
– No, tengo que enfrentarme a esto… o simplemente acostarme.
– ¿Nos vemos mañana?
– Sí. Gracias, Ethan.
Le doy un abrazo.
– Todo saldrá bien, Steele -me susurra al oído.
Me suelta y me observa mientras yo me dispongo a entrar en el edificio.
– Hasta luego -grita.
Yo le dedico una media sonrisa y le hago un gesto de despedida, y después pulso el botón para llamar al ascensor.
Salgo del ascensor y entro al piso de Christian. Taylor no me está esperando, lo cual es inusual. Abro la doble puerta y voy hacia el salón. Christian está al teléfono, caminando nervioso junto al piano.
– Ya está aquí -espeta. Se da la vuelta para mirarme y cuelga el teléfono-. ¿Dónde coño estabas? -gruñe, pero no se acerca.
¿Está enfadado conmigo? ¿Él es el que acaba de pasar Dios sabe cuánto tiempo con su ex novia lunática, y está enfadado conmigo?
– ¿Has estado bebiendo? -pregunta, consternado.
– Un poco.
No creía que fuera tan obvio.
Gime y se pasa la mano por el pelo.
– Te dije que volvieras aquí -dice en voz baja, amenazante-. Son las diez y cuarto. Estaba preocupado por ti.
– Fui a tomar una copa, o tres, con Ethan, mientras tú atendías a tu ex -le digo entre dientes-. No sabía cuánto tiempo ibas a estar… con ella.
Entorna los ojos y da unos cuantos pasos hacia mí, pero se detiene.
– ¿Por qué lo dices en ese tono?
Me encojo de hombros y me miro los dedos.
– Ana, ¿qué pasa?
Y por primera vez detecto en su voz algo distinto a la ira. ¿Qué es? ¿Miedo?
Trago saliva, intentando decidir qué decir.
– ¿Dónde está Leila?
Alzo la mirada hacia él.
– En un hospital psiquiátrico de Fremont -dice con expresión escrutadora-. Ana, ¿qué pasa? -Se acerca hasta situarse justo delante de mí-. ¿Cuál es el problema? -musita.
Niego con la cabeza.
– Yo no soy buena para ti.
– ¿Qué? -murmura, y abre los ojos, alarmado-. ¿Por qué piensas eso? ¿Cómo puedes pensar eso?
– Yo no puedo ser todo lo que tú necesitas.
– Tú eres todo lo que necesito.
– Solo verte con ella… -se me quiebra la voz.
– ¿Por qué me haces esto? Esto no tiene que ver contigo, Ana. Sino con ella. -Inspira profundamente, y vuelve a pasarse la mano por el pelo-. Ahora mismo es una chica muy enferma.
– Pero yo lo sentí… lo que teníais juntos.
– ¿Qué? No.
Intenta tocarme y yo retrocedo instintivamente. Deja caer la mano y se me queda mirando. Se le ve atenazado por el pánico.
– ¿Vas a marcharte? -murmura con los ojos muy abiertos por el miedo.
Yo no digo nada mientras intento reordenar el caos de mi mente.
– No puedes hacerlo -suplica.
– Christian… yo…
Lucho por aclarar mis ideas. ¿Qué intento decir? Necesito tiempo, tiempo para asimilar todo esto. Dame tiempo.
– ¡No, no! -dice él.
– Yo…
Mira con desenfreno alrededor de la estancia buscando… ¿qué? ¿Una inspiración? ¿Una intervención divina? No lo sé.
– No puedes irte, Ana. ¡Yo te quiero!
– Yo también te quiero, Christian, es solo que…
– ¡No, no! -dice desesperado, y se lleva las manos a la cabeza.
– Christian…
– No -susurra, y en sus ojos muy abiertos brilla el pánico.
De repente cae de rodillas ante mí, con la cabeza gacha, y las manos extendidas sobre los muslos. Inspira profundamente y se queda muy quieto.
¿Qué?
– Christian, ¿qué estás haciendo?
Él sigue mirando al suelo, no a mí.
– ¡Christian! ¿Qué estás haciendo? -repito con voz estridente. Él no se mueve-. ¡Christian, mírame! -ordeno aterrada.
Él levanta la cabeza sin dudarlo, y me mira pasivamente con sus fríos ojos grises: parece casi sereno… expectante.
Dios santo… Christian. El sumiso.
14
Christian postrado de rodillas a mis pies, reteniéndome con la firmeza de su mirada gris, es la visión más solemne y escalofriante que he contemplado jamás… más que Leila con su pistola. El leve aturdimiento producido por el alcohol se esfuma al instante, sustituido por una creciente sensación de fatalidad. Palidezco y se me eriza todo el vello.