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Me quita la respiración oír que lo reconoce. Oh, Dios, como yo.

– Me dijiste que nunca te irías, pero en cuanto la cosa se pone dura, coges la puerta y te vas.

– ¿Cuándo dije que nunca me iría?

– En sueños. Creo que fue la cosa más reconfortante que he oído en mucho tiempo, Anastasia. Y me sentí relajado.

Se me encoge el corazón y cojo la copa de vino.

– Dijiste que me querías -susurra-. ¿Eso pertenece ya al pasado? -dice en voz baja, cargada de ansiedad.

– No, Christian, no.

Se le ve tan vulnerable al exhalar…

– Bien -murmura.

Esa revelación me deja atónita. Ha cambiado de opinión. Antes, cuando le decía que le quería, se quedaba horrorizado. El camarero vuelve. Nos coloca rápidamente los platos delante y se esfuma de inmediato.

Dios mío. Comida.

– Come -ordena Christian.

En el fondo estoy hambrienta, pero ahora mismo tengo un nudo en el estómago. Estar sentada frente al único hombre al que he amado en mi vida, hablando de nuestro incierto futuro, no favorece un apetito saludable. Miro mi comida con recelo.

– Que Dios me ayude, Anastasia; si no comes, te tumbaré encima de mis rodillas aquí en este restaurante, y no tendrá nada que ver con mi gratificación sexual. ¡Come!

No te sulfures, Grey. Mi subconsciente me mira por encima de sus gafas de media luna. Ella está totalmente de acuerdo con Cincuenta Sombras.

– Vale, comeré. Calma los picores de tu mano suelta, por favor.

Él no sonríe y sigue observándome. Yo cojo de mala gana el cuchillo y el tenedor y corto el solomillo. Oh, está tan bueno que se deshace en la boca. Tengo hambre, hambre de verdad. Mastico y él se relaja de forma evidente.

Cenamos en silencio. La música ha cambiado. Se oye de fondo una suave voz de mujer, y sus palabras son el eco de mis pensamientos. Desde que él entró en mi vida, ya nunca seré la misma.

Miro a Cincuenta. Está comiendo y mirándome. Hambre, anhelo, ansiedad, combinados en una mirada ardiente.

– ¿Sabes quién canta? -pregunto, intentando mantener una conversación normal.

Christian se para y escucha.

– No… pero sea quien sea es buena.

– A mí también me gusta.

Finalmente, esboza su enigmática sonrisa privada. ¿Qué está planeando?

– ¿Qué? -pregunto.

Él menea la cabeza.

– Come -dice gentilmente.

Me he comido la mitad del plato. No puedo más. ¿Cómo podría negociarlo?

– No puedo más. ¿He comido bastante para el señor?

Él me observa impasible sin contestar, y consulta su reloj.

– De verdad que estoy llena -añado, y bebo un sorbo del delicioso vino.

– Hemos de irnos enseguida. Taylor está aquí, y mañana tienes que levantarte pronto para ir a trabajar.

– Tú también.

– Yo funciono habiendo dormido mucho menos que tú, Anastasia. Al menos has comido algo.

– ¿Volveremos con el Charlie Tango?

– No, creo que me tomaré una copa. Taylor nos recogerá. Además, así al menos te tendré en el coche para mí solo durante unas horas. ¿Qué podemos hacer aparte de hablar?

Oh, ese es su plan.

Christian llama al camarero para pedirle la cuenta, luego coge su BlackBerry y hace una llamada.

– Estamos en Le Picotin, Tercera Avenida Sudoeste.

Y cuelga. Sigue siendo muy cortante por teléfono.

– Eres muy cortante con Taylor; de hecho, con la mayoría de la gente.

– Simplemente voy directo al grano, Anastasia.

– Esta noche no has ido al grano. No ha cambiado nada, Christian.

– Tengo que hacerte una proposición.

– Esto empezó con una proposición.

– Una proposición diferente.

Vuelve el camarero, y Christian le entrega su tarjeta de crédito sin mirar la cuenta. Me analiza con la mirada mientras el camarero pasa la tarjeta. Su teléfono vibra una vez, y él lo observa detenidamente.

¿Tiene una proposición? ¿Y ahora qué? Me vienen a la mente un par de posibilidades: un secuestro, trabajar para él. No, nada tiene sentido. Christian acaba de pagar.

– Vamos. Taylor está fuera.

Nos levantamos y me coge la mano.

– No quiero perderte, Anastasia.

Me besa los nudillos con cariño, y la caricia de sus labios en mi piel reverbera en todo mi cuerpo.

El Audi espera fuera. Christian me abre la puerta. Subo y me hundo en la piel suntuosa. Él se dirige al asiento del conductor, Taylor sale del coche y hablan un momento. Eso no es habitual en ellos. Estoy intrigada. ¿De qué hablan? Al cabo de un momento suben los dos y observo a Christian, que luce su expresión impasible y mira al frente.

Me concedo un momento para examinar su perficlass="underline" nariz recta, labios carnosos y perfilados, el pelo que le cae deliciosamente sobre la frente. Seguro que este hombre divino no es para mí.

Una música suave inunda la parte de atrás del coche, una espectacular pieza orquestal que no conozco, y Taylor se incorpora al escaso tráfico en dirección a la interestatal 5 y a Seattle.

Christian se gira para mirarme.

– Como iba diciendo, Anastasia, tengo que hacerte una proposición.

Miro de reojo a Taylor, nerviosa.

– Taylor no te oye -asegura Christian.

– ¿Cómo?

– Taylor -le llama Christian.

Taylor no contesta. Vuelve a llamarle, y sigue sin responder. Christian se inclina y le da un golpecito en el hombro. Taylor se quita un tapón del oído que yo no había visto.

– ¿Sí, señor?

– Gracias, Taylor. No pasa nada; sigue escuchando.

– Señor.

– ¿Estás contenta? Está escuchando su iPod. Puccini. Olvida que está presente. Como yo.

– ¿Tú le has pedido expresamente que lo hiciera?

– Sí.

Ah.

– Vale. ¿Tu propuesta?

De repente, Christian adopta una actitud decidida y profesional. Dios… Vamos a negociar un pacto. Yo escucho atentamente.

– Primero, deja que te pregunte una cosa. ¿Tú quieres una relación vainilla convencional y sosa, sin sexo pervertido ni nada?

Me quedo con la boca abierta.

– ¿Sexo pervertido? -levanto la voz.

– Sexo pervertido.

– No puedo creer que hayas dicho eso.

Miro nerviosa a Taylor.

– Bueno, pues sí. Contesta -dice tranquilamente.

Me ruborizo. La diosa que llevo dentro está ahora inclinada de rodillas ante mí, con las manos unidas en un gesto de súplica.

– A mí me gusta tu perversión sexual -susurro.

– Eso pensaba. Entonces, ¿qué es lo que no te gusta?

No poder tocarte. Que disfrutes con mi dolor, los azotes con el cinturón

– La amenaza de un castigo cruel e inusual.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Bueno, tienes todas esas varas y fustas y esas cosas en tu cuarto de juegos, que me dan un miedo espantoso. No quiero que uses eso conmigo.

– Vale, o sea que nada de fustas ni varas… ni tampoco cinturones -dice sardónico.

Yo le observo desconcertada.

– ¿Estás intentando redefinir los límites de la dureza?

– En absoluto. Solo intento entenderte, tener una idea más clara de lo que te gusta o no.

– Fundamentalmente, Christian, lo que me cuesta más aceptar es que disfrutes haciéndome daño. Y pensar que lo harás porque he traspasado determinada línea arbitraria.

– Pero no es arbitraria, hay una lista de normas escritas.

– Yo no quiero una lista de normas.

– ¿Ninguna?

– Nada de normas.

Niego con la cabeza, pero estoy muy asustada. ¿Qué pretende con esto?