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Él mueve la cabeza a un lado y a otro, como si analizara los hechos. Parece divertido. Gracias a Dios.

– Sí, creo que es un resumen bastante adecuado de la situación -dice con sequedad.

– ¿Y qué pasó con lo de aplazar la gratificación?

– Lo he superado, y ahora soy un firme defensor de la gratificación inmediata. Carpe diem, Ana -susurra.

– Mira, Christian, hace muy poco que te conozco y necesito saber mucho más de ti. He bebido demasiado, estoy hambrienta y cansada y quiero irme a la cama. Tengo que considerar tu proposición, del mismo modo que consideré el contrato que me ofreciste. Y además -aprieto los labios para expresar contrariedad, pero también para aligerar la tensión en el ambiente-, no ha sido la propuesta más romántica del mundo.

Él inclina la cabeza a un lado y en sus labios se dibuja una sonrisa.

– Buena puntualización, como siempre, señorita Steele -afirma con un deje de alivio en la voz-. ¿O sea que esto es un no?

Suspiro.

– No, señor Grey, no es un no, pero tampoco es un sí. Haces esto únicamente porque estás asustado y no confías en mí.

– No, hago esto porque finalmente he conocido a alguien con quien quiero pasar el resto de mi vida.

Oh. Noto un pálpito en el corazón y siento que me derrito por dentro. ¿Cómo es capaz, en medio de las más extrañas situaciones, de decir cosas tan románticas? Abro la boca, sin dar crédito.

– Nunca creí que esto pudiera sucederme a mí -continúa, y su expresión irradia pura sinceridad.

Yo le miro boquiabierta, buscando las palabras apropiadas.

– ¿Puedo pensármelo… por favor? ¿Y pensar en todo el resto de las cosas que han pasado hoy? ¿En lo que acabas de decirme? Tú me pediste paciencia y fe. Bien, pues yo te pido lo mismo, Grey. Ahora las necesito yo.

Sus ojos buscan los míos y, al cabo de un momento, se inclina y me recoge un mechón de pelo detrás de la oreja.

– Eso puedo soportarlo. -Me besa fugazmente en los labios-. No muy romántico, ¿eh? -Arquea las cejas, y yo hago un gesto admonitorio con la cabeza-. ¿Flores y corazones? -pregunta bajito.

Asiento y me sonríe vagamente.

– ¿Tienes hambre?

– Sí.

– No has comido -dice con mirada gélida y la mandíbula tensa.

– No, no he comido. -Vuelvo a sentarme sobre los talones y le miro tranquilamente-. Que me echaran de mi apartamento, después de ver a mi novio interactuando íntimamente con una de sus antiguas sumisas, me quitó bastante el apetito.

Christian sacude la cabeza y se pone de pie ágilmente. Ah, por fin podemos levantarnos del suelo. Me tiende la mano.

– Deja que te prepare algo de comer -dice.

– ¿No podemos irnos a la cama sin más? -musito con aire fatigado al darle la mano.

Él me ayuda a levantarme. Estoy entumecida. Baja la vista y me mira con dulzura.

– No, tienes que comer. Vamos. -El dominante Christian ha vuelto, lo cual resulta un alivio.

Me lleva a un taburete de la barra en la zona de la cocina, y luego se acerca a la nevera. Consulto el reloj: son casi las once y media, y tengo que levantarme pronto para ir a trabajar.

– Christian, la verdad es que no tengo hambre.

Él no hace caso y rebusca en el enorme frigorífico.

– ¿Queso? -pregunta.

– A esta hora, no.

– ¿Galletitas saladas?

– ¿De la nevera? No -replico.

Él se da la vuelta y me sonríe.

– ¿No te gustan las galletitas saladas?

– A las once y media no, Christian. Me voy a la cama. Tú si quieres puede pasarte el resto de la noche rebuscando en la nevera. Yo estoy cansada, y he tenido un día de lo más intenso. Un día que me gustaría olvidar.

Bajo del taburete y él me pone mala cara, pero ahora mismo no me importa. Quiero irme a la cama; estoy exhausta.

– ¿Macarrones con queso?

Levanta un bol pequeño tapado con papel de aluminio, con una expresión esperanzada que resulta entrañable.

– ¿A ti te gustan los macarrones con queso? -pregunto.

Él asiente entusiasmado, y se me derrite el corazón. De pronto parece muy joven. ¿Quién lo habría dicho? A Christian Grey le gusta la comida de menú infantil.

– ¿Quieres un poco? -pregunta esperanzado.

Soy incapaz de resistirme a él, y además tengo mucha hambre.

Asiento y le dedico una débil sonrisa. Su cara de satisfacción resulta fascinante. Retira el papel de aluminio del bol y lo mete en el microondas. Vuelvo a sentarme en el taburete y contemplo la hermosa estampa del señor Grey -el hombre que quiere casarse conmigo- moviéndose con elegante soltura por su cocina.

– ¿Así que sabes utilizar el microondas? -le digo en un suave tono burlón.

– Suelo ser capaz de cocinar algo, siempre que venga envasado. Con lo que tengo problemas es con la comida de verdad.

No puedo creer que este sea el mismo hombre que estaba de rodillas ante mí hace menos de media hora. Es su carácter voluble habitual. Coloca platos, cubiertos y manteles individuales sobre la barra del desayuno.

– Es muy tarde -comento.

– No vayas a trabajar mañana.

– He de ir a trabajar mañana. Mi jefe se marcha a Nueva York.

Christian frunce el ceño.

– ¿Quieres ir allí este fin de semana?

– He consultado la predicción del tiempo y parece que va a llover -digo negando con la cabeza.

– Ah. Entonces, ¿qué quieres hacer?

El timbre del microondas anuncia que nuestra cena ya está caliente.

– Ahora mismo lo único que quiero es vivir el día a día. Todas estas emociones son… agotadoras.

Levanto una ceja y le miro, cosa que él ignora prudentemente.

Christian deja el bol blanco entre nuestros platos y se sienta a mi lado. Parece absorto en sus pensamientos, distraído. Yo sirvo los macarrones para ambos. Huelen divinamente y se me hace la boca agua ante la expectativa. Estoy muerta de hambre.

– Siento lo de Leila -murmura.

– ¿Por qué lo sientes?

Mmm, los macarrones saben tan bien como huelen. Y mi estómago lo agradece.

– Para ti debe de haber sido un impacto terrible encontrártela en tu apartamento. Taylor lo había registrado antes personalmente. Está muy disgustado.

– Yo no culpo a Taylor.

– Yo tampoco. Ha estado buscándote.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Yo no sabía dónde estabas. Te dejaste el bolso, el teléfono. Ni siquiera podía localizarte. ¿Dónde fuiste? -pregunta.

Habla con mucha suavidad, pero en sus palabras subyace una carga ominosa.

– Ethan y yo fuimos a un bar de la acera de enfrente. Para que yo pudiera ver lo que ocurría, simplemente.

– Ya.

La atmósfera entre los dos ha cambiado de forma muy sutil. Ya no es tan liviana.

Ah, muy bien, de acuerdo… yo también puedo jugar a este juego. Así que esta voy a devolvértela, Cincuenta. Y tratando de sonar despreocupada, queriendo satisfacer la curiosidad que me corroe pero temerosa de la respuesta, le pregunto:

– ¿Y qué hiciste con Leila en el apartamento?

Levanto la vista, le miro, y él deja suspendido en el aire el tenedor con los macarrones. Oh, no, esto no presagia nada bueno.

– ¿De verdad quieres saberlo?

Se me forma un nudo en el estómago y de golpe se me quita el apetito.

– Sí -susurro.

¿Eso quieres? ¿De verdad? Mi subconsciente ha tirado al suelo la botella de ginebra y se ha incorporado muy erguida en su butaca, mirándome horrorizada.

Christian vacila y su boca se convierte en una fina línea.

– Hablamos, y luego la bañé. -Su voz suena ronca, y, al ver que no reacciono, se apresura a continuar-: Y la vestí con ropa tuya. Espero que no te importe. Pero es que estaba mugrienta.