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Por Dios santo. ¿La bañó?

Qué gesto tan extraño e inapropiado… La cabeza me da vueltas y miro fijamente los macarrones que no me he comido. Y ahora esa imagen me produce náuseas.

Intenta racionalizarlo, me aconseja mi subconsciente. Aunque la parte serena e intelectual de mi cerebro sabe que lo hizo simplemente porque estaba sucia, me resulta demasiado duro. Mi ser frágil y celoso no es capaz de soportarlo.

De pronto tengo ganas de llorar: no de sucumbir a ese llanto de damisela que surca con decoro mis mejillas, sino a ese otro que aúlla a la luna. Inspiro profundamente para reprimir el impulso, pero esas lágrimas y esos sollozos reprimidos me arden en la garganta.

– No podía hacer otra cosa, Ana -dice él en voz baja.

– ¿Todavía sientes algo por ella?

– ¡No! -contesta horrorizado, y cierra los ojos con expresión de angustia.

Yo aparto la mirada y la bajo otra vez a mi nauseabunda comida. No soy capaz de mirarle.

– Verla así… tan distinta, tan destrozada. La atendí, como habría hecho con cualquier otra persona.

Se encoge de hombros como para librarse de un recuerdo desagradable. Vaya, ¿y encima espera que le compadezca?

– Ana, mírame.

No puedo. Sé que si lo hago, me echaré a llorar. No puedo digerir todo esto. Soy como un depósito rebosante de gasolina, lleno, desbordado. Ya no hay espacio para más. Sencillamente no puedo soportar más toda esta angustia. Si lo intento, arderé y explotaré y será muy desagradable. ¡Dios!

La imagen aparece en mi mente: Christian ocupándose de un modo tan íntimo de su antigua sumisa. Bañándola, por Dios santo… desnuda. Un estremecimiento de dolor recorre mi cuerpo.

– Ana.

– ¿Qué?

– No pienses en eso. No significa nada. Fue como cuidar de un niño, un niño herido, destrozado -musita.

¿Qué demonios sabrá él de cuidar niños? Esa era una mujer con la que tuvo una relación sexual devastadora y perversa.

Ay, esto duele… Respiro firme y profundamente. O tal vez se refiera a sí mismo. Él es el niño destrozado. Eso tiene más lógica… o quizá no tenga la menor lógica. Oh, todo esto es tan terriblemente complicado, y de pronto me siento exhausta. Necesito dormir.

– ¿Ana?

Me levanto, llevo mi plato al fregadero y tiro los restos de comida a la basura.

– Ana, por favor.

Doy media vuelta y le miro.

– ¡Basta ya, Christian! ¡Basta ya de «Ana, por favor»! -le grito, y las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas-. Ya he tenido bastante de toda esa mierda por hoy. Me voy a la cama. Estoy cansada física y emocionalmente. Déjame.

Giro sobre mis talones y prácticamente echo a correr hacia el dormitorio, llevándome conmigo el recuerdo de sus ojos abiertos mirándome atónitos. Es agradable saber que yo también soy capaz de perturbarle. Me desvisto en un santiamén, y después de rebuscar en su cómoda, saco una de sus camisetas y me dirijo al baño.

Me observo en el espejo y apenas reconozco a la bruja demacrada de mejillas enrojecidas y ojos irritados que me devuelve la mirada, y esa imagen me supera. Me derrumbo en el suelo y sucumbo a esa abrumadora emoción que ya no puedo contener, estallando en tremendos sollozos que me desgarran el pecho, y dejando por fin que las lágrimas se desborden libremente.

15

Eh… -dice Christian con ternura, y me abraza-. Por favor, Ana, no llores, por favor -suplica.

Está en el suelo del baño, y yo en su regazo. Le rodeo con los brazos y lloro pegada a su cuello. Él susurra bajito junto a mi pelo y me acaricia suavemente la espalda, la cabeza.

– Lo siento, cariño -murmura.

Finalmente, cuando ya no me quedan lágrimas, Christian se levanta cogiéndome en brazos, me lleva a su habitación y me tumba sobre la cama. Al cabo de unos segundos le tengo a mi lado y las luces están apagadas. Me rodea entre sus brazos y me abraza fuerte, y por fin me sumo en un sueño oscuro y agitado.

Me despierto de golpe. Tengo la cabeza embotada y demasiado calor. Christian está aferrado a mí como la hiedra. Gruñe suavemente en sueños mientras me libero de sus brazos, pero no se despierta. Me incorporo y echo un vistazo al despertador. Son las tres de la madrugada. Necesito un analgésico y beber algo. Saco las piernas de la cama y me dirijo a la cocina.

Encuentro un envase de zumo de naranja en la nevera y me sirvo un vaso. Mmm… está delicioso, y el embotamiento mental desaparece al instante. Rebusco en los cajones algún calmante y al final doy con una caja de plástico llena de medicamentos. Me tomo dos analgésicos y me sirvo otro vaso de zumo de naranja.

Me acerco a la enorme pared acristalada y contemplo cómo duerme Seattle. Las luces brillan y parpadean a los pies del castillo de Christian en el cielo, ¿o debería decir fortaleza? Presiono la frente contra el frío cristal, y siento cierto alivio. Tengo tanto en lo que pensar después de todas las revelaciones de ayer. Apoyo la espalda en el vidrio y me deslizo hasta el suelo. El salón en penumbra se ve inmenso y tenebroso, con la única luz procedente de las tres lámparas suspendidas sobre la isla de la cocina.

¿Podría vivir aquí, casada con Christian? ¿Después de todo lo que él ha hecho entre estas paredes? ¿Con toda esa carga de su pasado que alberga este lugar?

Matrimonio… Resulta algo casi inconcebible y totalmente inesperado. Pero también es verdad que todo lo referido a Christian es inesperado. Y, ante esa evidencia, aparece en mis labios una sonrisa irónica. Christian Grey, esperar lo inesperado… las cincuenta sombras de una existencia destrozada.

Mi sonrisa desaparece. Me parezco a su madre. Eso me duele en lo más profundo, y repentinamente me quedo sin aire en los pulmones. Todas nos parecemos a su madre.

¿Cómo demonios voy a actuar después de conocer este pequeño secreto? No me extraña que no quisiera decírmelo. Pero la verdad es que él no puede acordarse mucho de su madre. Me pregunto una vez más si debería hablar con el doctor Flynn. ¿Me lo permitiría Christian? Quizá él podría ayudarme a llenar las lagunas que me faltan.

Sacudo la cabeza. Me siento exhausta emocionalmente, pero disfruto de la tranquila serenidad del salón y de sus preciosas obras de arte; frías y austeras, pero con un estilo propio, también hermosas en la penumbra y seguramente valiosísimas. ¿Podría yo vivir aquí? ¿En lo bueno y en lo malo? ¿En la salud y en la enfermedad? Cierro los ojos, apoyo la cabeza en el cristal, y lanzo un profundo y reparador suspiro.

La apacible tranquilidad del momento se ve interrumpida por un grito visceral y primitivo que me eriza el vello y pone en alerta todo mi cuerpo. ¡Christian! ¡Dios santo!, ¿qué ha pasado? Me pongo de pie y salgo corriendo hacia el dormitorio antes de que el eco de ese sonido horrible se haya desvanecido, con el corazón palpitando de miedo.

Pulso uno de los interruptores y se enciende la lámpara de la mesita de Christian. Él se debate frenéticamente en la cama, retorciéndose de angustia. ¡No! Vuelve a gritar, y ese sonido devastador y espeluznante me desgarra de nuevo.

¡Santo Dios… una pesadilla!

– ¡Christian!

Me inclino sobre él, le sujeto por los hombros y le zarandeo para que despierte. Él abre los ojos, y son salvajes y vacíos, y examinan rápidamente la habitación vacía antes de volver a posarse en mí.

– Te fuiste, te fuiste, deberías haberte ido -balbucea, y la mirada de sus ojos desmesurados se convierte en acusatoria, y parece tan perdido que se me parte el corazón. Pobre Cincuenta…

– Estoy aquí. -Me siento en la cama a su lado-. Estoy aquí -murmuro en voz baja, en un esfuerzo por tranquilizarle.

Me acerco y le apoyo la palma en un lado de la cara, intentando calmarle.

– Te habías ido -susurra presuroso.