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– Sé que me has puesto los ojos en blanco -susurra, y capto un deje divertido en su voz.

– Me conoces bien.

– Me gustaría conocerte mejor.

– Volviendo a ti, Grey. ¿De qué iba tu pesadilla?

– Lo de siempre.

– Cuéntamelo.

Traga saliva y se tensa antes de emitir un interminable suspiro.

– Debo de tener como unos tres años, y el chulo de la puta adicta al crack vuelve a estar muy furioso. Fuma y fuma sin parar, un cigarrillo tras otro, y no encuentra un cenicero.

Se calla, y un escalofrío aterrador me atenaza el corazón.

– Duele -dice-. Lo que recuerdo es el dolor. Eso es lo que me provoca las pesadillas. Eso, y el hecho de que ella no hiciera nada para detenerle.

Oh, Dios. Es insoportable. Le abrazo más fuerte, aferrándome a él con brazos y piernas, y trato de que mi desesperación no me asfixie. ¿Cómo puede alguien tratar así a un niño? Él levanta la cabeza y me clava su mirada gris e intensa.

– Tú no eres como ella. Ni se te ocurra siquiera pensarlo. Por favor.

Le miro y parpadeo. Me tranquiliza mucho oír eso. Él vuelve a apoyar la cabeza en mi pecho, y creo que ha terminado, pero me sorprende comprobar que continúa.

– A veces, en mis sueños, ella está simplemente tumbada en el suelo. Y yo creo que está dormida. Pero no se mueve. Nunca se mueve. Y yo tengo hambre. Mucha hambre.

Oh, Dios.

– Se oye un gran ruido y él ha vuelto, y me pega muy fuerte, mientras maldice a la puta adicta al crack. Su primera reacción siempre era usar los puños o el cinturón.

– ¿Por eso no te gusta que te toquen?

Cierra los ojos y me abraza más fuerte.

– Es complicado -murmura.

Hunde la nariz entre mis senos, inspirando hondo, intentando distraerme.

– Cuéntamelo -insisto.

Él suspira.

– Ella no me quería. Yo no me quería. El único roce que conocí era… violento. De ahí viene todo. Flynn lo explica mejor que yo.

– ¿Puedo hablar con Flynn?

Levanta la cabeza para mirarme.

– ¿Quieres profundizar más en Cincuenta Sombras?

– E incluso más. Ahora mismo me gusta cómo profundizo en él.

Me muevo provocativamente debajo de él y sonríe.

– Sí, señorita Steele, a mí también me gusta.

Se inclina y me besa. Me observa un momento.

– Eres tan valiosa para mí, Ana. Decía en serio lo de casarme contigo. Así podremos conocernos. Yo puedo cuidar de ti. Tú puedes cuidar de mí. Podemos tener hijos, si quieres. Yo pondré el mundo a tus pies, Anastasia. Te quiero, en cuerpo y alma, para siempre. Por favor, piénsalo.

– Lo pensaré, Christian, lo pensaré -le tranquilizo, y todo me da vueltas otra vez. ¿Hijos? Santo Dios-. Pero realmente me gustaría hablar con el doctor Flynn, si no te importa.

– Por ti lo que sea, nena. Lo que sea. ¿Cuándo te gustaría verle?

– Lo antes posible.

– De acuerdo. Mañana me ocuparé de ello. -Echa un vistazo al reloj-. Es tarde. Deberíamos dormir.

Alarga un brazo para apagar la luz de la mesita y me atrae hacia él.

Miro el reloj. Oh, no: las cuatro menos cuarto.

Me envuelve en sus brazos, pega la frente a mi espalda y me acaricia el cuello con la nariz.

– Te quiero, Ana Steele, y quiero que estés a mi lado, siempre -murmura mientras me besa el cuello-. Ahora duerme.

Yo cierro los ojos.

Abro a regañadientes mis párpados pesados y una brillante luz inunda la habitación. Dejo escapar un gruñido. Me siento aturdida, desconectada de las extremidades que siento como el plomo, y Christian me envuelve pegado a mí como la hiedra. Como de costumbre, tengo demasiado calor. Deben de ser las cinco de la mañana; el despertador aún no ha sonado. Me muevo para librarme del calor que emite su cuerpo, dándome la vuelta en sus brazos, y él balbucea algo ininteligible en sueños. Miro el reloj: las nueve menos cuarto.

Oh, no, voy a llegar tarde. Maldita sea. Salgo dando tumbos de la cama y corro al baño. Tardo cuatro minutos en ducharme y volver a salir.

Christian está sentado en la cama, mirándome con gesto de diversión mal disimulada mezclada con cautela, mientras yo sigo secándome y cogiendo la ropa. Quizá esté esperando mi reacción a las revelaciones de anoche. Pero ahora mismo, sencillamente, no tengo tiempo.

Repaso la ropa elegida: pantalones negros, camisa negra… todo un poco señora R., pero ahora no puedo perder un segundo cambiando de estilismo. Me pongo con prisas un sujetador y unas bragas negras, consciente de que él observa todos mis movimientos. Me pone… nerviosa. Las bragas y el sujetador servirán.

– Estás muy guapa -ronronea Christian desde la cama-. ¿Sabes?, puedes llamar y decir que estás enferma.

Me obsequia con esa media sonrisa devastadora, ciento cincuenta por ciento lasciva. Oh, es tan tentador… La diosa que llevo dentro hace un mohín provocativo.

– No, Christian. No puedo. Yo no soy un presidente megalómano con una sonrisa preciosa que puede entrar y salir a su antojo.

– Me gusta entrar y salir a mi antojo.

Despliega su gloriosa sonrisa un poco más, de manera que ahora aparece en IMAX de alta definición.

– ¡Christian! -le riño.

Y le tiro la toalla, y se echa a reír.

– ¿Una sonrisa preciosa, eh?

– Sí, y ya sabes el efecto que tiene en mí.

Me pongo el reloj.

– ¿Efecto? -parpadea con aire inocente.

– Sí, lo sabes. El mismo efecto que tiene en todas las mujeres. La verdad es que resulta muy cansino ver cómo todas se derriten.

– ¿Ah, sí?

Arquea una ceja y me mira. Se está divirtiendo mucho.

– No se haga el inocente, señor Grey. La verdad es que no te va nada -le digo distraídamente, mientras me recojo el pelo en una cola de caballo y me calzo mis zapatos de tacón alto.

Ya está. Así voy bien.

Cuando voy a darle un beso de despedida, él me coge y me tira de nuevo en la cama, y se inclina sobre mí, sonriendo de oreja a oreja. Oh. Es tan guapo: esos ojos que brillan traviesos, ese pelo alborotado que le queda después de hacer el amor, esa sonrisa fascinante. Ahora tiene ganas de jugar.

Yo estoy cansada, la cabeza todavía me da vueltas por todas las cosas que averigüé ayer, mientras que él está fresco como una rosa y de lo más sexy. Oh, es exasperante… mi Cincuenta.

– ¿Qué puedo hacer para tentarte a quedarte? -dice en voz baja.

Siento un pálpito en el corazón y empieza a latirme con fuerza. Es la tentación personificada.

– No puedes -refunfuño, forcejeando para incorporarme-. Déjame ir.

Él hace un mohín y desiste. Sonriendo, paso los dedos sobre sus labios esculpidos… mi Cincuenta Sombras. Le quiero tanto, con toda la oscuridad de su devastada existencia. Ni siquiera he empezado a procesar los acontecimientos de ayer ni cómo me siento al respecto.

Alzo la cabeza para besarle, agradecida por haberme lavado los dientes. Él me besa fuerte y largamente, y luego de repente me coge y me levanta, dejándome aturdida, sin aliento y temblorosa.

– Taylor te llevará. Llegarás antes si no tienes que buscar aparcamiento. Está esperando en la puerta del edificio -dice Christian amablemente, y parece aliviado.

¿Acaso le preocupa la reacción que pueda tener esta mañana? Estaba segura de que lo de anoche… bueno, lo de esta madrugada, le habría demostrado que no pienso salir huyendo.

– Vale. Gracias -musito, decepcionada por estar de pie, confundida por sus dudas, y vagamente enfadada porque una vez más no conduciré mi Saab.

Pero, en fin, tiene razón: con Taylor llegaré antes.

– Disfrute de su mañana de vagancia, señor Grey. Ojalá pudiera quedarme, pero al hombre que posee la empresa para la que trabajo no le gustaría que su personal faltara a su puesto solo por disfrutar de un poco de buen sexo.