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– Pero ¿no te importa si te doy unos azotes?

– ¿Unos azotes con qué?

– Con esto.

Levanta la mano.

Me siento avergonzada e incómoda.

– No, la verdad es que no. Sobre todo con esas bolas de plata…

Gracias a Dios que está oscuro; al recordar aquella noche me arde la cara y se me quiebra la voz. Sí… hazlo otra vez.

Él me sonríe.

– Sí, aquello estuvo bien.

– Más que bien -musito.

– O sea que eres capaz de soportar cierto grado de dolor.

Me encojo de hombros.

– Sí, supongo.

¿Qué pretende con todo esto? Mi nivel de ansiedad ha subido varios grados en la escala de Richter.

Él se acaricia el mentón, sumido en sus pensamientos.

– Anastasia, quiero volver a empezar. Pasar por la fase vainilla y luego, cuando confíes más en mí y yo confíe en que tú serás sincera y te comunicarás conmigo, quizá podamos ir a más y hacer algunas de las cosas que a mí me gusta hacer.

Yo le miro con la boca abierta y la mente totalmente en blanco, como un ordenador que se ha quedado colgado. Creo que está angustiado, pero no puedo verle bien, porque estamos sumidos en la noche de Oregón. Y al final se me ocurre… eso es.

Él desea la luz, pero ¿puedo pedirle que haga esto por mí? ¿Y es que acaso a mí no me gusta la oscuridad? Cierta oscuridad, en ciertos momentos. Recuerdos de la noche de Thomas Tallis vagan sugerentes por mi mente.

– ¿Y los castigos?

– Nada de castigos -Niega con la cabeza-. Ni uno.

– ¿Y las normas?

– Nada de normas.

– ¿Ninguna? Pero tú necesitas ciertas cosas.

– Te necesito más a ti, Anastasia. Estos últimos días han sido infernales. Todos mis instintos me dicen que te deje marchar, que no te merezco.

»Esas fotos que te hizo ese chico… comprendo cómo te ve. Estás tan guapa y se te ve tan relajada… No es que ahora no estés preciosa, pero estás aquí sentada y veo tu dolor. Es duro saber que he sido yo quien te ha hecho sentir así.

»Pero yo soy un hombre egoísta. Te deseé desde que apareciste en mi despacho. Eres exquisita, sincera, cálida, fuerte, lista, seductoramente inocente; la lista es infinita. Me tienes cautivado. Te deseo, e imaginar que te posea otro es como si un cuchillo hurgara en mi alma oscura.

Se me seca la boca. Dios… Si esto no es una declaración de amor, no sé qué es. Y las palabras surgen a borbotones de mi boca, como de una presa que revienta.

– Christian, ¿por qué piensas que tienes un alma oscura? Yo nunca lo diría. Triste quizá, pero eres un buen hombre. Lo noto… eres generoso, eres amable, y nunca me has mentido. Y yo no lo he intentado realmente en serio.

»El sábado pasado fue una terrible conmoción para todo mi ser. Fue como si sonara la alarma y despertara: me di cuenta de que hasta entonces tú habías sido condescendiente conmigo y de que yo no podía ser la persona que tú querías que fuera. Luego, después de marcharme, caí en la cuenta de que el daño que me habías infligido no era tan malo como el dolor de perderte. Yo quiero complacerte, pero es duro.

– Tú me complaces siempre -susurra-. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

– Nunca sé qué estás pensando. A veces te cierras tanto… como una isla. Me intimidas. Por eso me callo. No sé de qué humor vas a estar. Pasas del negro al blanco y de nuevo al negro en una fracción de segundo. Eso me confunde, y no me dejas tocarte, y yo tengo un inmenso deseo de demostrarte cuánto te quiero.

Él me mira en la oscuridad y parpadea, con recelo creo, y ya no soy capaz de contenerme más. Me desabrocho el cinturón y me coloco en su regazo, por sorpresa, y le cojo la cabeza con ambas manos.

– Te quiero, Christian Grey. Y tú estás dispuesto a hacer todo esto por mí. Soy yo quien no lo merece, y lo único que lamento es no poder hacer todas esas cosas por ti. A lo mejor, con el tiempo… pero sí, acepto tu proposición. ¿Dónde firmo?

Él desliza sus brazos a mi alrededor y me estrecha contra sí.

– Oh, Ana -gime, y hunde la nariz en mi cabello.

Permanecemos sentados, abrazándonos mutuamente, escuchando la música del coche… una pieza de piano relajante… reflejo de nuestros sentimientos, la dulce calma después de la tormenta. Me acurruco en sus brazos, apoyo la cabeza en el hueco de su cuello.

– Que me toques es un límite infranqueable para mí, Anastasia -murmura.

– Lo sé. Me gustaría entender por qué.

Al cabo de un momento, suspira y dice en voz baja:

– Tuve una infancia espantosa. Uno de los chulos de la puta adicta al crack… -Se le quiebra la voz, y su cuerpo se tensa al recordar algún terror inimaginable-. No puedo recordar aquello -susurra, estremeciéndose.

De pronto se me encoge el corazón al recordar esas horribles marcas de quemaduras que tiene en la piel. Oh, Christian. Me abrazo a su cuello con más fuerza.

– ¿Te maltrataba? ¿Tu madre? -le digo con voz queda y preñada de lágrimas.

– No, que yo recuerde. No se ocupaba de mí. No me protegía de su chulo. -Resopla-. Creo que era yo quien la cuidaba a ella. Cuando al final consiguió matarse, pasaron cuatro días hasta que alguien avisó y nos encontraron… eso lo recuerdo.

No puedo evitar un gemido de horror. Cielo santo… Siento la bilis subirme a la garganta.

– Eso es espantoso, terrible -susurro.

– Cincuenta sombras -murmura.

Aprieto los labios contra su cuello, buscando y ofreciendo consuelo, mientras imagino a un crío de ojos grises, sucio y solo, junto al cuerpo de su madre muerta.

Oh, Christian. Aspiro su aroma. Huele divinamente, es mi fragancia favorita en el mundo entero. Él tensa los brazos a mi alrededor y besa mi cabello, y yo me quedo sentada y envuelta en su abrazo mientras Taylor nos conduce a través de la noche.

Cuando me despierto, estamos cruzando Seattle.

– Eh -dice Christian en voz baja.

– Perdona -balbuceo mientras me incorporo, parpadeo y me desperezo, aún en sus brazos, sobre su regazo.

– Estaría eternamente mirando cómo duermes, Ana.

– ¿He dicho algo?

– No. Casi hemos llegado a tu casa.

– Oh, ¿no vamos a la tuya?

– No.

Enderezo la espalda y le miro.

– ¿Por qué no?

– Porque mañanas tienes que trabajar.

– Oh -digo con un mohín.

– ¿Por qué, tenías algo en mente?

Me ruborizo.

– Bueno, puede…

Se echa a reír.

– Anastasia, no pienso volver a tocarte, no hasta que me lo supliques.

– ¡Qué!

– Así empezarás a comunicarte conmigo. La próxima vez que hagamos el amor, tendrás que decirme exactamente qué quieres, con todo detalle.

– Oh.

Me aparta de su regazo en cuanto Taylor aparca delante de mi apartamento. Christian baja de un salto y me abre la puerta del coche.

– Tengo una cosa para ti.

Se dirige a la parte de atrás del coche, abre el maletero y saca un gran paquete de regalo. ¿Qué demonios es eso?

– Ábrelo cuando estés dentro.

– ¿No vas a pasar?

– No, Anastasia.

– ¿Y cuándo te veré?

– Mañana.

– Mi jefe quiere que salga a tomar una copa con él mañana.

Christian endurece el gesto.

– ¿Eso quiere?

Su voz está impregnada de una amenaza latente.

– Para celebrar mi primera semana -añado enseguida.

– ¿Dónde?

– No lo sé.

– Podría pasar a recogerte por allí.

– Vale… Te mandaré un correo o un mensaje.

– Bien.

Me acompaña hasta la entrada del vestíbulo y espera mientras saco las llaves del bolso. Cuando abro la puerta, se inclina, me coge la barbilla y me echa la cabeza hacia atrás. Deja la boca suspendida sobre la mía, cierra los ojos y dibuja un reguero de besos desde el rabillo de un ojo hasta la comisura de mi boca.